Jean
¡Un manual de conversación turca! Este primer indicio de la dirección hacia la que estaban trabajando sus mentes hizo trabajar también a la de Dinny. Se acordó de haber sabido por Hubert que hacia el final de la guerra había salvado la vida a un oficial turco con quien habíase mantenido en relación.¡ De modo que el refugio debía de ser Turquía! Pero el proyecto era desesperado. Seguramente no llegarían a eso. ¡No podía ser! De todos modos, a la mañana siguiente fue al museo.
Adrián, a quien no había vuelto a ver desde el día del encarcelamiento de Hubert, la acogió con su habitual y tranquila solicitud y ella tuvo una gran tentación de confiarse a él. Jean debía saber que el pedirle consejo a propósito del manual de conversación turca excitaría seguramente su curiosidad. No obstante se refrenó y se limitó a decir
– Tío, ¿no tienes un manual de conversación turca? Hubert quisiera matar el tiempo refrescando su turco.
Adrián la miró y guiñó el ojo.
– No tiene ningún turco que refrescar. Pero, aquí lo tienes – y sacando un librito de un estante, añadió – ¡Serpiente! Dinny sonrió.
– Conmigo malgastas tu astucia – añadió él -. Sé todo lo que se puede saber.
– ¡Dímelo, tío!
– Hallorsen está metido en eso. -¡Oh!
– Y puesto que mis movimientos dependen de los suyos, he tenido que sumar dos más dos. De ese modo dan cinco, Dinny, no obstante lo cual deseo sinceramente que la suma no sea necesaria. Pero Hallorsen es un buen amigo.
– Lo sé – repuso Dinny, tristemente -. Tío, dime exactamente qué están planeando.
Adrián movió la cabeza.
– Ni ellos mismos pueden decirlo con precisión, hasta que no sepan cómo habrá de ser trasladado Hubert. Todo cuanto sé es que los bolivianos de Hallorsen volverán a Bolivia, en vez de ir a los Estados Unidos, y que se está construyendo un cajón muy extraño, bien acolchado y bien ventilado, para guardarlos. – ¿Quieres decir los huesos bolivianos?
- O, posiblemente, unas copias de ellos. También están haciéndolas.
Dinny le miraba, temblorosa.
– Las copias – añadió Adrián – las hace un hombre que cree estar reproduciendo unos siberianos, y no sabe que son para Hallorsen. Han sido pesadas muy cuidadosamente y han dado un total de ciento cincuenta y dos libras, lo cual se aproxima peligrosamente al peso de un hombre. ¿Cuánto pesa Hubert? – Ciento cincuenta y cuatro libras, más o menos.
– Exactamente. – Continúa, tío.
– Habiendo llegado a este punto, no tengo inconveniente en exponerte mi teoría, cualquiera que sea su valor. Hallorsen y su. cajón lleno de copias viajarán en el mismo buque en que viajará Hubert. En un puerto cualquiera de apaña o Portugal, Hallorsen bajará del barco con el cajón dentro del cual estará Hubert. Habrá buscado el medio de quitar las copias y de tirarlas por la borda. Los huesos auténticos le estarán esperando y con ellos llenará el cajón cuando Hubert haya llegado hasta un aeroplano. Y aquí es cuando entran en escena Jean y Alan. Emprenderán el vuelo hacia… bueno, hacia Turquía, según puedo juzgar por el manual de conversación turca que me has pedido. Si he de decirte la verdad, antes de qué vinieras sentía curiosidad por saber adónde irían. El hecho es que Hallorsen llenará el cajón con los huesos auténticos, para satisfacer a las autoridades. En cuanto a la desaparición de Hubert, se atribuirá a que ha caído al mar o, en todo caso se producirá un misterio. La cosa, naturalmente, me parece bastante desesperada.
– Pero, ¿y si no se pararan en ningún puerto?
– Es casi seguro que se detendrán en alguna parte; pero, en caso contrario, tendrán preparada otra medida, de la que harán uso acercándose al barco. O, en último extremo, podrán intentar el truco del cajón a su llegada a América del Sur. En realidad, yo opino que eso sería lo más seguro, a pesar de que excluya el vuelo.
