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La carta parecía brillar en la mesa, delante de él.

Asintió lentamente.

«Te dice mucho -pensó-. Mezcla las palabras de la carta con lo que su autor ya ha hecho y probablemente estarás a medio camino de averiguar quién es.»

Así que abrió la libreta de direcciones para buscar el número del primer familiar de los cincuenta y dos de la lista. Hizo una mueca y empezó a marcar los números de teléfono. En la última década había tenido poco contacto con sus familiares y sospechaba que ninguno de ellos tendría demasiadas ganas de tener noticias suyas. En especial, dado el cariz de la llamada.

2

Ricky Starks se mostró muy poco apto para sonsacar información a familiares que se sorprendían al oír su voz. Estaba acostumbrado a interiorizar todo lo que oía a los pacientes en la consulta y a conservar el control de todas las observaciones e interpretaciones.

Pero al marcar un número tras otro se encontró en territorio desconocido e incómodo, incapaz de concebir un guión verbal que pudiera seguir, algún saludo estereotipado seguido de una breve explicación del motivo de su llamada. En lugar de eso, sólo oía vacilación e indecisión en su voz cuando se atascaba con saludos trillados e intentaba obtener una respuesta a la pregunta más idiota:

«¿Te ha ocurrido algo extraño?».

Por consiguiente, aquel atardecer estuvo lleno de conversaciones telefónicas de lo más irritantes. Sus parientes se llevaban una sorpresa desagradable al oírlo, sentían curiosidad y pesadumbre por el hecho de que llamara después de tanto tiempo, estaban ocupados en alguna actividad que él interrumpía o, sencillamente, se mostraban maleducados. Cada contacto poseía cierta brusquedad, y más de una vez se lo quitaron de encima con rudeza. Hubo varios lacónicos: «¿De qué diablos va todo esto?», a los que mentía asegurando que un antiguo paciente había logrado obtener de algún modo una lista con los nombres de sus familiares y le preocupaba que pudiera importunarlos. No mencionaba que alguien pudiera estar enfrentándose a una amenaza, lo que quizás era la mayor mentira de todas.

Ya casi eran las diez de la noche, la hora en que se acostaba, y todavía le quedaban más de dos docenas de nombres en la lista.

Hasta entonces no había conseguido detectar nada lo bastante fuera de lo corriente como para que mereciera investigar mas.

Pero a la vez dudaba de su habilidad para preguntar. La extraña vaguedad de la carta de Rumplestiltskin le hacía temer que la conexión se le hubiera pasado por alto. Y también era posible que, en cualquiera de las breves conversaciones que había mantenido esa tarde, la persona con que el autor de la carta se había puesto en contacto no hubiera contado la verdad a Ricky. Por lo demás, había habido unas cuantas llamadas frustrantes sin contestar, y en tres ocasiones tuvo que dejar un mensaje forzado y críptico en un contestador automático.

Se negaba a creer que la carta recibida ese día fuese una mera broma pesada, aunque eso habría estado bien. La espalda se le había entumecido. No había comido y estaba hambriento. Tenía dolor de cabeza. Se mesó el cabello y se frotó los ojos antes de marcar el número siguiente, sintiendo una especie de agotamiento que le martilleaba las sienes. Consideró que el dolor de cabeza era una pequeña penitencia por la conclusión a la que estaba llegando: estaba aislado y distanciado de la mayoría de sus familiares.

«El pago del olvido», pensó mientras se disponía a llamar al vigésimo primer nombre de la lista que le proporcionó Rumplestiltskin. Seguramente no era razonable esperar que los parientes de uno aceptaran un contacto repentino tras tantos años de silencio, sobre todo los parientes lejanos, con quienes tenía poco en común. Más de uno se había quedado callado al oír su nombre, como si tratara de recordar quién era exactamente. Esas pausas le hacían sentir un poco como un viejo ermitaño que bajara de la cima de una montaña, o un oso durante los primeros minutos después de una larga hibernación.

