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No fue sino hasta que el Aeropuerto O'Hare quedó tres cuartos de horas atrás y que una señal luminosa en la autopista indicó que habían entrado en Wisconsin, cuando Clare agotó por fin sus sollozos, gimoteos y vana letanía de lamentos para reposar en humano silencio al volante de su automóvil.

En la sala del aeropuerto, Clare se había lanzado a sus brazos en un semidesmayo anegado en llanto y grito ahogado. Ninguna Electra de los tiempos modernos hubiera igualado su pública expresión de pena. Casi con aspereza, Randall le había ordenado que se controlara el lapso suficiente para ponerlo al tanto de la condición física de su padre. Lo único que pudo averiguar (Clare eludió los términos médicos como si fueran amenazadores, cosa que siempre había hecho) era que su padre estaba en muy mal estado y que el doctor Oppenheimer no quería hacer predicciones. Sí, había una tienda de oxígeno y, sí, papá estaba inconsciente dentro de ella, y ¡oh Dios!, tenía un aspecto que nunca antes había tenido.

Después de aquello, y ya en el auto y conduciendo por fin, los sorbidos nasales de Clare habían seguido acentuando su incesante catarsis verbal. Cómo había amado ella a su querido papaíto, y pobrecita de mamá, y, ¿qué pasaría ahora con mamá y con ella misma y con el tío Herman y los demás? Habían estado todo el día en el hospital desde que ocurriera el colapso, temprano por la mañana. Allí estaban todos aún, esperando a Steven. Estaba mamá, y el tío Herman (hermano de mamá), y el mejor amigo de papá, Ed Period Johnson, y el reverendo Tom Carey, todos esperando a Steven.

Esperando por él, pensó Randall; el triunfador de la familia, el exitoso de Nueva York que siempre conjuraba milagros con sus cheques o a través de sus relaciones. Tenía ganas de preguntarle a Clare si habría alguien que estuviera esperando por Aquel que lo significaba todo para papá, Aquel por quien papá lo había dado todo, de quien había dependido, a favor de quien había hecho su inversión… contra el Día del Juicio; el Creador, el Jehová, Nuestro Padre que está en los Cielos. Esto quería preguntar Randall, pero se había abstenido.

– Creo que te he informado de todo lo que he podido -le había dicho Clare. Y luego, con los ojos atentos a la autopista resbaladiza y brillante por la lluvia, los nudillos blancos de unas manos aferradas con firmeza al volante, le había comunicado lo que él ya sabía-. No falta mucho, ya casi estamos llegando.

Tras de decir esto se había sumido en el silencio.

Dejando que su hermana concordara en privado con sus demonios de culpa, Steven Randall se reclinó bien en el asiento y cerró los ojos, dando la bienvenida a ese interludio para estar a solas.

Aún podía sentir dentro de sí el borujo de la agitación que había soportado todo el día, pero ahora podía analizarlo mejor, y lo curioso era que, de toda esta infelicidad, la menor parte era la que provenía de la pena por la suerte de su padre Trató de racionalizar su poco filial reacción, y concluyó que la pena era la más intensa de las emociones y, por ende, la más efímera. La intensidad misma del dolor lo hacía tan autodestructivo que el instinto de supervivencia se erguía para tenderle encima un sudario y ocultarlo del cuerpo y el alma. Había amortajado la pena, y ya no pensaba en su padre. Ahora pensaba en sí mismo (comprendiendo cuán herético le parecería esto a su hermana Clare, si lo supiera), y recordaba sus propias y recientes agonías.

No podía precisar el día en que había empezado a perder interés en su próspero y creciente negocio de relaciones públicas, pero había ocurrido uno o dos años atrás. Fue poco antes o poco después de que él y su esposa Bárbara habían tenido el enfrentamiento final y la consecuente ruptura, y ella había tomado a Judy, la hija de ambos, y se la había llevado consigo a San Francisco, donde tenía amigos.

