Изменить стиль страницы

– ¡Habla! -le ordenó Brendan-. Si no lo haces, te mataré.

Cogió a su hermano por el pelo de las sienes y le levantó la cabeza del suelo, y la sacudió de un lado a otro hasta que Ray le miró; Brendan le sostuvo la cabeza inmóvil, y observó con atención sus pupilas grises, y en ellas vio tanto amor y tanto odio que le entraron ganas de arrancársela de cuajo y lanzarla por la ventana.

– ¡Habla! -repitió, pero esa vez sólo consiguió emitir un susurro ronco y entrecortado-. ¡Habla!

Oyó cómo alguien tosía en voz alta, y al mirar atrás vio a Johnny O'Shea en pie, escupiendo sangre por la boca y con la pistola del padre de Ray en la mano.

Sean y Whitey subían por las escaleras cuando oyeron el estrépito: los gritos procedentes del piso y el inconfundible sonido de los cuerpos al luchar. Oyeron a un hombre gritar: «Voy a matarte, desgraciado», y Sean sostenía su Glock cuando asió el pomo de la puerta.

– ¡Espera! -le instó Whitey, pero Sean ya había girado el pomo, y cuando entró en el piso se encontró con que alguien le apuntaba el pecho a veinte centímetros de distancia.

– ¡Detente! ¡No aprietes ese gatillo, chico!

Sean observó el rostro ensangrentado de Johnny O'Shea y lo que vio en él le dio un susto de muerte. No había nada, y con toda probabilidad nunca lo había habido. El chico no iba a apretar el gatillo porque estuviera enfadado o asustado. Lo haría porque Sean no era más que una imagen de un juego de vídeo de metro ochenta y cinco, y la pistola era un mando.

– Johnny, deja de apuntarme con esa pistola.

Sean oía la respiración de Whitey al otro lado del umbral. -Johnny.

– ¡Me ha dado puñetazos! -exclamó Johnny O'Shea-. ¡Dos veces! i Y me ha roto la nariz!

– ¿Quién?

– Brendan.

Sean miró a su izquierda, y vio a Brendan de pie junto a la puerta de la cocina, con las manos a los lados, paralizado. Se dio cuenta de que Johnny O'Shea había estado a punto de disparar a Brendan cuando él cruzó la puerta. Podía oír la respiración de Brendan, superficial y lenta.

– Si quieres, le arrestaremos por ello.

– ¡No quiero que le arresten! ¡Lo quiero muerto, joder!

– La muerte es una cosa muy grave, Johnny. Los muertos nunca regresan, ¿recuerdas?

– Ya lo sé -respondió el chico-. Ya sé de qué va todo eso. ¿Piensa usarla?

La cara del chico era un desastre; de la nariz rota no paraba de salir sangre y le goteaba por la barbilla.

– ¿El qué? -preguntó Sean.

Johnny O'Shea señaló la cadera de Sean, y contestó:

– Esa pistola. Es una Glock, ¿verdad?

– Sí, lo es.

– Eso sí que es una pistola, tío. Me encantaría tener una. ¿Piensa usarla?

– ¿Ahora?

– Sí. ¿Va a utilizarla?

Sean, con una sonrisa, respondió:

– No, Johnny.

– ¿Por qué coño sonríe? -replicó Johnny-. Úsela y a ver qué pasa. Será divertido.

Le acercó la pistola, con el brazo extendido, con la boca tan sólo a dos centímetros de distancia del pecho de Sean.

– Diría que ya me tienes, compañero -dijo Sean-. ¿Sabes lo que te quiero decir?

– Ya es mío, Ray -gritó Johnny-. ¡Un maldito poli! ¡Yo solo! ¿Qué te parece?

– No dejemos que esto se salga de… -apuntó Sean.

– ¿Sabe? Una vez vi una película en la que un poli perseguía a un negro por encima de un tejado. El negro lo lanzó desde arriba, y el poli no paró de gritar hasta que cayó al suelo. El negro era muy cabrón, no le importó lo más n1ínimo que el policía tuviera mujer e hijos esperándole en casa. ¡El negro aquél era genial, tío!

Sean ya había presenciado algo similar con anterioridad. Fue una vez que iba de uniforme y que le habían mandado a controlar a la multitud en el atraco a un banco que se había complicado. Durante un período de dos horas, el tipo se había ido haciendo gradualmente más fuerte, por el poder de la pistola y por el efecto que provocaba, y Sean le había observado mientras despotricaba a los monitores instalados junto a las cámaras del banco. Al principio, el atracador estaba aterrorizado, pero luego lo había superado. Se había enamorado de la pistola.

