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Dijo esto, sabiendo que Millie no podía ir a buscarlo porque estaba en combinación.

– Desde luego. Voy a buscarlo en seguida… Señorita Pole, atienda a la señora.

Al quedarse a solas, las dos muchachas se sonrieron. – ¿Le agrada el empleo, ahora que lo tiene?

– No es exactamente lo que yo suponía, señorita. – ¿No le da satisfacciones?

– Creo que nada es como nos lo figuramos. Naturalmente, podría ser peor.

– He entrado para volverla a ver a usted.

– ¿De veras? Pero espero se quedará con el traje, señorita. Le sienta como pintado y es adorable.

– Si no anda con cuidado la enviarán a la sección de ventas, Millie.

– ¡Oh, no iría! No se reciben más que cumplidos. – ¿Dónde está el corchete?

– Aquí. No hay más que uno solo y puede cerrarlo usted misma, con un poco de esfuerzo. He leído lo de su hermano, señorita. ¡Es horroroso!

– Sí – contestó Dinny, quedándose de hielo bajo su combinación. De repente cogió la mano de la muchacha, la apretó y exclamó -: ¡Buena suerte; Millie!

– ¡Buena suerte a usted, señorita!

Acababan de dejarse las manos cuando volvió la empleada. – Siento haberla molestado – dijo Dinny con una sonrisa -, pero me he decidido por éste, si puedo permitírmelo. El precio es aterrador.

– ¿Usted cree, señora? Es un modelo de París. Veré si puedo convencer al señor Better para que haga algo por usted. este es su traje. Señorita Pole, vaya a decirle al señor Better que venga, ¿quiere?

La joven, que ahora llevaba puesto el modelo blanco y negro, salió.

Dinny, ya ataviada con su propio traje, preguntó

– ¿Permanecen mucho tiempo con ustedes sus maniquíes?

– Bueno, no. Quitarse y ponerse trajes todo el día es una ocupación que impacienta bastante.

– ¿Y qué es de ellas?

– De un modo u otro, acaban casándose.

¡Cuánta discreción! Algo más tarde, cuando el señor Better – un hombre flaco, de cabellos grises y modales perfectos – hizo saber que apara la señora» reduciría el precio a de terminada cantidad, que aun así continuaba siendo espantosa, Dinny dijo qué decidiría el día siguiente y salió bajo el pálido sol de noviembre. Le quedaban seis horas. Se encaminó en dirección al North-West, hacia los Meads, intentando calmar su ansiedad pensando que todos los que pasaban a su lado, cualquiera que fuese su aspecto, tenían también la suya. Siete millones de personas, todas angustiadas de un modo u otro. Algunas demostraban estarlo, otras no. Se contempló el rostro, reflejado en el cristal de un escaparate y decidió que ella era de las que no lo demostraban; sin embargo, ¡qué apesadumbrada se sentía! Desde luego, el rostro humano era una máscara.

Llegó a Oxford Street y se detuvo al borde de la acera, esperando el momento de cruzar la calle. Muy cerca suyo estaba la cabeza blanca y huesuda de un caballo de tiro. Comenzó a acariciarlo en el cuello, deseando haber tenido un terrón de azúcar. El caballo no le hizo caso y tampoco se lo hizo su dueño. ¿Por qué habría debido hacérselo? Desde el primero hasta el último día del año pasaban y se paraban, se paraban y pasaban por aquel maelstrom, lentamente, pacientes, sin esperanza de liberación, hasta que los recogieran en el suelo, agotados, y se los llevaran.

Un urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas, el cochero sacudió las riendas y el caballo avanzó, seguido de una larga procesión de coches. El urbano invirtió nuevamente la dirección de sus mangas, y Dinny atravesó la calle, se dirigió hacia Totenham Court Road y allí se detuvo de nuevo, aguardando. ¡Qué intrincado hervidero de criaturas y de coches! ¿Hacia qué fin se encaminaban y qué designio secreto servían? ¿A qué se reducía todo? Una comida, un cigarrillo, un instante de la así llamada «vida» en algún cine y una cama al terminar el día. Un millón de oficios ejercidos con fidelidad e infidelidad para poder comer, soñar un poco, dormir y volver a empezar. Allí parada se sintió invadir tan fuertemente por una sensación de la inexorabilidad de la vida, que no pudo retener una exclamación. Un hombre robusto le preguntó

