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Vespasiano se quedó mirando la ladera de enfrente donde las sucesivas oleadas de atacantes se habían mezclado completamente antes de que ninguno de los oficiales tuviera oportunidad de detener el avance y reorganizar a sus hombres.

– Esto se podría convertir en algo parecido a un desastre si no tenemos cuidado.

– No es precisamente un espectáculo edificante, ¿verdad, señor? -Vitelio soltó una risita.

– Esperemos que eso sea lo peor que ocurra hoy -le respondió Vespasiano. Levantó la vista al cielo despejado, donde el sol de la mañana brillaba resplandeciente, y luego volvió a dirigir la mirada hacia la niebla-. ¿Dirías que se está disipando?

– ¿Qué, señor? -La niebla. Creo que se está disipando. Vitelio se la quedó mirando un momento. No había duda de que los blancos hilos de niebla eran menos densos en los extremos y a través de ellos ya se veía el borroso contorno del que había a la izquierda.

– Creo que tiene razón, señor.

Narciso sólo podía atribuir el hecho de que el emperador sobreviviera a la loca carrera de un extremo a otro de su ejército a alguna especie de intervención divina. En medio de la espesa niebla casi era imposible seguir a Claudio. Los soldados se dispersaban a izquierda y derecha al oír el sonido de cascos que se aproximaban y miraban asombrados como Claudio pasaba al galope, seguido de cerca por el general Plautio y sus oficiales del Estado Mayor. A medida que las líneas romanas se volvieron más compactas, Claudio se vio obligado a ir más despacio y al final los demás le alcanzaron. se abrieron paso a la fuerza entre las tropas apiñadas. Cuando empezaron a subir por la loma y salieron de la niebla, la desorganización se les hizo evidente en toda su magnitud. Los soldados se aglomeraban por todo el frente. En las zanjas todavía era peor, puesto que los desafortunados que se habían quedado dentro estaban allí apretados sin poder salir y cualquiera que tropezara y cayera era pisoteado en el suelo hasta morir. únicamente haciendo uso de la brutal fuerza de sus monturas, Claudio y los miembros de su Estado mayor llegaron por fin a la empalizada y comprendieron qué era lo que había ido mal.

Carataco lo había previsto todo. Las zanjas y la empalizada sólo eran una cortina tras de la cual había dispuesto las verdaderas defensas en la pendiente contraria. A lo largo de cientos de metros a cada lado se extendía un sistema de fosas,,ocultas con estacas en el fondo (los «lirios» tan queridos por Julio César) y finalmente una profunda zanja y otra rampa de turba más, defendida por una empalizada. Sin el apoyo de las catapultas, las unidades de pretorianos, se habían visto obligadas a avanzar solas hasta aquella trampa mortal, con la oposición de los britanos a cada paso que daban.

Desparramados por toda la pendiente estaban los cadáveres de los pretorianos clavados en las estacas o mutilados por unas bolas con pinchos ocultas cuyas feroces puntas les atravesaron las botas y se incrustaron en sus pies. Sólo había unos pocos caminos entre las estacas y los pretorianos se habían amontonado en esos estrechos espacios donde un puñado de britanos los mantenía a raya mientras que sus flancos quedaban expuestos al despiadado fuego proveniente de unos pequeños baluartes que se alzaban por encima de las trampas que había alrededor. La llegada de más tropas había hecho que la situación empeorara paulatinamente, a la vez que los pretorianos se veían forzados a ir adentrándose en la trampa.

Claudio observó horrorizado aquel desastre; una gélida furia se apoderó de Plautio. Gritó sus órdenes, sin esperar la aprobación imperial.

– Mandad un mensajero a cada legado. