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Recogió la bolsa de basura de color verde del suelo y la retorció con las manos hasta que se asemejó al cuello descarnado de un hombre viejo; luego la alisó e hizo un nudo en la parte de arriba. Se detuvo, pensando que era extraño que la bolsa le hubiera hecho pensar en el cuello de un anciano. ¿De dónde le debía de venir aquella imagen? Se percató de que el televisor se había quedado sin imagen. Hacía un momento, Tiger Woods se paseaba por el green, y al instante siguiente la pantalla se había vuelto negra.

Se oyó un pitido y en la pantalla apareció una línea blanca. Celeste supo que si se había fundido el tubo de imagen del televisor, lo tiraría al porche. En aquel preciso momento y sin tener en cuenta las consecuencias.

Pero la Iínea blanca dio paso al plató del telediario. La presentadora, que parecía nerviosa y preocupada, dijo: «Interrumpimos la emisión para contarles una historia desgarradora. Valerie Corapi, nuestra enviada especial, se encuentra en la entrada del Penitentiary Park de East Buckingham, en el que la policía ha emprendido la búsqueda en gran escala de una mujer desaparecida. ¿Valerie?».

Celeste vio que el plano del estudio daba paso a una toma desde un helicóptero. Era una confusa visión aérea de la calle Sydney y del Penitentiary Park y de lo que parecía un ejército de policías moviéndose por todas partes. Divisó docenas de diminutas figuras, negras como hormigas por la distancia, que atravesaban el parque; también había botes de policía en el canal. Una hilera de aquellas figuras se dirigía con resolución hacia la arboleda que rodeaba la pantalla del antiguo autocine.

El helicóptero fue de un lado a otro a causa de una ráfaga de viento y el objetivo de la cámara se desenfocó; por un instante Celeste se encontró contemplando la zona del otro lado del canal, Shawmut Boulevard y su extensión de polígonos industriales.

– En este mismo momento, nos encontramos en East Buckingham, donde, a primera hora de la mañana, la policía inició una búsqueda en gran escala de una mujer desaparecida, y que prosigue ya bien entrada la tarde… Fuentes desconocidas han confirmado al Canal Cuatro que el coche abandonado de la mujer presenta indicios de que pueda haberse perpetrado en él un hecho abyecto. Bien, Virginia, esto… no sé si lo puedes ver…

La cámara del helicóptero dio un nauseabundo giro de ciento ochenta grados, dejó de enfocar los polígonos industriales de Shawmut y mostró un coche azul oscuro que estaba aparcado en la calle Sydney; la puerta estaba abierta y tenía toda la pinta de estar abandonado, mientras la policía daba marcha atrás a un camión para remolcarlo con él.

La periodista continuó:

– Lo que están viendo en estos momentos es, según me han informado, el coche de la mujer desaparecida. La policía lo encontró esta mañana e inició la búsqueda de inmediato. Ahora bien, Virginia, nadie nos ha confirmado el nombre de la mujer desaparecida o los motivos de una presencia policial, que, como puedes ver, es desmesurada. Sin embargo, fuentes próximas a Canal Cuatro han corroborado que la búsqueda parece centrarse alrededor de la pantalla del antiguo autocine, que, como es bien sabido por todos, se usa como escenario teatral en verano. Pero lo que estamos viendo en este momento no tiene nada de ficticio, sino que es real. ¿Virginia?

Celeste intentaba descifrar lo que acababa de oír. No estaba muy segura de lo que habían dicho, a excepción de que, de hecho, la policía había ocupado su barrio, como si lo hubieran tomado.

La presentadora también parecía un poco confundida; daba la impresión de que le dijeran, en una lengua que ella no comprendía, que debía interrumpir la emisión. Acabó diciendo: -«Les mantendremos informados del desarrollo de esta noticia… a medida que nos llegue más información. Ahora devolvemos la conexión a nuestra programación habitual».

Celeste cambió de cadena repetidas veces, pero, según parecía, ninguna de las otras cadenas daba aún información sobre aquella historia; así pues, volvió al golf y dejó el volumen bien alto.

