Estaba seguro de que no llegaría demasiado tarde para poder verla en persona.

Aquel mismo martes, a las seis y media de la tarde, Leo Brunner todavía seguía trabajando el fondo del despacho particular de Frankie Ruffalo, situado encima del conocido "key club" de Ruffalo, El Traje de Cumpleaños del Sunset Strip de Hollywood Oeste.

El Traje de Cumpleaños, que ofrecía a sus socios almuerzos, cenas, cócteles y la diversión constante que procedía de una pequeña orquesta y varias danzarinas desnudas de cintura para arriba o de cintura para abajo, era una de las más lucidas cuentas de Leo Brunner y la preferida de éste sin ningún género de dudas.

Varios días antes de que tuviera lugar su visita mensual destinada a revisar las cuentas del libro mayor de Ruffalo, Brunner ya se solazaba pensando en aquella aburrida tarea.

Para ser un perito mercantil titulado, las operaciones de Leo Brunner eran más bien modestas y sus clientes eran de los de ingresos poco elevados.

En una oficina de dos estancias y una sola secretaria, en el tercer piso de un triste y sombrío edificio comercial de la zona menos elegante de la Avenida Occidental, Brunner llevaba a cabo la mayoría de su trabajo.

En su propio despacho, flanqueado por una máquina de escribir y una calculadora (tan importante para él como uno de sus miembros), Brunnner se encargaba de escribir: preparar y enviar por correo los resúmenes de los informes, las solicitudes de confirmación a los clientes o acreedores de sus clientes y las sugerencias o recomendaciones acerca de la mejora de los procedimientos de contaduría y archivo.

Lo que más le gustaba de su trabajo era salir de su despacho para visitar el despacho de un cliente y examinar los libros de éste en su propio terreno.

Pero ninguna de estas visitas te resultaba tan satisfactoria como la visita mensual que realizaba al atrevido club particular de Frankie Ruffalo.

Varias veces, cuando abandonaba el club y bajaba por la escalera que conducía a la salida posterior, Brunner se había detenido entre bastidores para presenciar brevemente la actuación de las chicas de Ruffalo.

A veces sólo bailaba una muchacha.

Otras veces había toda una hilera.

Las muchachas siempre eran jóvenes, bonitas y extremadamente bien formadas.

Aparecían desnudas de cintura para arriba y empezaban a girar y oscilar al ritmo de la música y, hacia la mitad de su actuación, se quitaban los pantaloncillos o faldas cortas y dejaban al descubierto las nalgas y la parte frontal.

Brunner jamás había tenido ocasión de observarlos de cerca tal como podían hacer los clientes -danzaban desde el escenario a lo largo de una pasarela elevada que se proyectaba directamente hacia el centro del local-, pero incluso desde lejos el espectáculo se le antojaba muy estimulante.

Esta noche, inclinado sobre el segundo escritorio de detrás del despacho particular más lujosamente amueblado de Ruffalo comprobando las cuentas del libro mayor, Leo Brunner que estaba más distraído que de costumbre y que le resultaba muy difícil concentrarse.

A través de la puerta cerrada del despacho le llegaba la música de abajo y el apagado murmullo de las conversaciones y las risas y la diversión y los aplausos.

Le estaba costando Dios y ayuda concentrarse en aquellos debes y haberes cuyos números no hacían más que confundirse y danzar ante sus ojos.

Esta noche, realizar el trabajo le había costado el doble de tiempo, pero, si se concentraba bien, lograría estar listo en veinte minutos.

Sin embargo, le costaba manejar los libros con su habitual eficiencia y, al final, se reclinó contra el respaldo del chirriante sillón giratorio y se preguntó por qué, se preguntó qué debía ocurrirle.

Se alisó los cuatro pelos canosos que le cubrían parcialmente la calva, se quitó las gafas metálicas para descansar un poco la vista y se concentró involuntariamente en sí mismo para examinar sus pensamientos.

