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Lo cierto es que no espero que sea capaz de adivinar mi identidad, por supuesto.

Así pues, para demostrarle mi deportividad, he decidido que a lo largo de los próximos quince días voy a proporcionarle una pista o dos de vez en cuando. Sólo para que las cosas sean más interesantes, aunque alguien intuitivo e inteligente como usted debería suponer que esta carta está llena de pistas. Aun así, ahí va un anticipo, y gratis.

La vida era alegre en el pasado: un retoño y sus padres a su lado.

El padre soltó amarras, se largó, y entonces todo eso se acabó.

La poesía no es mi fuerte.

El odio sí.

Puede hacer tres preguntas que se contesten con si o no.

Use el mismo método, los pequeños anuncios de la portada del New York Times.

Contestaré a mi propia manera en veinticuatro horas.

Buena suerte. Tal vez desee también dedicar tiempo a los preparativos de su funeral. La incineración es probablemente mejor que un entierro tradicional. Sé cuánto le desagradan las iglesias. No creo que sea buena idea llamar a la policía. Lo más seguro es que se burlen de usted, y sospecho que su altanería no lo encajará demasiado bien.

Además, podría enfurecerme más; no se imagina usted lo inestable que soy en realidad. Podría reaccionar de modo imprevisible, de muchas formas malvadas. Pero puede estar seguro de algo: mi cólera no conoce límites.

La carta estaba firmada en mayúsculas:

RUMPLESTILTSKIN.

Ricky Starks se reclinó en la silla, como si la furia que emanaba de aquellas palabras le hubiera propinado un puñetazo en la cara. Se puso de pie, se acercó a la ventana y la abrió, de modo que los sonidos de la ciudad irrumpieron en la calma de la pequeña habitación transportados por una inesperada brisa de finales de julio que auguraba una tormenta nocturna. Inspiró buscando alivio para el calor que le embargaba. Oyó el aullido agudo de una sirena de policía y la cacofonía regular de los cláxones, que es como el ruido uniforme de Manhattan. Respiró hondo dos o tres veces antes de cerrar la ventana y dejar fuera todos los sonidos de la vida urbana normal.

Volvió a la carta.

«Tengo un problema», pensó. Pero todavía no estaba seguro de lo grave que era.

Era consciente de que había recibido una amenaza terrible, pero los parámetros seguían sin estar claros. Una parte de él le decía que no prestara atención a la carta, que se negara a participar en algo que no se parecía en nada a un juego. Resopló una vez y dejó que este pensamiento aflorara. Toda su formación y experiencia sugerían que lo más razonable era no hacer nada. Después de todo, el analista suele encontrarse con que guardar silencio y no contestar al comportamiento provocador y escandaloso de un paciente es la forma más inteligente de llegar a la verdad psicológica de esos actos. Se levantó y rodeó dos veces la mesa, como un perro que husmea un olor inusual.

A la segunda, se detuvo y observó de nuevo la carta.

Sacudió la cabeza. Comprendió que eso no resultaría. Sintió una fugaz admiración por la sutileza del autor. Ricky pensó que probablemente habría recibido una amenaza directa como «Voy a matarte» con un desapego cercano al aburrimiento. Después de todo, había vivido mucho y bastante bien, así que una amenaza de esa índole no significaba gran cosa. Pero no se enfrentaba sólo a eso. La amenaza no se dirigía sólo a él. Estaba previsto que otra persona sufriera si él no hacia nada. Alguien inocente, y seguramente joven, porque los jóvenes son mucho más vulnerables.

Ricky tragó saliva. Se culparía a si mismo, y el resto de sus días se convertirían en una verdadera agonía.

En eso el autor tenía toda la razón.

O si no, el suicidio. Notó un amargor repentino en la boca. El suicidio era la antítesis de todo aquello con lo que siempre se había identificado. Sospechaba que la persona que firmaba como Rumplestiltskin lo sabía.

De golpe se sintió como si estuviera en el banquillo de los acusados.

Empezó de nuevo a pasearse mientras evaluaba la carta. La voz interior insistía en restarle importancia, hacer caso omiso de todo el mensaje y considerarlo una exageración y una fantasía sin ninguna base real, pero era incapaz de hacerlo.

