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Atravesó la sala, balanceando la cabeza mientras lo observaba todo, quizá el escritorio en el que solía trabajar, el tablón en que anotaban sus casos junto a los de todos los demás, la persona que había sido en esa sala antes de volverse «ausente sin permiso» y de acabar en la Oficina de Objetos Perdidos, rezando para que llegara el día en que pudiera fichar por última vez e irse a alguna parte donde nadie recordara quién podía haber llegado a ser.

– ¿Papa Marshall el Perdido? -dijo Whitey, volviéndose a Sean.

Cuanto más rato llevaba sentado en aquel sillón desvencijado de esa fría habitación, más convencido estaba de que no era resaca lo que tenía, sino tan sólo la continuación de la borrachera de la noche pasada. La verdadera resaca solía empezar alrededor del mediodía, y avanzaba poco a poco por su interior cual grupo de termitas, apoderándose de su sangre y de su circulación sanguínea, apretándole el corazón y destrozándole el cerebro. La boca se le secaba y el sudor le mojaba el pelo, y de repente podía olerse a sí mismo a medida que el alcohol empezaba a supurarle por los poros. Las piernas y los brazos se le llenaban de barro. Le dolía el pecho. Y una suave pelusilla le bajaba por el cráneo y se le instalaba tras los ojos.

Ya no se sentía valiente. Ya no se sentía fuerte. La claridad que tan sólo dos horas antes le había parecido que iba a durar para siempre, había abandonado su cuerpo, salió de la sala y se fue calle abajo, para ser reemplazada por un miedo atroz que jamás había sentido. Estaba convencido de que iba a morir pronto y de forma desagradable. Tal vez muriera en esa misma silla y se golpeara la nuca contra el suelo mientras todo su cuerpo se estremecía por las convulsiones, con los ojos inyectados en sangre, y se tragaría la lengua tan profundamente que nadie podría volver a sacársela. Quizá muriera de un infarto de miocardio, pues el corazón ya empezaba a retumbarle en el pecho, como una rata en una caja metálica. O a lo mejor, cuando le permitieran salir de allí, si es que alguna vez lo hacían, saldría a la calle, oiría un bocinazo a su lado, caería redondo boca arriba, y los neumáticos de gruesos dibujos de un autobús le pasarían por encima de las mejillas y seguirían rodando.

¿Dónde estaba Celeste? ¿Se habría enterado de que le habían pillado y que le habían llevado hasta allí? Si así fuera, ¿le importaría? ¿Y qué había de Michael? ¿Echaría de menos a su padre? Lo peor de estar muerto era que Celeste y Michael seguirían con vida. Sí, seguro que les dolería un poco al principio, pero luego lo superarían y empezarían una nueva vida, pues eso era precisamente lo que hacía la gente cada día. Sólo en las películas la gente se consumía pensando en los muertos, y sus vidas se paralizaban como relojes averiados. En la vida real, la muerte era algo rutinario, un evento que todo el mundo podía olvidar, a excepción de uno mismo.

Dave a menudo se preguntaba si los muertos podían contemplar a los que habían dejado atrás y si lloraban al ver la facilidad con la que la gente que habían amado seguía con su vida. Como el hijo de Stanley el Gigante, Eugene. ¿Estaría en algún lugar etéreo con su cabecita calva y su bata blanca de hospital, observando cómo su padre se reía en un bar, y pensando: «¡Eh, papá! ¿Te acuerdas de mí? Antes estaba vivo».

Michael tendría otro padre, y tal vez fuera a la universidad y contara a alguna chica cosas sobre el padre que le había enseñado a jugar al béisbol, aquel que apenas recordaba. Sucedió hace tanto tiempo, le diría. Ha pasado tanto tiempo…

No había ninguna duda de que Celeste era lo bastante atractiva para conseguir otro hombre. Acabaría haciéndolo. Contaría a sus amigas que la soledad la afectaba demasiado, que era un buen hombre y que trataba bien a Michael. Sus amigas traicionarían el recuerdo de Dave en un abrir y cerrar de ojos. «Estupendo, cariño -le dirían-. Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que volver a subirte al tren y continuar viviendo.»

