No lo estaba y así se lo dijo, pero media hora más tarde, ligeramente anestesiado, empezó a mostrarse amable con Elinor y, al final, se reunió con ella para cenar.

En el transcurso de toda la cena se dedicó a mirarla con simpatía y a asentir sin dejar de comer mientras escuchaba distraído el relato detallado de todos los acontecimientos de su jornada.

El temario, pensó Yost, era espantoso. Un tratado acerca de cómo se hacen las camas. Una historia de intrascendentes llamadas telefónicas. Una diatriba acerca de los precios de los alimentos. Un informe psicológico acerca de los hijos y los problemas de éstos. Una revisión fiscal de las finanzas familiares con especial hincapié en las facturas no pagadas y los acreedores. Una genealogía desfavorablemente equilibrada en relación con los parientes de Yost. Un deseo de escapar, de descansar un poco, de hallar un poco de alivio. Esto último Yost lo comprendía muy bien.

En resumen, experimentó afecto hacia ella y deseó que se le correspondiera con afecto. Ella también era una persona, una persona que le pertenecía, y, bien mirado, a él hubieran podido irle peor las cosas, mucho peor.

Estaba empezando a experimentar los efectos de la borrachera y Elinor volvía a antojársele tan joven y atractiva como antes.

Se acrecentó su sensación de bienestar y se inclinó hacia ella mirándola con una burlona expresión lasciva.

– Oye, encanto, ¿te apetece que nos acostemos temprano y nos hagamos un poco el amor? Ella hizo una mueca y se acercó un dedo a los labios.

– Ssss.

¿Por qué hablas tan alto? ¿Quieres que te oigan los niños?

– Ya saben que no les trajo la cigueña.

¿Qué dices, cariño? -Digo que ya era hora que me demostraras un poco de interés. -Se secó la boca con la servilleta, se levantó y empezó a quitar la mesa-.

Ya veremos.

De repente se sintió abandonado, sereno, de nuevo en casa como siempre.

Empujó la silla hacia atrás y se levantó para buscar un puro.

Lo encontró, lo encendió y se preguntó si sucedería lo mismo en otros lugares y con otras mujeres.

¿Sucedería lo mismo en el caso de la pareja de la Casa Blanca o de la pareja del palacio de Buckingham o del presidente de la Compañía de Seguros de Vida Everest y su esposa en su residencia de Manhattan? ¿Sucedería lo mismo en el caso de aquellos astros cinematográficos que vivían en Holmy Hills o Bel Air? Eso no era posible que le sucediera a uno que fuera alguien con poder y riqueza y toda la libertad y las alternativas del mundo.

Elinor había regresado al comedor y estaba quitando el mantel.

¿Tenemos algo en el programa de esta noche? le preguntó él.

– Si te refieres a si vamos a ver alguien… no, hasta el sábado por la noche.

– ¿Y qué haremos el sábado por la noche?

– Prometimos ir a casa de los Fowler, a jugar un poco al "gin rummy".

– ¿Otra vez?

– ¿Pero qué te ocurre, Howard? Creía que te resultaban simpáticos.

– De vez en cuando, de vez en cuando. ¿Y ahora qué vas a hacer?

– Terminar de arreglar la cocina. Y después quiero que no me estorbes. Tengo que coser un poco.

Y, si no tuviera demasiado sueño, querría terminar de leer aquella novela para devolverla a la biblioteca antes de que expire el plazo.

– ¿Dónde están los niños?

– Pegados al aparato de televisión, ¿dónde si no? A veces pienso que somos demasiado indulgentes porque les permitimos ver estas idioteces una noche sí y otra también.

Debieras ponerte un poco serio a este respecto.

Permitirles mirarla sólo cuando hubieran terminado los deberes y ordenado sus habitaciones como es debido.

Debieras ver el desorden que reina en sus cuartos.

– Muy bien, de acuerdo.

Elinor se dirigió de nuevo a la cocina y él salió al pasillo para decirles hola a su hijo de doce años, Tim, que ya era tan alto como él a esta edad, y a su hija de diez años, Nancy, que se estaba convirtiendo en una niña muy guapa a pesar de las abrazaderas que llevaba en la dentadura.

