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El peso de todos ellos le había penetrado hasta los mismísimos huesos la noche anterior, y le había calado muy hondo. El ataúd de Katie se elevaba y caía, se elevaba y caía, así que para cuando metió la pistola de nuevo en el cajón y se dejó caer pesadamente en la cama, se sentía inmovilizado, como si le hubieran rellenado la médula ósea de sus muertos y la sangre se estuviera coagulando.

«¡Dios mío! ¡Nunca me había sentido tan cansado! -pensó-. Tan cansado, tan triste, tan inútil y solo. Estoy exhausto a causa de mis errores, de mi rabia y de mi amarga tristeza. Agotado como consecuencia de mis pecados. ¡Dios, déjame solo y déjame morir para que no haga maldades, para no encontrarme cansado, y para no tener que seguir soportando la carga de mi naturaleza y de mi amor. Líbrame de todo eso, porque estoy demasiado cansado para hacerlo yo solo.»

Annabeth había intentado comprender su culpa, el horror que sentía por sí mismo, pero no lo había conseguido. Ella no había apretado ningún gatillo.

Y, él en cambio, había dormido hasta las once. Doce horas seguidas, y además fue un sueño profundo, ya que no oyó a Annabeth levantarse.

Jimmy había leído en alguna parte que uno de los síntomas de la depresión era un cansancio permanente, una necesidad compulsiva de dormir, pero a,medida que se incorporaba sobre la cama y escuchaba el ruido de los tambores, acompañado entonces por los toques de aquellos instrumentos metálicos de viento, casi en armonía, se encontró como nuevo. Se sentía como si tuviera veinte años; muy despierto, como si no necesitara volver a dormir nunca más.

Pensó en el desfile. Los tambores y las trompetas procedían de la banda que se preparaba para desfilar por la avenida Buckingham al mediodía. Se levantó, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Aquel coche no había puesto en marcha el motor porque habían cerrado la calle desde la avenida Buckingham hasta Rome Basin. Treinta y seis manzanas. Observó la avenida a través de la ventana. Era una línea definida de asfalto azul grisáceo bajo un ardiente sol, y tan limpio que Jimmy no recordaba haberlo visto nunca así. Caballetes azules bloqueaban el acceso a cualquier calle que cruzara y se extendían de un extremo a otro del bordillo hasta donde Jimmy alcanzaba a ver en ambas direcciones.

La gente había empezado a salir de sus casas para coger sitio en la acera. Jimmy observó cómo se instalaban con sus neveras portátiles, sus radios y sus cestas de comida, y saludó a Dan y Maureen Guden mientras éstos desplegaban sus tumbonas delante de la lavandería Hennessey. Cuando le devolvieron el saludo, se sintió conmovido por la preocupación que vio en sus rostros. Maureen ahuecó las manos alrededor de su boca y le llamó. Jimmy abrió la ventana y se apoyó en la mosquitera, y le llegó un soplo del sol de la mañana, del aire diáfano, y los restos del polvo primaveral que estaban pegados a la tela metálica.

– ¿Qué has dicho, Maureen?

– Te he preguntado cómo estás, cariño. ¿Estás bien?

– Sí -respondió Jimmy, sorprendiéndose al comprobar que, en realidad, se encontraba bien.

Todavía llevaba a Katie en su interior, como un segundo corazón herido y enfadado, estaba convencido de ello, cuyos latidos airados nunca cesarían. No se hacía ilusiones al respecto. El dolor que sentía se había convertido en algo constante, en algo más real que cualquiera de sus miembros. Pero, en cierto modo, durante su largo sueño, había conseguido aceptarlo. Allí estaba, formaba parte de él, y de ese modo podía manejarlo. Por lo tanto, dadas las circunstancias, se sentía mucho mejor de lo que podría haber esperado.

– Estoy… bien -les dijo a Maureen y a Dan-. Teniendo en cuenta la situación.

Maureen asintió con la cabeza, y Dan le preguntó:

– ¿Necesitas algo, Jim?

– Cualquier cosa que necesites, nos la pides -insistió Maureen.

Jimmy sintió una oleada satisfactoria y eterna de amor hacia ellos y hacia el lugar en general, al contestar:

– Muchas gracias, de verdad, pero no me hace falta nada. Os lo agradezco de todo corazón.

– ¿Vas a bajar? -le preguntó Maureen.

– Sí, creo que sí -respondió Jimmy, sin estar seguro hasta que las palabras le brotaron de la boca-. Nos vemos ahí abajo dentro de un rato.

– Te guardaremos un sitio -terció Dan.

Le saludaron con la mano; Jimmy les devolvió el saludo y se apartó de la ventana, con el pecho aún repleto de aquella arrolladora mezcla de orgullo y de amor. Ésa era su gente. Y aquél era su barrio. Su hogar. Le guardarían un sitio. Lo harían. A Jimmy el de las marismas.»

Así le llamaban los grandullones en los viejos tiempos, antes de que le mandaran a Deer Island. Solían llevarle a los clubes sociales de la calle Prince en la zona del North End, y decían: «Hola, Carla, éste es el amigo del que te hablé. Jimmy. Jimmy el de las marismas».

Carla, Gino o cualquiera de los demás irlandeses abrían los ojos de par en par, y decían: «¿De verdad? Jimmy de las marismas. Encantado de conocerte, Jimmy. Hace mucho tiempo que admiro tu trabajo».

A continuación, contaban chistes sobre su edad: «¿Forzaste tu primera caja fuerte cuando todavía llevabas pañales?», aunque Jimmy notaba el respeto, cuando no algo de temor, que aquellos tipos duros sentían en su presencia.

Él era Jimmy el de las marismas. Había dirigido su primera banda cuando tenía diecisiete años. ¡Sólo diecisiete! ¿No parece imposible? Un tipo serio, con el que nadie se metía. Un hombre que mantenía la boca cerrada, que conocía las reglas del juego y que sabía respetar a los demás. Un hombre que ganaba dinero para sus amigos.

Por aquel entonces era Jimmy de las marismas, y todavía seguía siéndolo, y toda esa gente que empezaba a agruparse a lo largo de las calles por las que iba a pasar el desfile… le querían. Se preocupaban por él y compartían un poco de su dolor de la mejor forma que sabían. Y a cambio de su amor, ¿qué les daba él? Tuvo que preguntárselo. ¿Qué les daba él en realidad?

Lo más parecido a una presencia dominante en el barrio desde la época en que los federales y el Grupo Anticorrupción arrestaron a la banda de Louie Jello había sido… ¿qué? ¿Bobby O'Donnell? Bobby O'Donnell y Roman Fallow. Un par de traficantes de pacotilla, que se habían dedicado a cobrar por proteger establecimientos, a la usura y a la extorsión. Jimmy había oído rumores de que habían hecho un trato con las bandas vietnamitas de Rome Basin para evitar que los amarillos se introdujeran en el negocio, y, de ese modo, no tener que compartir su territorio. Después habían celebrado la alianza reduciendo la floristería de Connie a cenizas, como advertencia a cualquiera que se negara a pagar las primas de protección.

Las cosas no se hacían así. Uno hacía sus negocios fuera del barrio, y no convertía al barrio en un negocio. Uno debía mantener a su gente protegida y a salvo, y ellos, en agradecimiento, te cubrían las espaldas y te avisaban de posibles peligros. Y, si de vez en cuando, su gratitud se expresaba en un sobre, en un pastel o en un coche, era porque querían, como recompensa por haberles protegido.

Así era cómo debía dirigirse un barrio. Con benevolencia. Con un ojo puesto en sus intereses y el otro en los propios. No se podía permitir que los Bobby O'Donnell y aquellos mafiosos de ojos rasgados pensaran que podían, simplemente, entrar allí y tomar cuanto les viniera en gana. Como mínimo, si querían salir del barrio por su propio pie.

Jimmy salió del dormitorio y encontró el piso vacío. La puerta del final del pasillo estaba abierta; oía la voz de Annabeth desde el piso de arriba y los diminutos pies de sus hijas correteando sobre las tablas de madera del suelo mientras perseguían al gato de Val. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha; se metió dentro cuando el agua empezó a salir caliente y expuso la cara al chorro.

La única razón por la que O'Donnell y Farrow nunca se habían preocupado por la tienda de Jimmy era porque sabían que era amigo de los Savage. Y al igual que cualquier persona que tuviera un poco de cerebro, O'Donnell les tenía miedo. Y si él y Roman temían a los Savage, eso quería decir, por asociación, que también tenían miedo a Jimmy.