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– Tiéndele una trampa -dijo. Martínez también me miró.

– Hazlo -dijo-. Tiéndele una trampa.

– Lo pensaré -respondí.

Les di la espalda y los dejé en el bar. Salí al atardecer, bajo un cielo negro azulado sin nubes. Aspiré profundamente, llenándome los pulmones con el calor residual del día, que desplazó el aire estancado del bar. Sentí un súbito mareo al recordar las palabras de los detectives. Éstas se confundieron con las de mi padre y las de Christine. Vi al marido de la mujer asesinada, tambaleándose de dolor, amenazando al vacío en el bar, confundido por su propia impotencia.

12

Esa noche regresé tarde a la oficina. Al entrar en la redacción, percibí la vibración de las rotativas en el suelo, mientras los ejemplares de la primera edición atravesaban la red de catacumbas de máquinas clasificadoras y montadoras. El temblor continuo ascendía por mis piernas y mi cuerpo; al sentarme frente a mi máquina de escribir, sentí que formaba parte de una enorme maquinaria.

Más temprano, Porter y yo habíamos estado en el apartamento de la mujer asesinada. Llamamos a otras puertas, hablamos con los vecinos. Parecían resignados; había cierta tristeza en sus rostros y voces. Ese mismo día, habían visto a los agentes de policía; habían hablado con los detectives, que les habían formulado muchas de las mismas preguntas que yo les hice entonces. Sabían que la mujer había muerto a manos del Asesino de los Números e intentaban no sucumbir al temor después de lo que había ocurrido tan cerca de ellos.

Era una mujer dulce, amable, decían. Siempre tenía una sonrisa a flor de labios, siempre saludaba amigablemente. Sin embargo, era una mujer que, en general, se ocupaba de sí misma y de su hija. No encontré a nadie en el complejo que fuera su amigo. ¿Recibía visitas?, pregunté. Ninguna, respondió la vecina de al lado, una mujer de mediana edad, con el cabello peinado hacia atrás y recogido con un pañuelo blanco. Su esposo estaba detrás de ella y ambos ocupaban el vano de la puerta, reacios a salir al rellano, como si no quisieran abandonar su santuario. Era callada, dijo el hombre; hablaba poco.

Transcribí sus palabras, decidido a citarlas en la entradilla. Me sentía como si participara en una danza muy refinada, una pieza isabelina llena de saludos, reverencias y floreos. Llamaba a las puertas, anotaba las respuestas. Sabía qué dirían los vecinos; podría haber adivinado sus palabras de antemano. Sin embargo, eso formaba parte del ritual periodístico de la muerte. Los reporteros deben interrogar a los vecinos, que siempre aseguran que las víctimas eran calladas y no hablaban mucho con ellos. Entonces los periodistas incluyen este dato en sus artículos.

Detrás de mí, Porter tomaba fotografías, maldiciendo la iluminación del lugar; el flash resplandecía una y otra vez, otro paso de la danza. No tardamos mucho en localizar al encargado del edificio. Era un hombre mayor; caminaba con lentitud y parsimonia, pasándose la mano por la cabeza para apartar de sus ojos los mechones grises. Me informó de que la mujer pagaba el alquiler con puntualidad, que rara vez se quejaba. Él le había reparado una vez un inodoro obstruido, y ella le había mostrado fotos de su familia, que vivía en la Costa Oeste. Él tampoco había visto nunca que ella recibiese a amigas ni a hombres.

Al principio, se resistió a dejarnos entrar en el apartamento (propiedad privada, decía), pero insistí, intenté engatusarlo y, finalmente, descubrí que lo más eficaz era un billete de veinte dólares.

– Cinco minutos, nada más. Como máximo -nos advirtió mientras se guardaba el dinero en el bolsillo de la camisa-. Lo justo para que echen un vistazo, eso es todo. Y no toquen nada.

Abrió la puerta después de asegurarse de que no hubiese algún vecino en el pasillo. Parecíamos ladrones, ansiosos por robar algunos detalles, un poco de sustancia, para que la mujer pudiera revivir en la mañana, en las columnas impresas del periódico. No bien habíamos entrado, oí el chasquido de la cámara de Porter.

