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Hillside Preparatory School era una construcción de diseño español enclavada en las colinas de Porter Ranch. Su campus se distinguía por magníficos parterres verdes y la sobrecogedora estampa de las montañas que se alzaban detrás. Las montañas casi parecían acunar la escuela y protegerla. Bosch pensó que tenía el aspecto de un lugar al que cualquier padre querría llevar a sus hijos. Pensó en su propia hija, justo a un año de empezar la escuela, y se dijo que le gustaría que fuera a un colegio con ese aspecto, al menos por fuera.

Él y Rider siguieron los carteles indicadores hasta las oficinas de administración. En el mostrador de la entrada Bosch mostró la placa y explicó que querían averiguar si un estudiante llamado Roland Mackey había asistido alguna vez a Hillside. La secretaria desapareció en una oficina posterior y enseguida salió un hombre. Sus rasgos más notables eran una barriga del tamaño de un balón de baloncesto y gruesas gafas ensombrecidas por cejas pobladas. En su frente, el pelo dibujaba la línea bien definida de un tupé.

– Soy Gordon Stoddard, director de Hillside. La señora Atkins me ha dicho que son ustedes detectives. Le he pedido que busque ese nombre para ustedes. No me suena y llevo aquí casi veinticinco años. ¿Saben exactamente cuándo asistió? Podría ayudar en la búsqueda.

Bosch estaba sorprendido. Stoddard tenía aspecto de tener cuarenta y cinco años. Debía de haber llegado a Hillside al terminar sus propios estudios y nunca se había ido. Bosch desconocía si eso daba fe de lo que pagaban allí a los profesores o de la dedicación de Stoddard al lugar, pero, por lo que sabía de los maestros de escuelas públicas o privadas, dudaba de que fuera por la paga.

– Estaríamos hablando de los años ochenta, si es que estudió aquí. Hace mucho tiempo para que lo recuerde.

– Sí, pero recuerdo a los alumnos que han pasado por aquí. A la mayoría de ellos. No he sido director veinticinco años. Primero era profesor. Enseñaba ciencias y después fui jefe del departamento de ciencias.

– ¿Recuerda a Rebecca Verloren? -preguntó Rider.

Stoddard palideció.

– Sí, claro que la recuerdo. Le di clase de ciencias. ¿De eso se trata? ¿Han detenido a ese chico, Mackey? O sea, supongo que ahora será un hombre. ¿Fue él? -Eso no lo sabemos aún, señor -dijo rápidamente Bosch-. Estamos revisando el caso y ha surgido su nombre y hemos de comprobarlo. Eso es todo.

– ¿Han visto la placa? -preguntó Stoddard.

– ¿Disculpe?

– Fuera, en la pared del vestíbulo principal. Hay una placa dedicada a Rebecca.

Los estudiantes de su curso recogieron fondos y mandaron hacerla. Es bonita, aunque por supuesto también es muy triste. La cuestión es que cumple su propósito. La gente de aquí recuerda a Rebecca Verloren.

– No la hemos visto. La miraremos al salir.

– Hay mucha gente que todavía la recuerda. Puede que esta escuela no pague demasiado bien, a decir verdad, la mayor parte del profesorado tiene dos trabajos para llegar a fin de mes, pero de todos modos tenemos un profesorado muy leal. Aún quedan aquí varios profesores que dieron clases a Rebecca. Tenemos una, la señora Sable, que de hecho iba a su clase y después regresó aquí como maestra. En realidad, creo que Bailey era una de sus mejores amigas.

Bosch miró a Rider, que alzó las cejas, Tenían un plan para contactar con las amigas de Becky Verloren, pero de pronto se les presentaba una oportunidad. Bosch había reconocido el nombre de Bailey. Una de las tres amigas con las que Becky Verloren había pasado la tarde dos noches antes de su desaparición se llamaba Bailey Koster.

Bosch se dio cuenta de que era más que una oportunidad para interrogar a uno de los testigos del caso. Si no accedían a ella ya, probablemente Sable tendría noticias de Roland Mackey a través de Stoddard. A Bosch esa posibilidad no le interesaba. Quería controlar la información que se daba del caso a los implicados en él.