Por un momento, Sean vio a Lauren que le miraba desde la almohada, con la cabeza apoyada en la mano. Vio a la hija que había soñado, la olió, y pensó lo horrible que sería morir sin llegar a conocerla o sin ver de nuevo a Lauren.

Se concentró en el rostro vacío que tenía ante él.

– ¿Ves al tipo de tu izquierda, Johnny? -le preguntó Sean-. ¿El que hay junto a la puerta?

Johnny dirigió los ojos con rapidez hacia la puerta y respondió:

– Sí.

– No quiere dispararte. De verdad que no.

– Si me dispara, me da igual-replicó Johnny, pero Sean se percató de que había surtido efecto, ya que el chico empezó a mover los ojos nerviosamente arriba y abajo.

– Pero si tú me disparas, no le quedará más remedio que hacerlo.

– No me da miedo la muerte.

– Ya lo sé. Pero no te creas que te pegará un tiro en la cabeza o algo así. No tenemos por costumbre matar a niños. Pero si te dispara desde donde está, ¿sabes a dónde irá a parar la bala?

Sean siguió con la mirada puesta en Johnny, a pesar de que su cabeza parecía estar clavada a la pistola que el chaval sostenía en la mano, y deseaba mirarla y ver dónde estaba el gatillo, y si el chico pensaba apretarlo. Sean pensaba: «No quiero que me dispare, y mucho menos morir a manos de un niño». No se le ocurría otra forma más patética de morir. Tenía la sensación de que Brendan, paralizado, a unos tres metros a su izquierda, debía de estar pensando lo mismo.

Johnny se lamió los labios.

– Te atravesará la axila y la columna vertebral. Te quedarás paralítico. Serás como uno de esos niños de los anuncios. Ya sabes. Sentado en una silla de ruedas, con un lado paralizado, y la cabeza colgando fuera de la silla. No pararás de babear, Johnny. La gente tendrá que sostenerte el vaso para que bebas con una pajita.

Johnny tomó una decisión. Sean lo notó, como si una luz se hubiera encendido en el oscuro cerebro del chaval, y entonces Sean sintió que el miedo se apoderaba de él, y supo que el chico iba a apretar el gatillo aunque sólo fuera para oír el ruido que hacía al disparar.

– ¡Mi nariz! -exclamó Johnny, volviéndose hacia Brendan.

Sean oyó, sorprendido, cómo su propia respiración le salía de la boca, y al bajar los ojos vio el arma que se apartaba de su cuerpo, como si diera vueltas en lo alto de un trípode. Extendió los brazos con tanta rapidez que parecía que otra persona le controlara los movimientos de los brazos. Asió la pistola al tiempo que Whitey entraba en la habitación, apuntando con la Glock al pecho del chico. La boca del chico emitió un sonido, un grito de asombro y decepción, como si hubiera abierto un regalo de Navidad y se hubiera encontrado con un calcetín sucio; Sean le apoyó la frente contra la pared y le quitó la pistola.

– ¡Cabronazo! -exclamó Sean, mientras le guiñaba un ojo a Whitey a través del sudor que le empapaba.

Johnny empezó a llorar como un niño de trece años, como si el mundo entero descansara sobre su cabeza.

Sean lo colocó de espaldas a la pared, le puso las manos detrás, y vio que Brendan finalmente respiraba profundamente aliviado, con labios y brazos temblorosos. Ray estaba de pie tras él en una cocina que parecía haber sido arrollada por un ciclón. Whitey se acercó a Sean, le puso una mano en el hombro y le preguntó:

– ¿Cómo estás?

– Ha estado a punto de hacerlo -respondió Sean, sintiendo el sudor que le empapaba la ropa, incluso los calcetines.

– No es verdad -protestó Johnny-. Sólo bromeaba.

– ¡Que te jodan! -le espetó Whitey, y acercó su cara a la del chico-. A excepción de tu madre, a nadie le importan tus lágrimas, desgraciado. Así que ya te puedes ir acostumbrando.

Sean le colocó las esposas a Johnny O'Shea y lo cogió de la camisa; a continuación lo llevó a la cocina y lo dejó caer en una silla.

– Ray, por el aspecto que tienes -apuntó Whitey-, cualquiera diría que te han tirado desde la parte trasera de un camión.