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Como mi voz me llevaba al fracaso, me dediqué a escribir las voces de otras personas…

Entonces sonó el teléfono.

El ruido de la redacción pareció intensificarse, como si alguien subiese el volumen de una radio, y luego volvió al murmullo constante y familiar. Extendí la mano y accioné el mecanismo de grabación: mi mano se movía independientemente, como si perteneciera a otra persona. Puse la mano sobre el auricular, que estaba fresco, y, muy despacio, me lo acerqué al oído. Esperé a oír la voz.

Él habló fríamente, sin prisa. No empleó un tono de familiaridad y se saltó los preámbulos. A veces se quedaba callado, y al momento siguiente se oía su voz inexpresiva.

– He estado pensando en usted -dijo.

– ¿Y?

No respondió; en cambio, dejó que el silencio llenara la línea.

– Recuerdo algo que sucedió cuando estaba en Vietnam. Yo me ofrecí como voluntario para lo que el ejército llamaba LURPS, las siglas en inglés de Patrullas de Reconocimiento de Largo Alcance. Junto a mí iban un operador de radio y otro fusilero, solos, avanzando entre la maleza con la lentitud irritante que impone la selva. Había tanta humedad en el ambiente que casi notaba la fricción del aire contra la piel de mis brazos al abrirme paso con el machete entre las enredaderas y las matas que crecían por todas partes. Era como si pudiese sentir el vapor que flotaba alrededor de mí: estábamos empapados en sudor, casi como si hubiese llovido.

»Me fascinaba la sensación de estar solo… o prácticamente solo. En realidad, la radio era nuestro único vínculo con la seguridad y, claro está, no podíamos confiar demasiado en ella. Creo que no hay nada tan estimulante, tan sensual, como caminar por tierras extrañas y peligrosas. Sentía el miedo y la excitación en todo el cuerpo. Pensaba: "Moriré aquí y nadie me encontrará jamás. Será como si hubiese desaparecido, como si me hubiera desvanecido del mundo." Pero eso nunca ocurrió, aunque más de una vez vi la muerte de cerca.

»Un día estábamos abriéndonos camino tan despacio por la espesura que pensé que la selva tendría tiempo de crecer a nuestra espalda. Una patrulla del Vietcong debía de estar acercándose en la dirección opuesta, con la misma idea que nosotros, concentrados en los matorrales y las enredaderas, tratando de avanzar otro paso.

»Yo iba en cabeza y, de pronto, oí el sonido de machetazos y el crujir de ramas, unos metros más adelante. Me detuve en el mismo instante en que el primer hombre del Vietcong debió de vacilar. Transcurrió un largo segundo: luego levanté mi fusil y disparé en su dirección. El operador y el otro fusilero hicieron lo mismo. En ese preciso momento, la vegetación que nos rodeaba comenzó a desgarrarse bajo el fuego de las automáticas de los otros: AK-47, recuerdo, por su sonido característico, como el de una hoja de papel al rasgarse. Todos debimos de ser presas del pánico simultáneamente: en un instante reinaba el silencio y al siguiente los disparos estaban despedazando la selva.

»Entonces sobrevino ese momento notable. Todo se detuvo. Se impuso una quietud súbita y total.

»Todos habíamos estado disparando ininterrumpidamente, y se nos acabaron las municiones al mismo tiempo. Entonces, del silencio surgieron esos chasquidos perversos. Bajé la vista y advertí que provenían tanto de mí como de los otros. Todos estábamos cambiando los cargadores a la mayor velocidad posible. Clic, clic, salía un cargador. Clic, clic, entraba un nuevo cargador. Comencé a reírme de todo eso: tanto temor agotado en un segundo fugaz, tanto instinto asesino. Mis carcajadas se elevaron sobre la espesura. Los otros dos me miraron y les hice una señal con la mano. Volvimos sobre nuestros pasos por el sendero que habíamos abierto, alejándonos, retirándonos. Supongo que los Vietcong hicieron lo mismo al advertir lo socialmente inapropiado que había sido nuestro encuentro. No podía contener la risa.

»Lo que siento ahora es muy similar. Sería un tópico decirle que, para mí, no hay diferencias entre la ciudad y la selva, pero es verdad. Tiendo a pensar que voy abriéndome paso por la ciudad como lo hacía en la selva: que salgo de patrulla, para buscar y aniquilar en una tierra extraña y peligrosa. Camino por las calles como usted, observando a la gente, mirándolos a los ojos, viendo cómo apartan la mirada.