– ¿Está aquí hoy? -preguntó Bosch-. ¿Podemos hablar con ella?

Stoddard miró el reloj que había en la pared, junto al mostrador.

– Bueno, ahora está en clase, pero termina la jornada dentro de veinte minutos. Si no les importa esperar estoy seguro de que podrán hablar con ella entonces. -No hay problema.

– Bien, le enviaré un mensaje a su clase para que venga a la oficina después de la lección.

La señora Atkins, la secretaria, apareció detrás de Stoddard.

– De hecho, si no le importa -dijo Rider- preferiríamos ir a su aula a hablar con ella. No queremos que se sienta incómoda.

Bosch asintió. Rider iba en la misma frecuencia. No querían que la señora Sable recibiera ningún tipo de mensaje. No querían que pensara en Becky Verloren hasta que ellos estuvieran allí mirando y escuchando.

– Como ustedes prefieran -dijo Stoddard.

Se fijó en la señora Atkins, que se encontraba tras él y le pidió que explicara sus hallazgos.

– No tenemos ficha de ningún Roland Mackey que haya estudiado aquí -dijo ésta.

– ¿Han encontrado a alguien con ese apellido? -preguntó Rider.

– Sí, un Mackey, de nombre Gregory, asistió dos años en mil novecientos noventa y seis y noventa y siete.

Existía una posibilidad lejana de que se tratara de un hermano menor o de un primo. Podría ser necesario cotejar ese nombre.

– ¿Puede ver si dispone de alguna dirección o número de contacto de este Gregory Mackey? -preguntó Rider.

La señora Atkins miró a Stoddard en busca de aprobación y éste asintió con la cabeza. La secretaria desapareció para ir a buscar la información. Bosch miró el reloj de la pared. Les sobraban casi veinte minutos.

– Señor Stoddard, ¿tienen anuarios de finales de los años ochenta a los que podamos echar un vistazo mientras esperamos para entrevistar a la señora Sable? preguntó.

– Sí, por supuesto, les acompañaré a la biblioteca.

De camino a la biblioteca, Stoddard los hizo pasar junto a la placa que los compañeros de clase de Rebecca Verloren habían instalado en la pared del vestíbulo principal. Era una simple dedicatoria con su nombre, los años de nacimiento y defunción y la juvenil promesa de «Siempre te recordaremos».

– Era una chica muy dulce -dijo Stoddard-. Siempre participativa. Y su familia también. ¡Qué tragedia!

Stoddard limpió con la manga de la camisa el polvo de una fotografía laminada de la sonriente Becky Verloren en la placa.

La biblioteca estaba al doblar la esquina. Había pocos estudiantes en las mesas o revisando los estantes cuando se acercaba el final de la jornada. Stoddard les dijo en un susurro que se sentaran a una mesa y él fue hacia una estantería. Al cabo de menos de un minuto volvió con tres anuarios y los puso en la mesa. Bosch vio que cada libro tenía la leyenda «Veritas» y el año en la cubierta. Stoddard les entregó anuarios de 1986, 1987 y 1988.

– Éstos son los últimos tres años -susurró Stoddard-. Recuerdo que ella asistió desde primer curso, así que si quieren ver los anteriores, díganmelo. Están en el estante. Bosch negó con la cabeza.

– Gracias. Con esto bastará por ahora. Volveremos a pasar por la oficina antes de irnos. De todos modos necesitamos la información de la señora Atkins.

– De acuerdo, entonces les dejo.

– Ah, ¿podría decirnos dónde está el aula de la señora Sable?

Stoddard les dio el número de aula y les explicó cómo llegar hasta allí desde la biblioteca. Después se excusó, diciendo que tenía que volver a su despacho. Antes de irse, susurró unas palabras a unos chicos que ocupaban una mesa cercana a la puerta. Los chicos cogieron las mochilas que habían dejado en el suelo y las pusieron debajo de la mesa para no impedir el paso. Algo en el modo en que habían dejado las mochilas de cualquier manera le recordó a Bosch la forma en que lo hacían los chicos de Vietnam: allí donde estaban, sin preocuparse de nada que no fuera quitarse el peso de los hombros.