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»Parece ser que un tipo pasó por el salón de billar después del trabajo y perdió una buena parte de su paga. Tenía que pagar el alquiler a fin de mes y las facturas de los servicios públicos, debía dinero a la tienda de comestibles, ya no tenía crédito en el supermercado, ese tipo de cosas. Entonces, como era de esperarse, el hombre y su esposa comenzaron a gritarse, lo suficiente para que los vecinos lo oyeran casi todo. En cierto momento, la mujer le arreó una bofetada. A él eso no le hizo mucha gracia, así que le devolvió el golpe, justo en la boca. Y le gustó, ¿sabes?, así que decidió seguir golpeándola. Ella comenzó a retroceder hasta que se encontró arrinconada contra el fregadero de la cocina.

»El tipo se estaba poniendo muy violento, estaba a punto de pegarle una buena paliza. Entonces ella agarró lo primero que encontró, que resultó ser un enorme cuchillo de cocina, y le lanzó un golpe con él. Le dio en el cuello y le seccionó la yugular. Él se desplomó a sus pies.

»Ella se quedó allí, llorando y gritando, hasta que los vecinos llamaron a la policía. El tipo se debe de haber desangrado en un par de segundos. Bueno, la policía llegó, sacó fotos, le tomó declaración allí mismo y la acusó de homicidio. Se la llevaron al centro de detención femenino. Tomé una buena foto de la policía llevándosela de la casa: en la imagen ella tiene una expresión confundida y angustiada. Cuando la subieron al coche patrulla, ella pidió ayuda. ¿Sabes a quién llamó? A su marido, el hombre que acababa de matar.

Me miró desde el otro lado del escritorio, se levantó un faldón de la camisa, limpió una de las lentes con él y luego miró a través de ella. Al cabo de un instante, prosiguió:

– Le pregunté a uno de los policías cuántos homicidios habían cometido últimamente, sin contar los de nuestro muchacho, claro está. Me miró y dijo: «Bueno, los de costumbre. Por lo general matan a alguien cada noche.» Entonces se me ocurrió algo: no habría diferencia. Ninguna diferencia en absoluto. No hace falta que atrapen al asesino.

Se quedó callado.

– No te sigo -dije.

– Supón -explicó- que ignorásemos al asesino, que lo dejáramos continuar con lo que está haciendo. Eso no cambiaría el promedio anual. Es decir, se cometerá la misma cantidad de asesinatos en la ciudad, haga lo que haga el asesino. En realidad, él no es más que otra estadística. Otro acto de furia entre otros cientos. El marido de esa mujer está tan muerto como cualquiera de las víctimas del asesino. También lo estaba el tipo que mataron la noche anterior, y lo estará aquel al que maten esta noche. Él no es distinto de los demás: sólo más consciente de sus actos. -Porter se enderezó y soltó una risotada-. ¿Te das cuenta de lo cínicos que nos volvemos?

Pero yo no participé de su humor.

Sin embargo, su historia me dio una idea. Esa noche acudí con un equipo del departamento de homicidios al escenario de otro crimen: un homicidio en un bar del gueto del centro. El muerto estaba tendido boca arriba con una navaja clavada en el pecho. Las luces intermitentes de un anuncio de cerveza que había en la ventana se reflejaban en la sangre que manchaba el suelo del bar. Al fondo, se oían los golpes de un taco contra las bolas: dos parroquianos jugaban al billar, ajenos al espectáculo macabro pero común que se desarrollaba ante ellos.

En otro rincón, una prostituta observaba con expresión de rabia contenida a los detectives y al forense que trabajaban rápida y eficientemente junto al cadáver. El sospechoso ya estaba esposado en el asiento trasero de un coche patrulla, mirando por la ventanilla a la multitud de curiosos que se había congregado alrededor.

Escribí todo eso y enumeré los asesinatos perpetrados en la ciudad desde el primero de los crímenes del asesino. El artículo apareció en primera plana bajo el título:

LOS HOMICIDIOS «CORRIENTES» CONTINÚAN.

Como era un día de pocas noticias, me concedieron mucho espacio.