El vigésimo primer nombre sólo le resultaba remotamente familiar. Se esforzó en intentar asignar una cara y una categoría a las palabras que tenía delante. Una imagen se formó despacio en su cabeza. Su hermana mayor, que había fallecido diez años antes, tenía dos hijos, y éste era el mayor de los dos. Eso convertía a Ricky en un tío bastante desangelado. No había tenido contacto con ningún sobrino desde el entierro de su hermana. Se devanó los sesos tratando de recordar no sólo el aspecto, sino algo del nombre. ¿Tenía esposa? ¿Hijos? ¿Profesión? ¿Quién era?

Sacudió la cabeza. No recordaba nada. La persona con quien tenía que hablar apenas si poseía más entidad que un nombre extraído de un listín telefónico. Estaba enfadado consigo mismo.

«No está bien -se dijo-. Deberías recordar algo.»

Pensó en su hermana, quince años mayor que él, una diferencia de edad que los convertía en miembros de la misma familia pero situados en órbitas distintas. Ella era la mayor; él era fruto de un accidente, destinado a ser siempre el bebé de la familia. Ella había sido poetisa, titulada por una universidad para mujeres de buena familia en los años cincuenta. Había trabajado en el mundo editorial y se había casado bien con un abogado de Boston especializado en derecho mercantil. Sus dos hijos vivían en Nueva Inglaterra.

Ricky observó el nombre en la hoja que tenía delante. Leyó una dirección de Deerfield, Massachusetts, con el prefijo 413. De repente recordó algo: su sobrino era profesor en un instituto privado de esa ciudad. Se preguntó qué enseñaría. La respuesta llegó en unos segundos: historia; historia de Estados Unidos. Entornó los ojos y visualizó un hombre bajo y enjuto con chaqueta de tweed, gafas con montura de concha y un cabello rubio rojizo que le clareaba con rapidez. Un hombre con una esposa como mínimo cinco centímetros más alta que él.

Suspiró y, provisto por lo menos con algo de información, marcó el número y esperó mientras el timbre sonaba media docena de veces antes de que contestara una voz que tenía el tono inconfundible de la juventud. Grave pero impaciente.

– ¿Diga?

– Hola -dijo Ricky-. Quisiera hablar con Timothy Graham.

Soy su tío Frederick. El doctor Frederick Starks.

– Soy Tim hijo.

– Hola, Tim -dijo Ricky tras vacilar un momento-. Me parece que no nos conocemos…

– Pues si, nos conocemos. Nos vimos en el entierro de la abuela. Estabas sentado justo detrás de mis padres en el segundo banco de la iglesia y dijiste a papá que era una bendición que la abuela no hubiera durado más. Recuerdo lo que dijiste porque entonces no lo entendí.

– Debías de tener…

– Siete años.

– Y ahora tendrás…

– Casi diecisiete.

– Pues para ser nuestro único encuentro lo recuerdas muy bien.

El joven consideró esta afirmación antes de contestar.

– El entierro de la abuela me impresionó mucho. -No entró en detalles, sino que cambió de tema-. ¿Querías hablar con papá?

– Si, si es posible.

– ¿Para qué?

Ricky pensó que se trataba de una pregunta poco corriente para alguien joven. No tanto porque Timothy hijo quisiera saber para qué, ya que la curiosidad es consustancial a la juventud, sino porque su tono sonó con un ligero matiz protector. Ricky pensó que la mayoría de los adolescentes se habría limitado a llamar a su padre a gritos para que contestara y habría vuelto a sus quehaceres, ya fuera ver la tele, hacer deberes o jugar a videojuegos, porque la llamada repentina de un familiar mayor y lejano no era algo que incluyeran en su lista de prioridades.

– Bueno, se trata de algo un poco extraño -dijo.

– Hemos tenido un día extraño -contestó el adolescente.

– ¿Y eso? -quiso saber Ricky.

Pero el muchacho no contestó a la pregunta.

– No estoy seguro de que papá quiera hablar con alguien ahora, a no ser que sepa de qué se trata -indicó.