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Cuando las lágrimas empezaron a rodarle en silencio por las mejillas, reprimió el deseo de apretarle la cara contra su cuello y sentir cómo aquel líquido le entraba por la blusa y le bajaba por la espalda.

Siguió hablando, porque sabía que si se paraba no podría volver a empezar y no podía parar porque tenía que contar a alguien por qué se había ido, por qué había abandonado a un hombre al que había prometido ayudar tanto en los buenos momentos como en los malos, al hombre que era el padre de su hijo, que le contaba chistes, que le acariciaba la mano y que le ofrecía su pecho para que se durmiera sobre él. Un hombre que nunca se había quejado y que nunca le había pegado, y que había sido un padre maravilloso y un buen marido. Necesitaba contar a alguien lo confusa que estaba al ver que aquel hombre había desaparecido, como si la máscara que había llevado por rostro le hubiera caído al suelo, dejando ante ella un monstruo de mirada lasciva.

Acabó su explicación diciendo:

– Todavía no sé lo que hizo, Jimmy. Aún no sé de quién era la sangre. De verdad que no lo sé. Como mínimo, no de forma concluyente. Pero estoy muy asustada.

Jimmy se dio la vuelta en el escalón y apoyó la parte superior del cuerpo en la barandilla de hierro forjado. Las lágrimas se le habían secado sobre la piel, y su boca formaba un óvalo de disgusto. Miró a Celeste con una mirada tan penetrante que la atravesó y bajó por la avenida, para quedarse clavada en algo que estaba a manzanas de distancia y que nadie más podía ver.

– Jimmy… -dijo Celeste, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que se callara y cerró los ojos con fuerza. Bajó la cabeza e inspiró aire por la boca.

La celda que les rodeaba se evaporó, y Celeste saludó a Joan Hamilton cuando ésta pasó por delante y les echó una mirada compasiva, aunque un tanto sospechosa, antes de alejarse taconeando por la acera. Los sonidos de la avenida regresaron con sus pitidos, el chirriar de las puertas y las voces distantes.

Cuando Celeste se volvió de nuevo hacia Jimmy, no pudo apartar la mirada de él. Tenía los ojos despejados, la boca cerrada y se había llevado las rodillas a la altura del pecho. Tenía los brazos apoyados en las piernas y Celeste sintió que emanaba una inteligencia cruel y beligerante; la mente le había empezado a funcionar con mucha más rapidez y originalidad de la que la mayoría de la gente sería capaz en toda su vida.

– ¿La ropa que llevaba ha desaparecido? -preguntó.

Celeste hizo un gesto de asentimiento y respondió:

– Sí, lo he comprobado.

Colocó la barbilla sobre las rodillas y le preguntó:

– ¿Hasta qué punto estás asustada? Dime la verdad.

Celeste se aclaró la voz y contestó:

– Ayer por la noche, Jimmy, creía que me iba a morder. Y que luego seguiría mordiendo a más gente.

Jimmy inclinó la cabeza y apoyó la mejilla izquierda en las rodillas; luego cerró los ojos y susurró:

– Celeste…

– ¿Sí?

– ¿Crees que Dave mató a Katie?

Celeste sintió que la respuesta le retumbaba dentro del cuerpo como las náuseas de la noche anterior. Sentía cómo le aporreaba el corazón.

– Sí -contestó.

Jimmy abrió los ojos de par en par.

– ¿Jimmy? ¡Que Dios tenga piedad de mí! -exclamó Celeste.

Sean observaba a Brendan Harris desde el otro lado de su escritorio. El chico parecía confundido, cansado y asustado, tal y como lo quería Sean. Había mandado a dos agentes para que lo recogieran en su casa y lo llevaran hasta allí; después le había ordenado que se sentara al otro lado de la mesa mientras él iba leyendo en la pantalla del ordenador toda la información que había obtenido sobre el padre del chico, tomándoselo con calma, sin prestarle ninguna atención, y permitiéndole que siguiera allí sentado y se pusiera nervioso.

Se volvió de nuevo hacia la pantalla, le dio un golpecito a la tecla de avance de página con el lápiz, con la única intención de darse importancia, y le ordenó:

– Cuéntame cosas de tu padre, Brendan.

– ¿Cómo dice?