Me encontré con Porter después de la publicación del artículo. Me sonrió desde el otro extremo de la oficina e hizo el gesto universal con el pulgar levantado. El jefe de redacción me envió una nota por el correo interno; decía: «Buen artículo. Ayuda a ver las cosas con la debida perspectiva.»

Sin embargo, me pregunté algo: si hubiese sido el asesino quien entró en ese bar y hubiese matado al hombre con su 45, ¿el juego de billar se habría interrumpido?

Porter encontró la fotografía que había descrito el asesino. Pasé una tarde sentado a mi escritorio, mirándola, dejando volar mi imaginación, oyendo en mi mente las explosiones de las bombas. También pensé en mi padre. Me pregunté cuántos niños habrían llorado después de cada uno de sus ataques. Imaginé a mi padre encorvado sobre los mandos del B-52, contemplando a través de la mira de bombardeo… ¿qué? ¿Una ciudad? ¿Un ferrocarril? ¿Una fábrica? Para él serían formas sin sustancia, como dibujos en una hoja de papel. Él leería las coordenadas de un plan de ataque, ajustaría la mira en el morro del avión y, en el momento justo o lo más aproximado posible, soltaría la carga. Cerca del avión estallarían los proyectiles antiaéreos y éste saldría propulsado a mayor velocidad, más ligero después de soltar las bombas, alejándose de la furia y del humo, hacia el cielo y las nubes.

Casi todas sus misiones arrancaban del norte de África; mi padre despegaba de una pista de tierra entre colinas polvorientas y atravesaba el Mediterráneo hacia Italia y Sicilia. Imaginé qué sentiría allí suspendido entre el azul del mar y el azul infinito del cielo. Supuse también que habría vivido momentos de terror, cuando parecía que la tierra se acercaba a él vertiginosamente y el aire se estremecía con las explosiones. Él nunca hablaba mucho de la guerra en sí. En cambio, hablaba del regreso, las celebraciones y los desfiles, la exaltación de la victoria antes del retorno a la rutina. Según me contó, fue una época embriagadora, de euforia y ligereza de espíritu. Lo maravillaba el simple hecho de estar intacto, de que todos sus órganos y sus extremidades funcionasen correctamente. Casi sentía la sangre correrle por las venas. Entonces le hizo una visita su hermano, que aún estaba hospitalizado, recuperándose de la pérdida de su ojo.

Sentado en mi escritorio, levanté una mano y me tapé con ella el ojo derecho. Paseé la vista por el hervidero de actividad de la redacción. Tuve que volver la cabeza para verlo todo: reporteros trabajando al teléfono, redactores frente a los terminales de ordenador. Imaginé a mi tío volviendo la cabeza al oír que se abría la puerta de su cuarto de hospital.

Por un instante, el bullicio de los teléfonos y las voces se desvaneció e intenté representarme en la mente a los dos hombres, frente a frente. ¿Qué se dijeron? Uno, intacto; el otro, mutilado. Sus vidas discurrían por caminos diferentes.

Cuando yo era niño, el mediano de los tres hermanos, mi padre dirimía nuestras disputas con un simulacro de juicio. Cada uno de nosotros tenía unos minutos para explicar su punto de vista. Mi hermano hablaba con rapidez y entusiasmo; exponía hechos, impresiones y deseos de forma lineal. De su boca salía un torrente de palabras rápidas y persuasivas. Mi hermana hablaba entrecortadamente, vacilaba; el llanto le quebraba la voz y, finalmente, recurría al argumento más persuasivo de todos: corría a arrojarse en brazos de mi padre. En cuanto a mí, la furia invadía mi cerebro, impidiéndome dar con las palabras que buscaba, bloqueando todas las razones, los argumentos. Titubeaba y balbucía… y perdía. Mi padre, sentado ante su escritorio, golpeteando distraídamente con un lápiz un bloc de papel, tomaba sus decisiones, emitía sus opiniones. No era un hombre severo ni injusto. Era un hombre de códigos y reglas. Yo tenía la impresión de que sus decisiones venían de arriba, de que eran inviolables y precisas…, tan explosivas como las bombas que lanzaba desde su puesto en el bombardero, sobrevolando el horror en una reducida cabina de plexiglás.