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– Eso no es asunto mío. Y creo que tampoco suyo.

– Pero sabe la respuesta, ¿verdad?

– Todos los que vivían aquí saben la respuesta. Puede verlo en los periódicos. O quizás ir al cementerio. Están enterrados carretera arriba.

– Pero ¿usted no va a ayudarme?

– Pues no. ¿Qué clase de detective privado es usted?

– Ya se lo he dicho -contestó Ricky-. Uno que está interesado en los tres hijos que los Jackson adoptaron en mayo de 1980.

– Y yo ya le he dicho que no había ningún hijo. Adoptado ni de otra clase. Así pues, ¿qué le interesa en realidad?

– Mi cliente necesita algunas respuestas. El resto es confidencial -repuso Ricky.

El hombre entrecerró los ojos e irguió los hombros, como si la impresión inicial hubiese dado paso a la agresividad.

– ¿Un cliente? ¿Alguien le paga para que venga aquí a hacer preguntas? ¿Tiene tarjeta? ¿Un número al que pueda llamarlo si por casualidad recordara algo?

– Soy forastero.

– Las líneas telefónicas van de un estado a otro, hombre. -El criador de perros siguió observando a Ricky-. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted? ¿Dónde le localizo si necesito hacerlo?

Era el turno de Ricky de ser precavido.

– ¿Qué cree que va a recordar que no recuerde ahora? -preguntó.

La voz del hombre adquirió por fin una frialdad absoluta.

Ahora lo estaba midiendo, evaluando, como si tratara de grabarse todos los detalles de su cara y su físico.

– Déjeme ver otra vez esa identificación -pidió-. ¿Tiene alguna placa?

El cambio repentino del hombre lanzaba advertencias a Ricky.

En ese segundo comprendió que, de golpe, estaba cerca de algo peligroso, como si hubiera caminado a oscuras hasta el borde de algún terraplén escarpado.

Retrocedió un paso hacia la puerta.

– ¿Sabe qué? Le daré un par de horas para pensárselo y le llamare. Si quiere hablar, si ha recordado algo, entonces podemos vernos.

Ricky salió deprisa de la oficina y se dirigió hacia su coche. El criador salió detrás de él, pero se dirigió hacia la jaula de Brutus.

El hombre abrió la puerta y el perro, con las fauces abiertas, pero todavía silencioso, se puso de inmediato a su lado. El criador le hizo una pequeña señal con la mano y el perro se quedó inmóvil con los ojos fijos en Ricky, a la espera de la siguiente orden.

Ricky se volvió hacia el perro y su propietario y dio los últimos pasos hasta la puerta del coche retrocediendo despacio. Se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del automóvil. El perro emitió un gruñido grave, tan amenazador como los músculos tensos de las paletillas y las orejas levantadas, a la espera de la orden de su amo.

– Me parece que no volveré a verlo -dijo el criador-. Y no creo que regresar aquí a hacer más preguntas sea muy buena idea.

Ricky se pasó las llaves a la mano izquierda y abrió la puerta.

A la vez, metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta para empuñar la pistola. No apartó los ojos del perro y se concentró en lo que tal vez tendría que hacer. Quitar el seguro. Sacar la pisto la. Amartillarla. Adoptar una posición de disparo y apuntar.

Cuando lo hacía en el local de tiro no estaba acuciado, y aun así tardaba unos segundos. No sabía si podría disparar a tiempo, ni si haría blanco. Se le ocurrió, además, que podría necesitar varias balas para detener a aquella bestia.

El rottweiler seguramente cruzaría el espacio que los separaba en dos o tres segundos como mucho. El perro, ansioso, avanzó unos centímetros.

– No -pensó Ricky-. Menos aún. Un solo segundo.”

El criador vio que Ricky deslizaba la mano hacia el bolsillo.

– Señor detective privado, aunque lo que tenga en el bolsillo sea una pistola, no le servirá de nada, se lo aseguro -señaló-. No con este perro. Ni hablar.

Ricky cerró la mano alrededor de la culata y rodeó el gatillo con el índice. Tenía los ojos entrecerrados y apenas reconoció los tonos regulares de su propia voz.

– Puede -dijo despacio y con cuidado-. Puede que ya lo sepa.

