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Randall había frotado su nariz contra el vaso vacío, y estaba refrescándola con la frialdad del cristal exudado, y ahora, mirando a través del vaso, se dio cuenta de que Bárbara no estaba ya frente a él. Bajó las manos y se quedó absorto, mirando hacia el sofá vacío.

– Steven… -dijo ella.

Él volvió la cabeza y la vio venir con su segundo trago.

– Hey, estás emborrachándote de veras -dijo él.

– Sólo esta noche -dijo ella, sentándose-. Steven, hay algo más que quiero decirte ahora.

– ¿No hemos tenido bastante para una noche? Ya me dijiste lo de Judy…

– En cierto modo esto también tiene que ver con Judy. Déjame echarlo fuera y terminar pronto, Steven, y eso habrá sido todo.

– Está bien, dispara. Adelante, ¿qué otra cosa tienes en mente?

Bárbara tomó un sorbo, y lo miró directamente.

– Steven, voy a casarme.

Él no sintió nada. De hecho, le resultaba divertido.

– Si tú te casas, te arrestarán. -Se le torció la boca en una sonrisa rota-. Lo que quiero decirte, tesoro, es que ya estás casada. Otro marido sería bigamia; y, entonces, la cárcel para nuestra Barbarita.

Los rasgos de ella eran rígidos.

– No bromees, Steven. Esto es serio. Realmente serio. Te dije una vez por teléfono, después de que me lo preguntaste, que veía a algunos hombres de cuando en cuando. Pero, en realidad, últimamente he estado viendo sólo a uno: Arthur Burke.

– Arthur… ¿quieres decir… quieres decir al psicólogo de Judy?

– Sí. Es un hombre maravilloso. Te agradaría mucho. Y yo… ocurre que me siento muy atraída por él, Y, como te dije, lo mismo pasa con Judy. -Ella fijó la vista en su bebida, al tiempo que continuaba-. Judy necesita un hogar, una familia, estabilidad. Necesita un padre.

Randall asentó el vaso ruidosamente sobre la mesa de café y articuló cada palabra cuidadosamente.

– Te traigo noticias, pudincito de azúcar… Judy ya tiene un padre.

– Por supuesto que tiene un padre; tú eres su padre. Ella lo sabe y Arthur lo sabe. Pero me estoy refiriendo a un padre que ejerza su papel, que esté bajo el mismo techo, en el hogar de ella; que siempre esté allí. Necesita la calidad de vida, atención y amor que sólo puede tener en un hogar convencional y operante.

– Ahora comprendo -dijo Randall-. Ya escucho los sonidos del lavado cerebral. La calidad de vida, atención, amor… ¡mierda! Ése es su lenguaje de psicólogo, su labor de embaucamiento, su manera barata de tratar de hacerse de una familia, una hija, sin ganársela. Si quiere una hija, que la haga. Él no se va a llevar a mi muchachita…; no, señora, no a mi Judy.

– Sé razonable, Steven.

– ¿Conque estás haciendo todo esto para salvar a Judy? Ésa es la jugada, ¿eh? Quieres casarte con este tipo por Judy, porque Judy necesita un padre.

– Ése no es el motivo principal, Steven. Quiero casarme con Arthur porque necesito un marido, un marido como él. Estoy enamorada y quiero el divorcio para poder casarme con él.

– ¿El divorcio? -Se sentía ebrio y colérico. Se levantó violentamente de la silla-. Olvídalo, no lo vas a obtener.

– Steven…

Él volvió a tomar su vaso y enfiló hacia el bar.

– No -dijo Steven Randall-. No voy a renunciar a mi hija porque su madre necesita a alguien en la cama.

– No seas estúpido. No puedo soportarte cuando te emborrachas y te vuelves un imbécil. No necesito a alguien en la cama, porque ya lo tengo; es Arthur, y pretendo legalizar la relación. Él quiere una esposa, un matrimonio, y merece una vida de familia, lo mismo que Judy. Si Judy es lo que verdaderamente te preocupa, cooperarás, estarás dispuesto a llegar a un acuerdo y nos facilitarás las cosas. Has tenido plena oportunidad de pedirnos que volviéramos a tu lado, pero jamás moviste un dedo. Ahora que queremos irnos, tratas de impedírnoslo. Por favor, déjanos ir.

Él se sirvió su copa.