Trató de ubicar con exactitud cuándo había ocurrido. Judy tenía trece años escasos entonces. Ahora tenía quince. Así que había sido dos años atrás. Bárbara había hablado terminantemente acerca del divorcio, pero no lo habían consumado y sólo se separaron. Randall no estaba en contra de esta situación de suspenso, toda vez que no aceptaba lo terminante, lo tajante de un divorcio. No porque temiera perder a su esposa; el lazo entre ellos se había soltado ya. Le preocupaba Bárbara sólo en la medida en que le preocupaba su propio ego. No había querido llegar al divorcio porque eso habría sido tanto como admitir un fracaso. Y más importante aún, esa ruptura definitiva podría separarlo de Judy para siempre; y Judy, aunque él nunca la había visto con frecuencia ni le había dedicado mucho tiempo, era una persona, una persona y una idea, una extensión de él mismo, que apreciaba y estimaba.

Su carrera y su negocio, a los cuales había prodigado tanta energía y devoción, habían acabado por volverse monótonos y aburridos, tanto como su matrimonio. Cada día parecía ser una fotocopia del anterior. Entraba a su antesala lujosamente decorada, donde la joven recepcionista, sensual y bien vestida, estaba siempre bebiendo café y hablando de joyas con otras dos chicas. Veía a sus jóvenes y brillantes promotores, llevando sus portafolios igual que siempre, sus gabardinas terciadas al brazo igual que siempre, llegando al trabajo, escondiéndose en sus alfombradas madrigueras, cual marmotas. Conferenciaba con ellos en sus costosos despachos privados frente a sus escritorios atestados siempre de retratos de sus esposas e hijos, por lo que uno comprendía que les eran infieles.

Ya no había emoción en la conquista de nuevos clientes, de nuevas cuentas. En el trabajo ya lo había promovido todo y a todos: la cantante negra en ascenso, el más reciente conjunto de rock, la loca actriz inglesa, el detergente milagroso, el más veloz auto deportivo, la floreciente nación africana que ambicionaba el desarrollo turístico. Ya no había encanto en la promoción de personalidades de renombre o productos prometedores. Ya no le ilusionaba el reto creativo, ni le motivaba el dinero. Cualquier cosa que hiciera, la había hecho antes. Cualquier cantidad que ganara lo hacía más rico, aunque no lo suficientemente rico.

Estaba muy, muy a salvo de la desesperanzada opresión en que vive la clase media, y Randall lo sabía; pero aun esta sentencia a vivir le parecía tan vacía como inhumana. Cada día terminaba para él como había comenzado, con odio a sí mismo y a su existencia de rueda de molino. Su vida privada, sin su esposa, sin Judy, asqueado de la carrera de ratas, proseguía inevitablemente, aunque intensificada. Había más mujeres que poseer sin amor, más embriaguez, más estimulantes y tranquilizantes, más insomnios, más almuerzos, bares, centros nocturnos e inauguraciones, y en todas partes el mismo circo viajero con las mismas caras de hombres y los mismos cuerpos de mujeres.

Recientemente había empezado a refugiarse cada vez con mayor frecuencia dentro de un viejo ensueño, una meta alguna vez perseguida de la que había sido desencaminado. Soñaba con un lugar poblado de verdes árboles, con agua sólo para beber, y sin relojerías; un lugar adonde el New York Times llegara con dos semanas de retraso, y donde tuviera que echar una caminata al pueblo para encontrar un teléfono o una chica con la que pudiera acostarse y con la que quisiera desayunar a la mañana siguiente. Ya no quería escribir circulares publicitarias exageradas y semifalsificadas, sino libros doctos, cultos y fidedignos en una máquina de escribir que no fuera eléctrica; no quería volver a pensar jamás en el dinero; y deseaba descubrir por qué era importante continuar viviendo en esta Tierra.

Y sin embargo, por alguna razón, no podía encontrar el puente hacia ese sueño. Se decía a sí mismo que no podía cambiar su vida porque no tenía dinero de reserva. Así que trataba de ganarlo. Durante algunas semanas se ponía a trabajar con ahínco, compulsivamente, cuidando la buena salud. Nada de alcohol, nada de píldoras, nada de tabaco, nada de veladas. Mucho frontón de mano.