Alguien de las marismas había desaparecido. Habían encontrado el coche abandonado de una mujer en la calle Sydney. Pero la policía no acostumbraba hacer un gran despliegue de fuerzas, era algo importante, pues había visto coches patrulla de los federales y de los estatales en la calle Sydney, para tratarse simplemente de que una mujer hubiera desaparecido. Debía de haber algo en aquel coche que hubiera sugerido violencia. ¿Qué había dicho la periodista?

Indicios de algún acto abyecto. Eso era.

Estaba convencida de que habían encontrado sangre. No podía ser otra cosa. Pruebas. Contempló la bolsa que aún llevaba enroscada en la mano y pensó:

«Dave».

11. LLUVIA ROJA

Jimmy estaba de pie al otro lado de la cinta policial, ante una barrera desordenada de policías, mientras Sean se alejaba entre los matorrales y se adentraba en el parque, sin volver la vista atrás ni una sola vez.

– Señor Marcus -le dijo Jefferts, uno de los polis, ¿quiere que le traiga un café o cualquier otra cosa?

El policía observó la frente de Jimmy, y éste sintió un aire de desprecio y de lástima en la mirada insegura del poli y en la forma de rascarse la barriga con el dedo pulgar. Sean les había presentado: le había dicho a Jimmy que aquél era el agente Jefferts, un buen hombre, y a Jefferts le había dicho que Jimmy era el padre de la mujer que… era la propietaria del coche abandonado, que le llevara cualquier cosa que pudiera necesitar y que le presentara a Talbot cuando ésta llegara. Jimmy se imaginó que Talbot debía de ser una psicóloga del cuerpo de policía o alguna asistente social despeinada con un montón de facturas universitarias por pagar y un coche que olía a Burger King.

Pasó por alto el ofrecimiento de Jefferts y cruzó al otro lado de la calle donde estaba Chuck Savage.

– ¿Cómo estás, Jimmy?

Jimmy negó con la cabeza, convencido de que empezaría a vomitar si intentaba expresar en voz alta todo lo que sentía.

– ¿Llevas el teléfono móvil?

– Sí, claro.

Chuck registró la cazadora con las manos. Dejó el teléfono en la mano abierta de Jimmy, éste marcó 003 y le salió una voz grabada que le preguntaba la ciudad y el estado desde el que llamaba; dudó unos instantes antes de contestar, y se imaginó cómo las palabras viajarían a través de kilómetros y kilómetros de cable de cobre hasta ir a parar vertiginosamente al alma de algún colosal ordenador con luces rojas en vez de ojos.

– ¿Qué listado? -preguntó el ordenador.

– Chuck E. Cheese's.

Jimmy sintió una oleada repentina de terror amargo al tener que pronunciar un nombre tan ridículo en medio de la calle y cerca del coche vacío de su hija. Deseaba colocar el teléfono entre los dientes, morderlo y oír cómo se rompía.

Cuando consiguió el número de teléfono y marcó, tuvo que esperar a que llamaran a Annabeth por el altavoz. Quienquiera que fuera que hubiera contestado el teléfono no había apretado la tecla de espera, tan sólo apoyó el auricular en un mostrador, y Jimmy podía oír los ecos metálicos del nombre de su mujer: «Se ruega a Annabeth Marcus que se ponga en contacto con el personal de recepción. Annabeth Marcus». Le llegaba el sonido del repique de campanas y de ochenta o noventa niños corriendo de un lado a otro como locos, estirándose el pelo y gritando, entremezclado con voces desesperadas de adultos que intentaban comunicarse a pesar de todo el estrépito. Repitieron el nombre de su mujer, que resonó. Jimmy se la imaginó levantando la vista al oír el sonido, confusa y agotada, rodeada por todo el pelotón de Primera Comunión de Santa Cecilia luchando por conseguir trozos de pizza.

Entonces oyó su voz, apagada y curiosa: «¿Me han llamado?». Por un instante, Jimmy tuvo ganas de colgar. ¿Qué le diría? ¿Qué sentido tenía llamarla sin saber hechos concretos, tan sólo con el miedo de su propia imaginación demente? ¿No sería mejor dejar que ella y las niñas disfrutaran un poco más de la paz de no saber?