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Pasaba de la medianoche cuando bordeó la ciudad. Al cruzar el puente George Washington, lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro. Incluso a altas horas de la madrugada, Nueva York parecía resplandecer. El Upper West Side se alejaba de él, y sabía que ahí mismo estaba el hospital Columbia Presbyterian y la clínica donde había trabajado una temporada hacia tantos años, ajeno a las consecuencias de su proceder. Mientras dejaba atrás los peajes y llegaba a Nueva jersey lo embargó una curiosa mezcla de emociones. Era como si se encontrase atrapado en un sueño, en una de esas series de imágenes y acontecimientos inquietantes y tensos que ocupan el inconsciente y rayan en la pesadilla, y estuviera saliendo de él. Le pareció que la ciudad representaba todo lo que él era, el coche que vibraba mientras conducía por la autopista representaba aquello en lo que se había convertido, y la oscuridad que tenía delante, lo que podría llegar a ser.

Un cartel de habitaciones libres en un motel Econo, en la carretera i, le llamó la atención y se detuvo. El recepcionista de noche era un indio o paquistaní de ojos tristes, con una pegatina que lo identificaba como Omar, que pareció un poco molesto cuando se vio interrumpido por la llegada de Ricky. Le dio un plano de la zona antes de volver a su silla, a unos libros de química y a un termo con algún líquido caliente.

Por la mañana, Ricky pasó un rato en el lavabo de la habitación para pintarse con el maquillaje teatral un moratón y una cicatriz falsos junto al ojo izquierdo. Le añadió un tono rojo violáceo que seguro que atraería la atención de cualquiera con quien hablara.

«Psicología bastante elemental», pensó. Así como en Pensacola la gente no recordaría quién era, sino lo que era, aquí sus ojos se dirigirían inexorablemente hacia la imperfección facial, sin fijarse en los detalles de su cara propiamente dichos. La barba rala contribuía también a ocultar sus facciones. La barriga postiza colocada bajo la camiseta se añadía al retrato. Deseó haber conseguido además unas alzas para los zapatos, pero pensó que podría probar eso en el futuro. Tras ponerse el traje, se metió la pistola en el bolsillo, junto con el cargador de recambio.

La dirección a la que se dirigía suponía un paso importante hacia el hombre que había querido su muerte. Por lo menos, eso esperaba.

La zona que recorrió en coche le pareció sometida a una especie de pugna. Era un paisaje básicamente llano, verde, entrecruzado por carreteras que seguramente habrían sido rurales y tranquilas tiempo atrás, pero que ahora parecían soportar el peso del urbanismo a gran escala. Pasó ante varios complejos de viviendas que comprendían desde casas de clase media de dos y tres habitaciones hasta mansiones lujosas, con pórticos y columnas, con piscinas y garajes de tres coches para los inevitables BMW, Range Rover y Mercedes. «Viviendas de ejecutivos -pensó-. Lugares impersonales para hombres y mujeres que ganan dinero y lo gastan con la mayor rapidez posible y que piensan que, de algún modo, eso tiene sentido.»

La mezcla de lo viejo y lo nuevo era desconcertante; como sí esta parte del estado no pudiera decidir qué era y qué quería ser.

Supuso que los antiguos propietarios de granjas y los actuales empresarios y corredores no se llevarían demasiado bien.

La luz del sol llenaba el parabrisas, y bajó la ventanilla. Le pareció un día perfecto: cálido y repleto de augurios primaverales.

Notaba el peso de la pistola en el bolsillo de la chaqueta y pensó que él, en cambio, se llenaría de fríos pensamientos invernales.

Encontró un buzón junto a una carretera secundaria en medio de unos terrenos de labranza que concordaban con la dirección que tenía. Vaciló, sin saber qué esperar. En el camino de entrada sólo había un cartel: CRIADERO DE PERROS «LA SEGURIDAD ES LO PRIMERO». ALOJAMIENTO, CEPILLADO Y ADIESTRAMIENTO. SISTEMAS DE SEGURIDAD «TOTALMENTE NATURALES». Junto a esta frase había una imagen de un rottweiler, y Ricky intuyó sentido del humor en ello. Siguió el camino de entrada, bajo el dosel que formaban los árboles.

