Subió al asiento del conductor en el mismo momento en que Shively se acomodaba en el asiento del pasajero. Shively le entregó el frasco y el trapo del cloroformo a Yost y volvió a ponerse los guantes.

Malone había soltado el freno, había puesto marcha atrás y estaba retrocediendo silenciosamente por el estrecho camino. Cruzó la verja abierta y salió a la calle.

Mientras Malone daba la vuelta para que el vehículo se encontrara de cara a la calle Stone Canyon, Shively volvió a bajar y se dirigió a la verja. Una vez dentro, Shively volvió a cerrar la verja.

Después destapó el motor, volvió a conectar el engranaje y cerró de nuevo automáticamente la verja. Desapareció de la vista breves momentos y después Malone pudo verle en lo alto del muro.

Acto seguido le vio saltar al Camino Levico. A los pocos momentos, Shively se encontraba de nuevo en el interior de la camioneta. Cerrando la portezuela, se reclinó contra el respaldo y respiró hondo.

Miró a Malone y por primera vez en toda la mañana le hizo el honor de dirigirle una ancha sonrisa de perversidad.

– Ya está hecho, Adam -anunció con voz áspera-. Larguémonos enseguida, Próxima parada, la tierra prometida.

Consiguieron llegar por un atajo desde Bel Air a la autopista de San Diego. En lugar de seguir el camino habitual para dirigirse al paseo Sunset y seguir después por el oeste en dirección a la autopista, tomaron un camino mucho menos conocido, que desde la calle Stone Canyon les llevaría a la calle Bellagio y les permitiría salir al paseo Sepúlveda, a pocos pasos de la autopista.

Recorrieron el atajo sin incidentes. Malone subió por la primera rampa en dirección sur y se adentró con la camioneta Chevrolet entre el denso tráfico.

Se había percatado de que apretaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos casi exangues.

A diferencia de sus compañeros, que ya habían empezado a respirar aliviados por haber salido airosos de la empresa, Malone seguía pensando que correrían peligro mientras no abandonaran los límites de la ciudad.

Al cabo de diez minutos llegó a un punto en que tuvo que cambiar de carril y, obedeciendo la señal que le estaba haciendo el dedo de Shively, se desplazó hacia la derecha para tomar la autopista de Santa Mónica.

El nerviosismo de Malone había ido en aumento a medida que se iban acercando al cruce del centro de la ciudad, desde el que podían tomarse tres autopistas en dirección sur.

Había dejado la dirección en manos de Shively y se había limitado a conducir.

A cada vehículo de la policía que pasaba y cada rugido de motocicleta que escuchaba le daba un vuelco el corazón.

Era como si temiera que alguien estuviera al corriente de cuál era la preciosa carga que llevaban, o que la policía hubiera comunicado por radio que Sharon Fields había sido secuestrada por una banda de golfos que iba en una falsa camioneta de reparto.

Malone había respetado religiosamente todos los límites de velocidad, ni demasiado rápido ni demasiado lento, puesto que ambas cosas hubieran podido llamar la atención.

Había procurado no adelantar a ningún vehículo y no cambiar de carril, a no ser que ello le hubiera resultado imprescindible, y se había esforzado por seguir la velocidad de la corriente del tráfico.

Se estaban acercando al cruce. Ya habían comentado y discutido con anterioridad acerca de las ventajas e inconvenientes de las tres carreteras.

La autopista de Santa Ana ofrecía la ventaja de los seis carriles, pero era la más larga y probablemente aquella en la que el tráfico sería más denso.

Habían considerado muy seriamente la posibilidad de tomar la autopista de San Bernardino, pero habían llegado a la conclusión de que ésta presentaba demasiadas rampas de entrada y salida.

Al final se habían decidido por la más reciente autopista de Pomona, por ser la más directa y rápida y la menos transitada de las tres autopistas que conducían a Arlington y las Gavilán Hills.

Sin necesidad de que se lo recordaran, Malone se situó en el carril adecuado y, una vez en la autopista de Pomona, su corazón y el tráfico se aligeraron.