Tal vez ni siquiera me moleste en intentar disparar a su perro, sino que le atraviese el pecho a usted con una bala. Es usted una diana ideal, se lo aseguro. Y estará muerto antes de tocar el suelo y ni siquiera tendrá la satisfacción de ver cómo su chucho me destroza.

Esta respuesta hizo vacilar al criador, que cogió el collar del perro para contenerlo.

– Matrícula de New Hampshire -comentó tras una tensa pausa-. Con el lema «Vive en libertad o muere». Memorable. Y ahora lárguese.

Ricky subió al coche y cerró la puerta de golpe. Se sacó la pistola de la chaqueta y encendió el motor. Al alejarse vio al criador por el retrovisor, con el perro aún a su lado, observando cómo se iba.

Respiraba con dificultad. Era como si el calor del exterior hubiese invadido el aire acondicionado del automóvil. Mientras recorría el camino de entrada hacia la carretera bajó la ventanilla y aspiró una bocanada de viento. Tenía un sabor caliente.

Se detuvo a un lado de la carretera para recuperarse y, mientras lo hacía, vio la entrada del cementerio. Calmó sus nervios y trató de evaluar lo ocurrido en el criadero de perros. Era evidente que la mención de los tres huérfanos había desencadenado una reacción.

Imaginaba que era muy profunda, casi un mensaje subliminal.

Aquel hombre no pensaba en esos tres niños desde hacia años, hasta que Ricky llegó con su pregunta, y eso había suscitado una respuesta desde lo más profundo de su ser.

La reunión había tenido un cariz más peligroso que el propio Brutus. Era como si aquel hombre hubiera estado esperando durante años que él, o alguien como él, apareciera haciendo preguntas y, tras sorprenderse de que lo que llevaba años esperando hubiese llegado por fin, hubiese sabido exactamente qué hacer.

Se le revolvió un poco el estómago mientras este pensamiento cobraba forma.

Al cruzar la entrada del cementerio había un pequeño edificio de madera blanca a cierta distancia de la calle que separaba las hileras de tumbas. Ricky imaginó que era algo más que un cobertizo y se detuvo frente a él. Un hombre canoso con un uniforme de trabajo azul parecido al que él usaba en el departamento de mantenimiento, salió del edificio y se dirigió hacia una cortadora de césped, pero se detuvo al ver a Ricky bajar del coche.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el hombre.

– Estoy buscando un par de tumbas -dijo Ricky.

– Aquí hay mucha gente enterrada. ¿A quién está buscando en concreto?

– A un matrimonio llamado Jackson.

– Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarlos -sonrió el hombre-. Puede que la gente piense que da mala suerte, pero yo creo que cualquiera que establezca aquí su residencia ya ha vivido toda su suerte, buena o mala, así que no me importa demasiado.

Los Jackson están al fondo, en la última fila, a la derecha. Siga la calle hasta el final y tuerza a la derecha. Lo encontrará enseguida.

– ¿Los conocía?

– No. ¿Es pariente?

– No -contestó Ricky-. Soy detective. Estoy interesado en sus hijos adoptivos.

– No tenían familia. No sé nada sobre hijos adoptivos. Eso habría salido en los periódicos cuando murieron, pero no lo recuerdo, y los Jackson fueron portada uno o dos días.

– ¿Cómo murieron?

– ¿No lo sabe? -soltó el hombre, algo sorprendido.

– ¿Cómo?

– Bueno, fue lo que la policía denomina asesinato-suicidio. El hombre mató a su mujer de un disparo después de una de sus peleas y luego se suicidó. Los cadáveres estuvieron dos días en la casa antes de que el cartero se diera cuenta de que nadie recogía el correo, sospechara algo y llamara a la policía. Al parecer, los perros habían tenido acceso a los cuerpos, con lo que no quedaba mucho de ellos, sólo restos de lo más desagradables. Había mucho odio en esa casa, por lo visto.

– El hombre que la compró…

– No lo conozco, pero dicen que es un sujeto de cuidado. Tan repugnante como los perros. Se hizo cargo del criadero de los Jackson, aunque por lo menos sacrificó a todos los animales que se habían comido a los anteriores propietarios. Pero es probable que él acabe igual. Puede que eso le pase por la cabeza. Y que por eso sea tan mal bicho. -El hombre soltó una risa espeluznante y señaló la pendiente-. Ahí arriba. De hecho, un lugar bastante bonito para reposar eternamente.