Pensaba que aquella lentitud tal vez se debiera a la edad. Tenía cincuenta y dos años, llevaba treinta casado con la misma mujer y no tenía hijos.

Pero no podía ser cosa de la edad o de la falta de forma. Porque Brunner se dedicaba a un trabajo sedentario y siempre había vigilado su peso.

Medía metro setenta y tres y pesaba setenta y cinco kilos, lo cual estaba muy bien.

Llevaba muchos años practicando tres ejercicios matinales para mantenerse en forma.

Comía con regularidad saludables alimentos orgánicos y yogourt.

Dudaba que aquella lentitud se debiera a la edad o a la baja forma.

Había leído que muchos hombres de cincuenta y dos años eran unos grandes amantes muy codiciados por mujeres más jóvenes.

Reflexionando acerca de aquella situación, se le ocurrió una idea y comprendió inmediatamente lo que le estaba sucediendo. La causa de su falta de concentración había sido un sentimiento que acababa de descubrir.

Bueno, en realidad, dos sentimientos, uno de resentimiento y otro de autocompasión. Brunner era un hombre suave, un hombre tímido, un hombre tranquilo exento de envidia y celos. Jamás se había considerado una persona que pudiera mostrarse resentida contra alguien o algo.

Sin embargo, el resentimiento lo tenía en su interior como una especie de úlcera flotante y comprendió que estaba resentido, no contra alguien o algo en especial, sino contra la propia vida, la forma de vida que le había estigmatizado convirtiéndole en un pasivo a largo plazo y no ya en un activo.

La vida le había desdeñado y había pasado de largo, mientras que abajo había hombres de su misma edad e incluso hombres de más de cincuenta y dos años totalmente libres de prejuicios, independientes, con abultadas carteras y whiskys con soda, admirando a preciosas muchachas desnudas y a veces llevándose a estas muchachas a sus mesas y después a sus alcobas, sin que ello les indujera a pensar otra cosa que no fuera eso: que la vida podía resultar divertida para la gente que sabía divertirse y podía permitirse el lujo de pagarlo.

Estaba resentido contra el hecho de que un Hacedor o alguna Fuerza Cósmica hubiera facilitado a la mayoría de las personas los medios y el derecho a disfrutar de los placeres, otorgando en cambio a una minoría de la que él formaba parte unos medios limitados y un derecho limitado a ser acémilas a las que sólo estaba permitido un mínimo de complacencia hedonista.

Todo aquello constituía una terrible iniquidad y, sí, se mostraba resentido a causa de esta injusticia.

Metiéndose la mano en el bolsillo para buscar la bolsa de semillas de soja que siempre llevaba consigo, la abrió, se metió en la boca unas cuantas semillas y siguió reflexionando acerca de su negativo, francamente negativo, estado mental.

El dolor dominante que experimentaba era debido a la autocompasión.

Había cometido un error muy temprano, a los veintidós años, y aún lo estaba pagando.

Hubiera querido echarle la culpa a Thelma pero comprendía que era absurdo culparla a ella. La elección se había debido a él.

Y, sin embargo, él tampoco había tenido la culpa. Había sido víctima de su pasado, de sus padres tan desabridos y de su educación tan severa y, al enamorarse de Thelma en el transcurso de su último año de estudios en la Universidad de Santa Clara y verse correspondido por ésta como jamás nadie le había correspondido, se aferró a esta posibilidad única de poseer a alguien que se preocupara por él.

Su intención había sido la de convertirse en abogado, deseaba serlo, poseía cualidades para el desempeño de esta profesión y había tenido en proyecto dedicarse a ella.

Es más, incluso, le habían aceptado la instancia de admisión a la facultad de Derecho de la Universidad de Denver.

Pero en su lugar se casó con Thelma y, al quedar ésta embarazada, se sintió lógicamente orgulloso de que su esposa dependiera de él y se sintió responsable por ella y por el hijo que había de nacer.