– Pero, ¿por qué se expone-e1 profesor Hallorsen a correr un riesgo tan grande?
– ¿Eres tú quien me lo pregunta, Dinny? – Es demasiado. No quiero que lo haga. – Pues bien, querida, yo sé que tiene la sensación de haber metido a Hubert en éste embrollo y que su idea es que debe sacarlo de él. Además, tienes que recordar que pertenece a una nación que está convencida de ser sumamente enérgica y que r'; cree ha de tomarse la justicia por su propia mano. Pero es el último hombre que sacaría un provecho de un favor. Y, final?: mente, es una carrera a tres piernas que está corriendo con el joven Tasburgh, que a su vez está empeñado en la misma empresa. De modo que para ti lo mismo da.
– Pero yo no quiero deberles nada a ninguno de los dos. Sencillamente, no se debe llegar a eso. Además, ¿crees tú que Hubert se prestará a ello?
Adrián contestó gravemente
– Creo que ya ha consentido, Dinny. De otro modo habría pedido un fiador. Cuando le hayan entregado a los bolivianos, probablemente no tendrá la sensación de quebrantar la Ley británica. Supongo que entre todos le han convencido de que no quieren correr un riesgo demasiado grande. Sin duda, se siente asqueado de todo y está dispuesto a cualquier cosa. No se te olvide que ha sido tratado con mucha injusticia y que está recién casado.
– Sí -admitió Dinny, con voz nuevamente serena-. Y tú. Tío ¿Qué tal están tus asuntos?
La respuesta de Adrián no fue menos serena
– Me diste un buen consejo y pienso irme en cuanto todo se haya arreglado.
CAPÍTULO XXXVI
La sensación de que esas cosas no podían suceder persistía en Dinny, incluso después de la entrevista con Adrián: las había leído en los libros demasiadas veces. No obstante, ¡había que tener en cuenta los folletines de los periódicos! El pensamiento de los diarios le dio una extraña tranquilidad y afirmó en ella la resolución de no permitir que en ellos apareciera el asunto de Hubert. El hecho es que le envió a Jean la gramática turca y se dedicó a estudiar los mapas que estaban en el despacho de sir Lawrence. Estudiaba también las fechas de partida de las líneas sudamericanas.
Dos días más tarde, sir Lawrence anunció, durante la comida, que Walter había regresado; pero que, después de las vacaciones, sin duda pasaría un poco de tiempo antes de que se ocupara de una cosa de tan poca enjundia como la de Hubert. – ¡Una cosa de poca enjundia! -exclamó Dinny -. De ella dependen su vida y nuestra felicidad!
– Querida mía, la vida y la felicidad de la gente constituyen el trabajo diario de un Secretario de Estado.
– Debe ser un cargo de lo más antipático. Yo lo detestaría.
– Bueno – repuso sir Lawrence -, creo que en eso difieres mucho de nuestros políticos. Lo que un político detesta, es no tener qué hacer con la vida y la felicidad de la gente. Está preparado nuestro bluff en el caso de que se plantee pronto la cuestión de Hubert?
– El Diario está impreso.y el prefacio ya está redactado.
Yo no lo he visto, pero Michael me ha dicho que es una verdadera obra maestra.
– ¡ Bien! Las obras maestras del señor Blythe no conceden tregua. Bobbie nos avisará cuando llegue nuestro turno. ¿Quién es Bobbie? – preguntó lady Mont.
– Una institución, querida.
– Blox, recuérdeme que tengo que escribir a propósito de aquel cachorro de perro pastor.
– Sí, milady.
– Cuando su morro es casi todo blanco, tienen una especie de locura divina. ¿Lo has notado, Dinny? Y todos se llaman Bobbie.
– ¿Hay algo menos divinamente loco que nuestro Bobbie, Dinny?
– ¿Siempre hace lo que dice, tío? – Sí. Por Bobbie puedes apostar.
– ¡ Tengo muchas ganas de ver las pruebas de los perros pastores! – dijo lady Mont -. Son animales inteligentes. Dicen que saben exactamente a qué ovejas no tienen que morder. ¡ Y son tan flacos! Todo pelo e inteligencia. Hen tiene dos… A propósito de tus cabellos, Dinny…
– ¿Qué, tía Em?