»Una noche fui a una reunión de vecinos. Usted sabe cómo son: ha asistido a algunas, lo he leído en sus artículos. De hecho, he leído cada palabra que usted ha escrito. Como le decía, fui una noche, temprano, al auditorio de un colegio, el típico lugar donde se organizan esas reuniones. Hay algo en las luces fluorescentes, en los colores brillantes de las escuelas, en las banderas y las insignias, que me resulta familiar y tranquilizador. Una multitud se dirigía al interior, en grupos de dos o cuatro. Simplemente los seguí y me senté en medio del gentío: otro rostro preocupado y temeroso.

»Había un hombre sentado junto a mí. Estaba con su esposa, una mujer regordeta con el rostro enrojecido por el esfuerzo de encajonarse en un asiento diseñado para un niño. El hombre estaba furioso; tenía el ceño fruncido y la mirada fija en el estrado. Observé que apretaba los puños, luego relajaba las manos por un instante antes de volver a cerrarlas. En cierto momento, se volvió hacia mí. "Maldición", dijo, "esto ya ha durado demasiado. ¿Qué diablos pasa con la policía?" Yo asentí con aire sensato y respondí: "Creo que no están haciendo todo cuanto deberían." La cabeza del tipo subió y bajó en señal de asentimiento. "Tiene mucha razón", dijo. "Tiene toda la razón", y murmuró la misma frase varias veces más.

»Para entonces, el auditorio estaba casi lleno. Entonces un hombre subió al escenario. Parpadeó ante las luces por un momento y luego se presentó. Era un político. Agradeció a todos su asistencia e hizo algunos comentarios acerca de la policía. Aseguró que confiaba en ellos. Estaba convencido de que hacían cuanto podían. Luego presentó a un oficial de uniforme, la clase de oficial de alto rango que conocí en el ejército, que tiene acceso a información clasificada y sin embargo no entiende una palabra de ella.

»Subió al estrado y permaneció allí, balanceándose ligeramente adelante y atrás, observando a la multitud. Pronunció un breve discurso sobre todas las horas hombre y los detectives que se están destinando al caso; lo mismo que usted ha dicho en sus artículos. Mi vecino repetía todo el tiempo: "Tonterías. Tonterías. Ve al grano." Pero el policía no fue al grano. Sólo dijo: "Sé que es difícil conservar la calma, pero la policía está siguiendo cada pista, por pequeña que sea. Se están analizando todas las pruebas. Tenemos equipos investigando los registros del Pentágono."

»Se ofreció a responder preguntas del público, aunque advirtió que no podía entrar en detalles. Observé que la gente se rebullía en sus asientos por unos instantes, indecisa. Luego, uno tras otro, comenzaron a ponerse en pie y a formular preguntas. ¿Esperaban detener al culpable? ¿Cuánto habían avanzado los que investigaban los registros? ¿Por qué la policía parecía incapaz de actuar hasta que aparecía una nueva víctima? Creo que a usted le habría gustado estar allí: eran preguntas pertinentes, difíciles. El policía estaba notoriamente incómodo bajo las luces y se cubría los ojos para poder ver a quienes hacían las preguntas.

»Daba pocas respuestas y, cuantas más dudas dejaba sin aclarar, más furiosa se ponía la gente. Era contagiosa la indignación que mostraban todos aquellos padres y madres, maridos y esposas de clase media. A medida que el policía eludía sus dardos verbales, más se rebelaban ellos. La gente comenzó a gritar desde sus asientos; ya no se ponían de pie para hablar por turnos. Se oyeron algunas obscenidades que explotaron entre la multitud como granadas, aumentando la indignación.

»Vi que el rostro de mi vecino también se crispaba. "¿Por qué no hay patrullas de refuerzo por las noches?", gritó. Cuando el policía comenzó a hablar de la escasez de efectivos, lo hicieron callar a gritos. Finalmente, ya no puede reprimirme más; tuve que unirme a ellos. Fue como si oyese mi propia voz desde algún otro lugar, quizá como una grabación. "Lo que queremos saber -grité, por encima del bullicio-, es una cosa. ¿Cómo es posible que un solo hombre sea capaz de tomar a toda una ciudad como rehén? ¿Es que la policía, con todos los cientos de miles de dólares que pagamos de impuestos, no puede hacer nada?"