– Usted perdone, ¿le he pisado un pie, señorita? Mientras sonriendo decía que no, el urbano invirtió la dirección de sus mangas blancas y ella cruzó la calle. Llegó a Gower Street y superó rápidamente su singular desolación. «Un río más, un río más que atravesar, y se encontró en los Meads, con su laberinto de callejuelas miserables, de arroyos, de vida infantil. En la Vicaría, su tío y su tía estaban por una vez en casa los dos y se disponían a sentarse a la mesa. También Dinny se sentó. No retrocedía ante la idea de discutir con ellos la «inminente operación». Ellos siempre vivían entre problemas. Hilary dijo

– El viejo Tasburgh y yo convencimos a Bentwarth para que hablase con el Secretario de Estado y, anoche, el «Squire» me envió este billete: «Todo cuanto Walter ha querido decir, es que tratará el asunto desde el punto de vista de la justicia, sin contemplaciones para con lo que él llama el "rango" de su sobrino… ¡qué palabra! Siempre he dicho que el individuo hubiese tenido que seguir siendo liberal.»

– ¡Desearía que tratara el asunto desde el punto de vista de la justicia! – exclamó Dinny -. Si lo hiciera así, Hubert estaría salvado. ¡Detesto esa forma de lisonjear a lo que ellos llaman la Democracia! A un cochero le concederían el beneficio de la duda.

– Es una relación contra los tiempos antiguos, Dinny, y ha ido demasiado lejos, como sucede con todas las reacciones. Cuando yo era muchacho, aún había algo de verdad en la acusación que se formulaba en contra de los privilegios. Ahora es todo lo contrario: una posición elevada es una desventaja frente a la Ley. Pero no hay nada tan difícil como gobernar entre la corriente: uno quiere ser justo y no lo logra.

– Mientras venía hacia aquí, he estado pensando en varias cosas, tío. ¿De qué ha servido que tú y Hubert, papá y tío Adrián y millones de otras personas hayáis cumplido lealmente con vuestro cometido? Aparte de lograr pan y vino, desde luego.

– Pregúntaselo a tu tía.

– Tía May, ¿de qué sirve?

– No lo sé, Dinny. Me han enseñado a creer que sirve de algo, de modo que continúo creyéndolo. Si tú te casaras y tuvieras familia, probablemente no harías tales preguntas.

– Ya sabía que tía May evitaría contestarme. Hazlo tú, tío. – Bueno, Dinny, yo tampoco lo sé. Como dice tu tía, nosotros hacemos lo que estamos habituados a hacer, y eso es todo.

– Hubert dice en su Diario que una atención hacia los demás es una atención hacia consigo mismo. ¿Es verdad?

– Es un modo más bien imperfecto de exponer la cuestión. Yo prefiero decir que dependemos tanto los unos de los otros que, para cuidarnos de nosotros mismos, es necesario no descuidar a los demás.

– Pero, ¿vale la pena?

– ¿Quieres decir si vale la pena vivir? – Sí.

– Después de cincuenta mil años (Adrián dice que por lo menos un millón) de vida humana, la población del mundo es, en modo notable, mucho más abundante de cuanto jamás haya sido. Pues bien, considerando todas las miserias y las luchas del género humano, la humanidad, tan consciente como está de sí misma, ¿habría continuado si no valiese la pena vivir?

– Creo que no – repuso Dinny, pensativa -. Pienso que en Londres uno pierde el sentido de las proporciones.

En ese momento entró la doncella.

– El señor Cameron desearía verle, sir.

– Hágale pasar, Lucy. Te ayudará a volverlo a encontrar, Dinny. Es una prueba ambulante del inextinguible amor a la vida. Ha tenido todas las enfermedades que existen debajo del sol, incluyendo una enfermedad ovejuna, y por si esto fuera poco, ha estado en tres guerras, ha sufrido los efectos de dos terremotos y ha hecho toda clase de trabajos en todas las partes del mundo. Ahora está sin empleo y sufre una enfermedad del corazón.

El señor Cameron entró. Era un hombre bajo y demacrado, sobre los cincuenta, de ojos célticos, grises y brillantes, cabellos oscuros algo canosos y nariz ligeramente ganchuda.