Dave estaría allá arriba con Eugene, y los dos les observarían, proclamando su amor con voces que ninguno de los vivos llegaría a oír.

¡Santo cielo! Dave deseaba acurrucarse en un rincón y abrazarse a sí mismo. Se estaba desmoronando. Sabía que si aquellos polis regresaban en ese momento, no lo soportaría. Estaba dispuesto a contarles cualquier cosa que desearan oír, con tal que fueran afectuosos con él y le llevaran otro Sprite.

Entonces se abrió la puerta de la Sala de Interrogatorios ante Dave y su miedo y su necesidad de calor humano, y el agente que entró vestido de uniforme era joven, parecía fuerte y tenía la típica mirada de policía, impersonal e imperiosa a un tiempo.

– Señor Boyle, haga el favor de acompañarme.

Dave se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, las manos le temblaban ligeramente por el alcohol que luchaba por abandonar su cuerpo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

– Tiene que ponerse en fila con unos cuantos sospechosos más. Hay alguien que desea echarle un vistazo.

Tommy Moldanado llevaba pantalones vaqueros y una camiseta verde con manchas de pintura. También había pequeñas manchas de pintura en el pelo castaño y rizado, en las botas color café y en la montura de sus gruesas gafas.

Eran precisamente las gafas lo que preocupaba a Sean. Cualquier testigo con gafas que se presentara en el tribunal se convertía en el blanco de todo abogado defensor. Y los miembros del jurado, aún peor. Eran expertos en gafas y leyes gracias a las series televisivas de Matlock y The Practice, y cuando subía al estrado gente con gafas, los olían como a traficantes de drogas, negros sin corbata o ratas de prisión que habían hecho algún trato con el fiscal del distrito.

Moldanado apoyó la nariz contra el cristal de la sala y se quedó mirando a los cinco hombres de la fila.

– Viéndoles de frente no estoy muy seguro. ¿Podrían volverse a la izquierda?

Whitey encendió el interruptor del estrado y dijo por el micrófono:

– Hagan el favor de volverse hacia la izquierda.

Los cinco hombres obedecieron.

Moldanado apoyó las manos en el cristal, entornó los ojos y afirmó:

– El número dos. Podría ser el número dos. ¿Podrían decirle que se acerque un poco más?

– ¿El número dos? -preguntó Sean.

Moldanado lo miró por encima del hombro e hizo un gesto de asentimiento.

El segundo tipo de la fila era un traficante llamado Scott Paisner, que solía operar en el condado de Norfolk.

– Número dos -ordenó Whitey con un suspiro-, dé dos pasos hacia delante.

Scott Paisner era bajo y rechoncho, llevaba barba, y con muchas entradas. Tenía el mismo parecido con Dave Boyle que Whitey. Se puso de frente, se acercó al cristal y Moldanado exclamó:

– ¡Sí, sí, ése es el tipo que vi!

– ¿Está seguro?

– En un noventa y cinco por ciento -respondió-. Era de noche, ¿sabe? No hay farolas en ese aparcamiento y además iba colocado. Pero, aparte de eso, estoy casi seguro de que es el mismo tipo que vi.

– No dijo nada de la barba en su declaración -apunto Sean.

– No, pero ahora creo que sí, que tal vez llevara barba.

– ¿No hay nadie más en la fila que se le parezca? -preguntó Whitey.

– ¡No! -exclamó-. ¡En lo más mínimo! ¿Quiénes son los demás? ¿Polis?

Whitey bajó la cabeza hacia el estrado, y susurró:

– ¡Ni siquiera sé por qué me dedico a esto, joder!

– ¿Qué? ¿Qué? -preguntó Moldanado con la mirada puesta en Sean.

Sean abrió la puerta tras él y dijo:

– Gracias por venir, señor Moldanado. Estaremos en contacto.

– Pero lo he hecho bien, ¿no? Espero haberles sido útil.

– ¡Por supuesto! -respondió Whitey-. Le mandaremos una condecoración.

Sean le dedicó una sonrisa y un gesto de asentimiento y cerró la puerta en cuanto Moldanado cruzó el umbral.

– No tenemos ningún testigo -afirmó Sean.