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– La policía dice que no debemos portar armas -susurró-, pero…

Levantó su camisa y me mostró la culata nacarada de un Colt 32 que sobresalía de la cintura del pantalón. Se rió, y su voz llenó el interior del vehículo para luego salir por las ventanillas hacia la oscuridad.

Él también se convirtió en parte del artículo. Asistí a una reunión de un grupo cívico: todos los oradores, uno tras otro, pusieron en duda los esfuerzos de la policía por encontrar al asesino. La reunión se celebró en el gimnasio de un instituto. Levanté la vista hacia el techo y, a través de las luces, vi colgada una enorme pancarta de la temporada de campeonatos. Todas las palabras parecían iguales esa noche; iguales que las que había oído de boca de la gente en la calle, de los hombres del automóvil, de todo el mundo. Una mujer se puso en pie y miró a la multitud. Vi que su rostro se contraía mientras luchaba con sus pensamientos. Finalmente, habló.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó.

Yo pensé: nada. No se puede hacer nada. Anoté sus palabras en mi libreta y mantuve mi pesimismo fuera del artículo.

Los políticos locales también tuvieron su oportunidad de hablar. Hubo una serie casi interminable de conferencias de prensa y un gran despliegue publicitario; acompañaban a la policía, portaban armas en las reuniones en el ayuntamiento. Ellos también llegaron a formar parte de la historia.

Además, estaba el papel que yo desempeñaba.

En una reunión similar había una mujer menuda (debía medir un metro cincuenta) pero con una voz aguda y potente que contrastaba con su estatura. Tenía el rostro crispado, y las arrugas de su frente parecían trazadas con un bolígrafo. Cuando le formulé una pregunta, me miró fijamente, con la boca abierta, como si estuviese haciendo memoria.

– ¡Usted habló con él! -exclamó finalmente. Asentí, y ella prosiguió:

– ¡Es a usted a quien llama!

Volví a asentir.

Su voz se elevó por encima del bullicio del auditorio; se congregó una multitud y sentí una repentina oleada de calor cuando los cuerpos comenzaron a apiñarse en torno a mí. Porter estaba cerca; podía oír el sonido de su cámara.

– ¿Por qué no le dice que deje de matar? -inquirió la mujer-. ¿Por qué no lo hace parar?

Su voz se había convertido en un chillido al que se sumaron las expresiones de aprobación de quienes la rodeaban.

– Lo he intentado -respondí.

– ¡Pues vuelva a intentado! -gritó-. ¡Siga intentando!

– ¿Cómo? -pregunté.

Pero la mujer había apartado la mirada; temblaba de furia y lloraba. Un hombre corpulento blandió el puño.

– ¡Dígale que lo esperamos! ¡Dígale que no tenemos miedo!

Pensé en lo simple que era todo. El miedo engendra esas reacciones básicas: el hombre amenazado responde con agresividad, se pavonea; la mujer, realista a su manera, responde con angustia.

Porter hizo un comentario muy acorde con mis pensamientos.

– Por una vez -dijo, sonriendo-, quisiera ver a un tipo retorciéndose las manos, con lágrimas en los ojos, gimiendo: «¿Qué puedo hacer?», mientras su esposa da un paso al frente, agita el puño ante nosotros y dice: «Estoy lista para plantarle cara a ese desgraciado, maldito sea. ¡Que venga!» -Soltó una carcajada y continuó tomando fotografías de la reunión.

Esa noche, frente a mi máquina de escribir, me vinieron a la cabeza las palabras de la mujer. «Vuelva a intentarlo, insista.» Pero ¿cómo podía hacer eso? Lo borré de mi mente y comencé a escribir el artículo del día siguiente.

Wilson llamó una noche, mientras me disponía a marcharme de la oficina.

– Tengo algo que tal vez te interese ver -dijo.

Salí a la oscuridad de las calles de Miami. La negrura parecía brillar, viva en medio de las leves ráfagas de viento. Tuve la impresión de que podía extender la mano y tocar la noche, tomar grandes puñados de aire. Atravesé el centro de la ciudad; las luces delanteras del automóvil se mezclaban con las de la calle, abriendo claros de luz entre las sombras. Wilson me esperaba a la entrada de la jefatura.

– Vamos -dijo-. Es hora de que amplíes tus horizontes.