En una pared había una hilera de fotos; la mujer y su hija, bajo un árbol, sobre una extensión de césped. Vi otras, más pequeñas: imágenes de la niña desnuda, gateando; la madre, meciéndola en sus brazos. Había un retrato de la familia: reconocí al esposo y supuse que los demás serían parientes. Todos miraban a la cámara, sonrientes.

Me aparté y examiné el interior del apartamento. Había dos dormitorios pequeños, ambos inmaculados, decorados con encajes y colorines. Un hogar femenino, pensé. Sobre la cuna de la niña colgaba un móvil de animalitos de plástico, leones y elefantes. Junto a la cama de la mujer, había un best seller abierto, un libro de autoayuda. Anoté el título, tomé e! libro y leí la máxima: «Vive cada día como si fuese un nuevo reto.» También escribí esta frase.

El anciano comenzaba a impacientarse. Me dirigí a la cocina. Había potitos y bandejas de comida preparada dentro de la nevera. Pegado a la puerta de ésta, había un papel con un plan de dieta. En la sala vi una cadena de música, cintas y discos. Les eché una ojeada rápida; databan de finales de los sesenta: el sonido de California, rock and roll. Todo estaba ordenado, cada cosa en su lugar. Los muebles eran modernos pero no llamativos, de los que se compran en los almacenes que venden a precio de fábrica. Había dos pósters en las paredes, Con marcos de metal: uno de la activista Carita Kent con el mensaje «Tratad a los demás…» y una reproducción del famoso cuadro de Sacco y Vanzetti pintado por Ben Shahn. Me pregunté si ella sabría quiénes eran.

El encargado estaba en la entrada, haciéndonos señas con las manos para que saliésemos del apartamento. Asentí y crucé la puerta. Porter salió tras él.

– Ha sido difícil -me dijo-, pero he tomado fotos de los retratos de las paredes y de los dos dormitorios. Creo que saldrán bien.

El encargado nos preguntó si deseábamos algo más. Parecía irritado. Le respondí que su noche no había hecho más que comenzar, que pronto sería emitido el comunicado de prensa y que probablemente la gente de televisión invadiría el lugar tratando de llegar antes del plazo de las once de la noche a fin de conseguir material para el último noticiario. Mientras se lo decía, vi que la primera furgoneta de la televisión entraba en el aparcamiento.

Nos marchamos. Sin embargo, antes de subir a nuestros coches, Porter se volvió hacia mí y sacudió la cabeza.

– ¿Te das cuenta -dijo- de que todas las víctimas son gente de lo más común y corriente? Salvo para quienes los conocen, creo.

Agachó la cabeza y se sentó al volante. Cerró de un golpe la puerta, que cortó sus pensamientos como un cuchillo.

Entonces supe por qué el asesino había esperado tanto para llamar. Era una prueba. Quería ver cuánto tardaba la policía en identificar a la mujer.

Esa noche, cuando regresé a la oficina, el plazo estaba a punto de cumplirse; no había tiempo para pulir las palabras. Colocaba una hoja en blanco tras otra en la máquina de escribir. Nolan seguía allí, atento al artículo, revisando cada página que salía de mi máquina con el ordenador. Hablaba poco; sólo me exhortaba de vez en cuando a que me diera prisa.

La víctima más reciente del llamado Asesino de los Números ha sido identificada por la policía como una mujer divorciada que residía en un complejo de apartamentos de la zona este.

Los amigos y vecinos de Susan Kemp la describen como una mujer amistosa y sociable, que vivía un tanto aislada en su apartamento. Se volcaba, según dicen, en el cuidado de su hija Jennifer, de veintiún meses.

El ex marido de la víctima, el empresario de Tampa Martín Kemp, llegó ayer a Miami para hacerse cargo de la niña y proceder a la identificación del cuerpo de la mujer.

La policía sigue investigando los medios de los que se sirvió el asesino para raptar a la señora Kemp y los motivos que condujeron al crimen. Por el momento, el asesino no ha vuelto a telefonear para exponer su versión de los hechos, como hizo después de cada uno de los asesinatos anteriores.