Después subió por un camino circular hasta una casa de una sola planta, estilo años cincuenta, con fachada de ladrillo. Se habían añadido elementos a la construcción en varias fases, con una parte de madera blanca que conectaba con un laberinto de jaulas de alambrada. En cuanto se detuvo y bajó del coche, lo recibió una cacofonía de ladridos. El olor a excrementos lo impregnaba todo, favorecido por el calor y el sol de última hora de la mañana. A medida que avanzaba, el barullo fue aumentando. En la parte añadida, un cartel indicaba: OFICINAS. Un segundo cartel, similar al de la entrada, adornaba la pared. En una jaula cercana, un gran rottweiler negro, fornido, de más de cuarenta kilos, se levantó sobre las patas traseras enseñando los dientes. De todos los perros que había en aquella perrera, y Ricky podía ver decenas moviéndose, corriendo, midiendo las dimensiones de su encierro, éste parecía el único tranquilo. El animal lo observó con atención, como si lo estuviera midiendo, lo que, según cabía suponer, estaba haciendo.

En las oficinas había un hombre de mediana edad sentado tras una vieja mesa metálica. El aire estaba cargado de hedor a orina.

El hombre era delgado, calvo, larguirucho, con unos antebrazos gruesos que Ricky imaginó que el manejo de los animales había musculado.

– Enseguida lo atiendo -dijo.

Estaba tecleando números en una calculadora.

– No se preocupe, me espero -contestó Ricky.

Observó cómo marcaba unas cifras más y cómo sonreía al ver el total.

El hombre se levantó y se acercó a él.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó-. Caramba, parece que ha tenido problemas.

Ricky asintió y bromeo:

– Ahora es cuando me tocaría decir: «Tendría que ver cómo quedó el otro».

– Y a mí creerlo -rió el criador de perros-. Bueno, usted dirá.

Aunque me permito comentarle que, si hubiera tenido a Brutus a su lado, no habría habido pelea. No señor.

– ¿Es Brutus el perro de la jaula junto a la puerta?

– Lo ha adivinado. Desanima al más pintado. Y ha engendrado unos cuantos cachorros que podrán ser adiestrados en un par de semanas.

– Gracias, pero no.

El criador de perros pareció confundido.

Ricky sacó la falsa identificación de detective privado. El hombre la observó un instante y comentó:

– Supongo que no está buscando un cachorro, ¿verdad, señor Lazarus?

– No.

– Bueno, ¿en que puedo ayudarle?

– Hace algunos años vivía aquí una pareja. Howard y Martha Jackson.

El hombre se puso rígido y su aspecto cordial desapareció, sustituido por un recelo repentino, que se vio acentuado por el paso atrás que dio, casi como si aquellos nombres le hubieran dado un empujón en el pecho. Su voz adoptó un tono cauteloso.

– ¿Por qué está interesado en ellos?

– ¿Eran parientes suyos?

– Compré la finca a sus sucesores. De eso hace mucho tiempo.

– ¿Sus sucesores?

– Murieron.

– ¿Murieron?

– Exacto. ¿Por qué está interesado en ellos?

– Estoy interesado en sus tres hijos.

El hombre vaciló de nuevo, como si sopesara las palabras de Ricky.

– No tenían hijos. Murieron sin descendencia. Sólo un hermano que vivía cerca de aquí. Él fue quién me vendió la finca. Yo la arreglé muy bien y convertí su negocio en algo rentable. Pero no había hijos. Nunca los hubo.

– Se equivoca -aseguró Ricky-. Los había. Adoptaron a tres huérfanos a través de la Diócesis Episcopal de Nueva York.

– No sé de dónde ha sacado esa información, pero no es así -replicó el criador con una repentina cólera apenas disimulada-.

Los Jackson no tenían familia directa salvo ese hermano que me vendió la finca. Era sólo el matrimonio y murieron juntos. No sé de qué está hablando y creo que puede que ni siquiera usted mismo lo sepa.

– ¿Juntos? ¿Cómo?