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– Sé que te imaginas algo, Jimmy, pero estás equivocado -declaró Dave-. Crees que maté a Katie. Es eso, ¿verdad?

– No hables, Dave -le ordenó Jimmy.

– ¡No, no, no! -gritó Dave. De repente se percató de que Val sostenía una pistola-. No tuve nada que ver con la muerte de Katie.

«Van a matarme -pensó Dave-. No, por favor. Uno debe disponer de tiempo para prepararse. Uno no debería salir de un bar para vomitar y enterarse de que su vida se acaba. No, tengo que ir a casa. Tengo que arreglar las cosas con Celeste. Tengo que comer».

Jimmy se metió la mano en la chaqueta y sacó una navaja. Mientras la abría, la mano le temblaba un poco. Dave se dio cuenta de que también le temblaba el labio superior y un lado de la barbilla. Había esperanza. No podía permitirse que se le paralizara el cerebro. Había esperanza.

– La noche en que Katie murió llegaste a casa con toda la ropa cubierta de sangre, Dave. Has contado dos versiones diferentes de cómo te hiciste daño en la mano, y vieron tu coche aparcado delante del Last Drop a la hora en que Katie se fue. Mentiste a los policías y nos has estado engañando a todos nosotros.

– ¡Mira, Jimmy! ¡Por favor, mírame!

Jimmy continuó mirando el suelo.

– Sí, Jimmy, llegué a casa cubierto de sangre. Le pegué a alguien. Le pegué mucho.

– ¿Piensas contarnos la historia del atracador? -le preguntó Jimmy.

– No, era uno de esos que abusan de los niños. Estaba haciéndoselo en su coche con un chico. Era un vampiro, Jim. Estaba envenenando a aquel niño.

– Así pues, no hubo ningún atraco. Era un tipo que, si no lo he entendido mal, estaba abusando de un menor. Claro, Dave. Ya lo entiendo. ¿Le mataste?

– Sí. Bien, yo y… el chico.

Dave no tenía ni idea de por qué había dicho eso. Jamás le había hablado del chico a nadie. Uno no debía hacerlo, ya que la gente no lo entendía. Tal vez lo hubiera dicho a causa del miedo. Quizá necesitaba que Jimmy entendiera cómo le funcionaba la cabeza.

– Jimmy, compréndeme. Date cuenta de que no soy el tipo de persona que mataría a un inocente.

– Entonces, tú y el chico del que habían abusado…

– No -replicó Dave.

– ¡Cómo que no! Acabas de decir que tú y el chico…

– ¡No, no! ¡Olvídate de eso! A veces se me va la cabeza, yo…

– ¡No me digas! -exclamó Jimmy-. Me estás contando que mataste a un pervertido, pero, en cambio, no se lo quieres explicar a tu mujer. Creo que debería haber sido la primera persona en saberlo. Especialmente ayer por la noche, cuando te confesó que no creía la historia del atracador. ¿Por qué no se lo dijiste? A la mayoría de la gente no le importa que muera un violador de niños, Dave. Tu mujer cree que mataste a mi hija. ¿Cómo quieres que me crea que preferiste que Celeste pensara que habías matado a Katie en vez de a un pederasta? ¿Me lo puedes explicar, Dave?

Dave deseaba decirle; «Le maté porque tenía miedo de convertirme en alguien como él. Si me comía su corazón, entonces aniquilaría y destruiría su espíritu. Pero no puedo decir eso en voz alta. No puedo contar esa verdad. Ya sé que hoy mismo he prometido que se habían acabado los secretos. Pero, por favor, esto no lo puedo contar, por muchas mentiras que tenga que decir para mantenerlo oculto».

– ¡Venga, Dave! ¡Cuéntame por qué! ¿Por qué fuiste incapaz de decirle la verdad a tu propia mujer?

La única respuesta que se le ocurrió fue;

– No lo sé.

– ¡No lo sabes! Bien, pues en este cuento de hadas, tú y el niño (¿quién se supone que es el niño, tú cuando eras pequeño?) vais y…

– Sólo lo hice yo -replicó Dave-. Yo maté a la criatura sin rostro.

– ¿A quién coño dices? -preguntó Val.

– Al tipo. Al violador. Le maté. Yo. Yo solo. En el aparcamiento del Last Drop.

– No he oído decir que encontraran a un tipo muerto cerca del Last Drop -repuso Jimmy, volviéndose hacia Val.

– ¿Qué estás haciendo, Jimmy? ¿Dejando que este cabronazo se explique? -protestó Val-. ¿Estás de broma, o qué?

– Es verdad -insistió Dave-. Os lo juro por mi hijo. Le metí en el maletero de su coche. No sé qué ha pasado con el coche, pero lo hice. ¡Os lo juro por Dios! Quiero ver a mi mujer, Jimmy. Quiero vivir mi vida. -

Dave alzó los ojos hacia la oscura parte inferior del puente, y oyó el chirriar de los neumáticos allá arriba, las luces amarillas en tropel rumbo a sus respectivas casas-. ¡Jimmy, por favor! ¡No me prives de eso!

Jimmy miró a Dave a los ojos y Dave vio su muerte allí. Vivía dentro de Jimmy como los lobos. Dave deseó con fuerza ser capaz de enfrentarse a aquello, pero no lo consiguió. No podía hacer frente a la muerte. Ahí estaba, con los pies en el suelo, el corazón le bombeaba la sangre, el cerebro enviaba mensajes a los nervios, a los músculos y a los órganos, sus glándulas suprarrenales totalmente abiertas; y en cualquier momento, quizá fuese tan sólo cuestión de segundos, una navaja le atravesaría el pecho. A pesar del dolor tendría la certeza de que su vida (su vida y sus visiones, el hecho de comer, de hacer el amor, de reír, tocar y oler) llegaría a su fin. Era incapaz de afrontarlo con valentía. Suplicaría. Lo haría, sin duda. Si no le mataban, ha- ría cualquier cosa que le pidieran.

– Dave, creo que hace veinticinco años te subiste a aquel coche, y regresó en tu lugar otra persona. Pienso que te frieron el cerebro o algo así -afirmó Jimmy-. Sólo tenía diecinueve años, ¿sabes? Diecinueve y nunca te hizo nada malo. De hecho, le caías muy bien. ¡Y la mataste! ¿Por qué? ¿Porque tu vida es una mierda? ¿Porque la belleza te hace daño? ¿Porque yo no me subí a aquel coche? ¿Por qué? Contéstame, Dave. Dímelo, dímelo -insistió Jimmy-. Si lo haces, te perdonaré la vida.

– ¡Ni hablar! -protestó Val-. ¡No me digas que sientes lástima por este jodido cerdo! Escucha…

– ¡Cállate, Val! -espetó Jimmy, señalándole con el dedo-. Te regalé mi coche cuando me encerraron en la cárcel y lo primero que hiciste fue destrozarlo. ¡Con todas las cosas que te he dado, y lo único que sabes hacer es usar la fuerza bruta y vender putas drogas! ¡No me des consejos, Val! ¡Ni se te ocurra!

Val se volvió, dio una patada a los hierbajos, y empezó a susurrar rápidamente para sí.

– Cuéntamelo, Dave. Pero no me vengas con el cuento ése del violador de niños porque esta noche no estoy para tonterías, ¿de acuerdo? Dime la verdad. Si vuelves a contarme esa mentira, te rajo ahora mismo.

Jimmy inspiró aire varias veces. Sostenía la navaja delante del rostro de Dave, pero luego la apartó, se la deslizó entre el cinturón y los pantalones, y la colocó sobre su cadera derecha. Después, extendió las manos vacias.

– Dave, te dejaré vivir. Sólo quiero que me digas por qué la mataste. Irás a la cárcel. No te engaño. Pero vivirás, respirarás.

Dave se sintió tan agradecido que le entraron ganas de darle las gracias a Dios en voz alta. Quería abrazar a Jimmy. Treinta segundos antes, había sentido el peor de los desesperos. Habría estado dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a decir: «No quiero morir. No estoy preparado. Aún no puedo marcharme. No sé qué me depara el más allá, y no creo que sea el cielo ni nada agradable. Creo que debe de ser algo oscuro, frío, un túnel interminable y vacío, como el agujero de tu planeta, Jim. No quiero estar solo en ese vacío, sumergido en la nada durante años, durante siglos de una fría inexistencia, mi corazón flotando, solo, solo, terriblemente solo».

Si mentía, podría seguir con vida. Sólo si tomaba una decisión y le contaba a Jimmy lo que éste quería oír. Con toda probabilidad le insultaría y le golpearía. Pero seguiría con vida. Podía verlo en la expresión de sus ojos. Jimmy no acostumbraba mentir. Los lobos se habían marchado y lo único que quedaba ante él era un hombre con una navaja que necesitaba poner fin a la cuestión, un hombre que se estaba desmoronando por el peso de no saber, y que lamentaba la pérdida de una hija que nunca jamás volvería a tocar.