«Que algo te incomode no significa que debas ignorarlo», se reprendió.

Pero no tenía la menor idea de cómo reaccionar. Dejó de caminar y regresó a su asiento. «Locura -pensó-. Pero una locura con un inconfundible toque de inteligencia, porque provocará que me sume a ella.»

– Debería llamar a la policía -dijo para sí.

Pero se detuvo.

¿Qué diría? ¿Marcaría el 911 y explicaría a algún sargento gris y sin imaginación que había recibido una carta amenazadora?

¿Y escucharía cómo el hombre le replicaba «¿y qué?»? Hasta donde sabía, no se había infringido ninguna ley. A no ser que sugerir a alguien que se suicidara fuera alguna clase de delito. ¿Extorsión, tal vez? Se preguntó qué clase de homicidio podría ser. Le pasó por la cabeza llamar a un abogado, pero se dio cuenta de que la situación que planteaba Rumplestiltskin no era legal. Se había acercado a él en un terreno que dominaba. Sugería que se trataba de un juego de intuición y psicología; era cuestión de emociones y de miedos. Sacudió la cabeza y se dijo que podía lidiar en ese ámbito.

– Así pues, ¿qué tenemos aquí? -se preguntó en la habitación vacía.

«Alguien conoce mis costumbres -pensó-. Sabe cómo entran mis pacientes a la consulta. Sabe cuándo almuerzo y qué hago los fines de semana. Ha sido lo bastante inteligente como para preparar una lista de familiares; eso requiere bastante ingenio. Y sabe cuándo es mi cumpleaños. -Inspiró a fondo de nuevo-. Me ha estudiado. No lo sabía, pero alguien estaba observándome. Evaluándome. Alguien ha dedicado tiempo y esfuerzo a crear este juego y no me ha dejado demasiado margen para contraatacar.»

Tenía la lengua y los labios secos. De repente sintió mucha sed, pero no quería abandonar la inviolabilidad de su consulta para ir por un vaso de agua a la cocina.

¿Qué he hecho para que alguien me odie tanto? -se preguntó, y fue como un puñetazo en el estómago.

Sabía que, como muchos profesionales, tenía la arrogancia de pensar que su rinconcito del mundo se había beneficiado del conocimiento y la aceptación de su existencia. La idea de haber provocado en alguien un odio monstruoso le producía un profundo desasosiego.

– ¿Quién eres? -preguntó mirando la carta.

Empezó a repasar precipitadamente la retahíla de pacientes, remontándose décadas atrás, pero se detuvo. Sabía que tendría que hacer eso, pero de manera sistemática, disciplinada y tenaz, y aún no estaba preparado para dar ese paso.

No se consideraba demasiado cualificado para hacer las veces de policía. Pero sacudió la cabeza al percatarse de que, en cierto modo, eso no era cierto. Durante años había sido una especie de detective. La diferencia radicaba en la naturaleza de los delitos investigados y las técnicas utilizadas. Reconfortado por este pensamiento, Ricky Starks volvió a sentarse tras su escritorio, buscó en el cajón superior derecho y sacó una vieja libreta de direcciones sujeta con una goma elástica.

«Para empezar -se dijo-, puedes averiguar con qué familiar se ha puesto en contacto. Debe de ser un antiguo paciente, alguien que interrumpió el psicoanálisis y se sumió en una depresión. Alguien que ha albergado una fijación casi psicótica durante varios años.»

Sospechó que, con un poco de suerte y quizás uno o dos empujoncitos en la dirección adecuada a partir del familiar con quien se hubiera puesto en contacto, podría identificar al ex paciente contrariado. Trató de convencerse, empáticamente, de que Rumplestiltskin en realidad le estaba pidiendo ayuda. Luego, casi con la misma rapidez, descartó este pensamiento inconsistente. Con la libreta de direcciones en la mano pensó en el personaje del cuento de hadas cuyo nombre utilizaba el autor de la carta. Cruel, penso. Un enano mágico con el corazón tenebroso que no es superado en inteligencia, sino que pierde su contienda por pura mala suerte. Esta observación no lo hizo sentir mejor.