– Que me cuentes cosas de tu padre, de Raymond padre. ¿Te acuerdas de él?

– Muy poco. Sólo tenía seis años cuando nos abandonó.

– Entonces, ¿no te acuerdas de él?

Brendan se encogió de hombros y contestó:

– Recuerdo pequeñas cosas. Cuando estaba borracho solía entrar en casa cantando. Una vez me llevó al parque del lago Canobie y me compró algodón azucarado; me comí la mitad y cuando me monté en el tiovivo no paré de vomitar. No estaba mucho en casa, de eso sí que me acuerdo. ¿Por qué?

Sean, con la mirada puesta otra vez en la pantalla, le preguntó:

– ¿Qué más recuerdas?

– No sé. Olía a cerveza y a chicle de menta. Él…

Sean percibió una sonrisa en la voz de Brendan, alzó la mirada, y vio que ésta se deslizaba suavemente por su rostro.

– ¿Qué más, Brendan?

Brendan cambió de posición, con la vista fija en algo que no estaba en el cuarto, ni siquiera en el huso horario corriente.

– Solía llevar un montón de monedas, ¿sabe? Le abultaban los bolsillos y hacían ruido al andar. Cuando era niño, me sentaba en la sala de estar de la parte delantera de la casa. Era un lugar diferente del que vivimos ahora. Era una casa bonita. Me sentaba allí a eso de las cinco de la tarde y cerraba los ojos hasta que le oía llegar acompañado del tintineo de las monedas. Entonces salía disparado de la casa para verle y si llegaba a adivinar cuánto dinero llevaba en el bolsillo, aunque no lo acertara con exactitud, me lo daba; -Brendan sonrió y negó con la cabeza-. ¡Siempre tenía cambio!

– ¿Recuerdas alguna pistola? -preguntó Sean-. ¿Tu padre tenía pistola?

La sonrisa se le congeló y miró a Sean con los ojos entornados como si no comprendiera su idioma.

– ¿Qué?

– ¿Tu padre tenía una pistola?

– No.

Sean asintió y añadió:

– Pareces estar muy seguro, a pesar de que sólo tenías seis años cuando se marchó.

Connolly entró en la sala con una caja de cartón bajo el brazo. Se dirigió hacia Sean y depositó la caja sobre la mesa de Whitey.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó Sean.

– Un montón de cosas -contestó Connolly, examinando el interior-. Informes de la Policía Científica, de los de Balística, análisis de huellas dactilares, la cinta de la conversación telefónica… Muchas cosas.

– Eso ya lo has dicho. ¿Hay alguna novedad en cuanto a las huellas?

– No corresponden a nadie que tengamos fichado en el ordenador.

– ¿Lo has comprobado en la base nacional de datos?

– Sí, y en la de Interpol -respondió Connolly-. Y nada. Hay una huella impecable que encontrarnos en la puerta. Es de un dedo pulgar. Si es la del asesino, es bajo.

– Bajo -repitió Sean.

– Sí, bajo. Sin embargo, podría ser de cualquiera. Conseguimos seis huellas claras, pero no corresponden a nadie que esté fichado.

– ¿Has escuchado la cinta?

– No. ¿Debería haberlo hecho?

– Connolly, deberías familiarizarte con cualquier cosa que guarde relación con el caso, hombre.

Connolly asintió y preguntó:

– ¿Usted piensa escucharla?

– Para eso ya te tengo a ti -contestó Sean. Luego se volvió hacia Brendan Harris-. Estábamos hablando de la pistola de tu padre.

– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan.

– ¿De verdad que no?

– De verdad.

– ¡Qué raro! -exclamó Sean-. Entonces supongo que nos han informado mal. A propósito, Brendan, ¿solías hablar mucho con tu padre?

Brendan negó con la cabeza, y respondió:

– No. Nos dijo que salía a tomar una copa y nunca regresó. Nos abandonó a mí y a mi madre, y eso que ella estaba embarazada.

Sean, asintiendo como si él mismo pudiera sentir el dolor, comentó:

– Sin embargo, tu madre nunca comunicó su desaparición a la policía.

– Porque no había desaparecido -espetó Brendan, con una expresión airada en los ojos-. Le había dicho a mi madre que no la amaba, y que siempre le estaba agobiando. Dos días más tarde, se marchó.