Entró en la habitación que jamás habían terminado de amueblar y que utilizaban como cuarto de juego para encerrar en él a los niños sobre todo cuando había invitados.

Tim y Nancy se hallaban sentados sobre la alfombra marrón con las piernas cruzadas, mirando atentamente la pantalla del aparato de televisión en color.

– Hola, monstruos -les saludó Yost.

Tim levantó una mano y le saludó sin volverse. Nancy se puso rápidamente de rodillas para besarle.

– ¿Qué estáis mirando? -les preguntó señalando el aparato.

– Una birria de película del Oeste -repuso Tim-.

Estamos esperando lo que vendrá después.

– El estreno -añadió Nancy-.

Va a haber un programa de una hora dedicado al estreno de la gran película de Sharon Fields "La prostituta real" en el Teatro Chino Grauman.

Asistirá Sharon Fields en persona.

– Es muy llamativa -dijo Tim sin apartar los ojos de la pantalla.

– Es la que más me gusta de todas -dijo Nancy.

Yost se sentó en el borde de un desvencijado sillón, fumando el puro y recordando súbitamente el extraño encuentro de la noche anterior en el bar del All-American Bowling Emporium.

Si se atreviera a contárselo a alguien, creerían que estaba loco.

Aquel escritor chiflado, Adam Malone, el sedicente experto en Sharon Fields, con su descabellado plan de llevársela y raptarla en la seguridad de que a ella no le importaría les había sacado a todos de quicio.

Ahora tuvo una incontrolable visión de la joven Gale Livingston sentada frente a él con las piernas levantados y separadas y sus suaves muslos, atormentándole con aquella franja de las bragas.

Su imaginación borró a Gale y la sustituyó por Sharon Fields, la actriz del cuerpo más hermoso y provocador de la tierra, sentada frente a él con las piernas levantadas y separadas y dejando al descubierto lo que había entre ellas.

La noche anterior, aquel tipo raro de Malone con sus fantasías había puesto por unos momentos a Sharon Fields al alcance de su vida.

Santo cielo, la de locos que andaban sueltos por la ciudad.

Pero la imagen de Sharon Fields siguió grabada en sus pensamientos.

– ¿Sería posible que alguna mujer resultara tan hermosa en persona como en la pantalla? Se preguntó cómo sería Fields en persona. ¿Sería posible que resultara tan fabulosa como en las películas o las fotografías para las que posaba? Lo dudaba. Jamás sucedía tal cosa.

Y, sin embargo, no sería tan famosa y venerada si no poseyera algo auténtico.

– ¿A qué hora empieza el estreno? -les preguntó a los niños.

Tim se miró el reloj de astronauta.

– Dentro de diez minutos -repuso.

Yost se puso en pie.

– Que os divirtáis pero que os vayáis después a la cama en seguida.

Se dirigió a la cocina.

Elinor estaba ordenando los platos de espaldas a él.

Yost se le acercó y la besó en la mejilla.

– Cariño, acabo de acordarme.

Tengo que salir una o dos horas.

No tardaré mucho.

– Pero si acabas de llegar.

¿A dónde vas ahora?

– Al despacho. Tengo que ir por unos papeles que he olvidado.

Tengo que prepararle un programa especial a un posible cliente de mañana. Podría ser un buen pellizco.

Elinor se irritó levemente.

– ¿Por qué no puedes ser como los demás hombres? Los hombres saben hacer otras cosas aparte de trabajar. ¿Es que no podemos disponer de un poco de tiempo para nosotros?

– Es un medio de ganarse la vida -repuso él-. Si pudiera lograr que me aceptaran algunos de estos programas, es posible que pudiéramos descansar un poco más.

No lo hago sólo por mí, ¿sabes?

– Lo sé, lo sé. Todo lo haces sólo por nosotros. Bueno, procura no estar fuera toda la noche.

– Voy al despacho y vuelvo en seguida -le prometió él.

Se dirigió al armario para descolgar la chaqueta.

– Si el tráfico de la autopista no fuera muy denso, podría llegar a Hollywood en cosa de veinte minutos.