Habían pasado frente al Parque Monterrey por un lado y Montebello por el otro y, siguiendo la autopista del sur, habían atravesado las localidades de La Puente y Hacienda Heights.

Ahora, tras atravesar el túnel de las montañas que rodeaban la zona de Brea Canyon y dejar atrás las ciudades de Pomona y Ontario, comprendieron que ya habían cubierto tres cuartas partes del trayecto que les conduciría a Arlington.

Malone dejó por unos momentos de prestar atención al paisaje y las señalizaciones que estaban pasando, para prestársela a sus amigos y a la carga que llevaban y a la increíble hazaña que habían llevado a cabo.

Shively estaba contemplando la figura inconsciente de Sharon Fields, -tendida en la parte de atrás de la furgoneta.

Tenía los ojos cubiertos con una tira de gasa esterilizada, otra tira le cubría la boca, y ella se hallaba tendida de lado sobre la alfombra de pelo, entre Yost y Brunner.

Shively chasqueó la lengua.

– Es extraordinaria. ¿Habéis visto alguna vez un trasero y un busto parecidos? -Miró a Malone con una expresión tan lasciva como éste jamás había visto, y volvió a repantigarse en el asiento encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del que acababa de fumarse-.

Muchacho, reconozco que tienes buen ojo. Es una preciosidad, de eso no cabe duda. No me quito de la cabeza lo que he notado al sostenerla entre mis brazos cuando le aplicaba el cloroformo. Se estaba cayendo y yo, para sostenerla, la he agarrado de un pecho. Os digo que son de verdad, nada de cosas postizas, y, ¿sabéis una cosa? Apuesto a que en la palma sólo me cabe la mitad.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Yost desde la parte de atrás.

– Puedes estar seguro -repuso Shively-. Pero si la tienes a tu lado. Métele las garras encima y compruébalo tú mismo.

– No lo hagas, Howie -dijo Malone enojado-. ¡No le pongas las manos encima! ¡Ya conoces nuestro acuerdo!

– Era una broma, muchacho -dijo Shively-. Puedes confiar en el viejo Howie. Es un caballero.

– Oye -dijo Yost-, deja de llamarme por mi nombre. En eso también llegamos a un acuerdo, no lo olvides.

– Cálmate, Howie -contestó Shively-. Está dormida.

– No estoy yo muy seguro -dijo Yost de repente.

Malone se medio volvió.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó alarmado.

– No sé, me ha parecido que se movía un poco. ¿Qué piensas? -preguntó dirigiéndose a Brunner.

Se produjo un breve silencio y después Malone escuchó la voz de Brunner.

– Sí, no me cabe la menor duda. Se mueve un poco. Ha movido un brazo. Creo que está cesando el efecto del cloroformo.

– ¿Cuánto tendría que durar? -preguntó Shively.

– Por lo que yo he observado en mi mujer las veces en que ha estado en el hospital -repuso Brunner-, una media hora. Y ya llevamos casi una hora de viaje.

Malone golpeó nerviosamente el volante con las manos.

– Creo que ya ha llegado el momento de administrarle la inyección de luminal de sodio. Lo encontrarás en el botiquín marrón. ¿Estás seguro de que sabes administrarla?

– Anoté las instrucciones que te dieron y lo que leí en la "Home Medical Guide'' -repuso Brunner-. Tengo las notas aquí en el bolsillo. No te preocupes, le he administrado a Thelma docenas de inyecciones.

– Pues, bueno, date prisa, antes de que despierte -le dijo Malone.

Shively se incorporó parcialmente en su asiento para mirar hacia la parte de atrás.

– Pero procura que no permanezca inconsciente mucho rato -dijo-. ¿Cuánto dura el efecto?

– Depende de las personas -le explicó Brunner-. Será mejor que me prepare. Ahora me estoy dirigiendo al conductor.

Cuando me disponga a administrarle la inyección, te lo comunicaré para que aminores la marcha y evites los baches. Ahora utilizo el pañuelo para aplicarle un torniquete. Vamos a subirle la manga muy bien. Ahora voy a sacar del botiquín todo lo que me haga falta.