– ¿Estás diciéndome que Judy quiere a este superhombre tuyo como padre?

– Pregúntaselo a ella.

– Descuida, que sí lo haré. ¿Y tú andas ya acostándote con él? Vaya, vaya… ¿qué te parece?

De pie junto al mueble-bar, pasando con aire ausente el dedo por el borde de su vaso, Randall observó a Bárbara levantarse a buscar sus cigarrillos. Con los ojos la siguió, contemplando los movimientos de este cuerpo de mujer que él conocía tan bien. Ella le estaba dando ese cuerpo a otro hombre.

Incontables veces (¿o serían contadas?…, sí, debía estar borracho) se ponía a hurgar entre los restos del naufragio de su matrimonio para recoger aquel destrozado momento que sepultara en su memoria desde hacía tanto tiempo. Había sido durante el último viaje que hicieron juntos al extranjero, una noche, en París; una mala, muy mala noche, ya muy tarde. Se habían ido a la cama, una gran cama doble, cuya cabecera estaba adosada al muro de algún hotel de lujo de la Ciudad Luz. El «Plaza Athénée», el «George V», el «Bristol»…; no podía recordar cuál. Habían estado acostados pretendiendo dormir, mientras el resentimiento y la frialdad erigían una barrera entre ambos. Entonces, pasada la medianoche, a través de la delgada pared llegó hasta ellos el sonido de voces provenientes del cuarto vecino; una masculina, otra femenina, las palabras ininteligibles, y luego de un rato, el rechinar de una cama y los gritos entrecortados, los gemidos de la mujer, y los jadeos del hombre, continuos gemidos y jadeos y el rechinar de la cama…, los sonidos excitados, apasionados, rápidos.

Randall escuchaba acostado, y cada uno de aquellos sonidos se le enterraba como una daga. Había sangrado de envidia y de celos en función de aquellos sordos placeres; y había sangrado de ira y remordimiento a causa del cuerpo de Bárbara que yacía a su lado. No podía verla, pero sabía que también ella escuchaba en la oscuridad. No había retirada para ninguno de los dos. Los sonidos del cuarto vecino se mofaban del distanciamiento de sus propios cuerpos fríos y subrayaban sus años vacíos. Randall había odiado a la mujer que tenía al lado, había odiado a la pareja tras el muro, con su interminable copular y su entrega mutua, y sobre todo se había odiado a sí mismo por su incapacidad para amar a su consorte. Quería saltar de la cama, deshacerse del cuerpo de Bárbara, de ese horrible cuarto, de los tentadores sonidos carnales. Pero no podía. No le quedaba sino esperar. Y cuando se escucharon el último gemido y el último jadeo, las últimas exhalaciones de placer, sólo quedó el silencio de la satisfacción tras aquel muro, lo que le resultó aún más insoportable.

Después, esa misma noche, surgió en su mente el fragmento de un poema de George Meredith que lo dejó helado: «Entonces, mientras la medianoche hace, / A su corazón gigante de recuerdo y de lágrimas, / Beber la pálida droga del silencio, y así latir / La pesada medida del sueño, ellos de la cabeza a los pies / Inmóviles estaban, mirando a través de sus negros años muertos, / Su cuenta como inútil lamento garabateado en el blanco muro. / Como esculpidas efigies parecieran / Sobre su matrimonio-tumba, la espada de por medio; / Cada cual esperando el tajo que todo lo hiende sin remedio.»

Y en la negrura que siguió, pudo comprender que ellos también yacían en su matrimonio-tumba. Lo que dominaba su conciencia antes de rendirse al sueño era la total comprensión de lo hueco de su propio matrimonio, y la imposibilidad de sostener su vida juntos. No había futuro para ellos; lo supo esa noche. Nunca podría de nuevo penetrar y amar honestamente aquel cuerpo que estaba a su lado en el lecho. Podría quizá fingir. Podría tal vez imitar el amor. Pero no podría hacerle el amor espontáneamente, o siquiera desearla. Su relación no tenía esperanzas. Y ella también debía saberlo. Y aquella noche, antes de dormirse, había comprendido que eso debía terminar pronto (el tajo que todo lo hiende debía caer), y rogó que fuera ella quien marcara el fin. Varios meses después, ella se había mudado de su apartamento en Nueva York y, llevándose a Judy, se había ido a vivir a San Francisco.