Rió de la frase hecha y me guió a través de la entrada. La intensidad de las luces fluorescentes me deslumbró por un instante, y parpadeé mientras nos dirigíamos a un ascensor. Las miradas de los policías me siguieron por el vestíbulo.

Salimos del ascensor en la planta del departamento de homicidios pero, en lugar de entrar en la oficina principal, Wilson me llevó por un pasillo lateral. Las paredes estaban pintadas de blanco y no había señales ni letreros, nada que indicara adónde conducía. Seguí al detective por el centro del pasillo, pues él no dejaba espacio suficiente para que pudiese caminar a su lado. Finalmente, se detuvo frente a una puerta marrón sin identificación alguna.

– Bien -dijo-, no hagas nada hasta que todo haya terminado. No hagas movimientos bruscos, ni enciendas ningún cigarrillo. Limítate a observar, ¿vale? Escucha y aprende.

Abrió la puerta rápidamente y ambos entramos en una habitación en penumbra. Había sólo una luz, tan tamizada que apenas se distinguían las sombras de los hombres que estaban allí. Vi una mesa sobre la que había una grabadora. Un hombre estaba sentado junto a ella, observando girar las bobinas, pero mi atención se dirigió de inmediato a la ventana. Medía aproximadamente medio metro por uno y, a través de ella, se podía ver una habitación contigua inundada de luz.

– Es un espejo unidireccional -murmuró Wilson.

En ella había un joven sentado a una mesa. Tenía cabello largo, castaño rojizo, una barba rala y los ojos oscuros. Se secaba la nariz constantemente con el dorso de la mano, restregándose el rostro en un movimiento lento y mecánico. Al hablar, sacudía la cabeza, intentando seguir la mirada de los dos detectives que estaban con él. Uno de ellos era Martínez, que tenía la corbata floja y el primer botón de la camisa desabrochado. Su chaleco entreabierto dejaba al descubierto su pistolera vacía. El otro detective, también en mangas de camisa, estaba sentado en una silla, recostado en el respaldo, con los brazos cruzados y una expresión escéptica y furiosa.

– Muy bien -dijo Martínez-, cuéntanoslo todo de nuevo, ¿quieres, Joey?

Comenzó a pasearse por la habitación, a espaldas del joven; se detenía y luego continuaba, variando la velocidad, mirando hacia el techo, hacia el suelo, clavando la vista en el hombre que estaba sentado a la mesa.

– ¿Qué es lo que quieres de mí? -soltó el hombre-. Yo lo hice. Yo me cargué a todos y cada uno de ellos. ¿Qué más necesitan?

Su voz sonaba entrecortada, tensa, y adquiría un timbre metálico al salir por el altavoz instalado en el techo.

– Primero a la chica, después a los viejos, ahora a la mujer y la criatura. Ya me he cansado de esto.

– ¿Por eso te has entregado? -preguntó Martínez.

– Sí.

– ¿Dónde está la pistola?

– La arrojé a un canal.

– ¿Qué canal?

– No lo sé. ¿Cómo quiere que lo recuerde?

– ¿Cuándo?

– Antes de venir aquí.

– ¿Y no lo recuerdas? Vamos, Joey.

– Les digo que no lo recuerdo.

– ¿Cómo has llegado aquí?

– Caminando.

– ¿Por dónde?

– Desde los suburbios.

– Por allí no hay canales.

– Sí, había uno -insistió, en tono suplicante.

– Está bien, Joey; háblame de la muchacha.

– ¿Qué quiere que le diga? La maté.

– Tienes que esforzarte un poquito más.

– Muy bien -dijo el hombre, después de un momento-. También la violé.

Martínez negó con la cabeza.

– ¿Por qué llamaste al periódico, Joey?

– Quería contárselo. Quería que todos se enterasen.

– ¿Porqué?

– Para que supieran que soy importante.

– ¿Matar te hace sentir importante, Joey?

– Así es.

– ¿Te sientes importante ahora?

El hombre vaciló y se frotó la nariz con fuerza.

– Claro -respondió.

Sonrió a los detectives. Vi que Martínez hacía una señal a su colega con la cabeza. De pronto, éste estalló; levantó el brazo y descargó un golpe en la mesa, a pocos centímetros de las manos de Joey. La palmada resonó en la pequeña habitación.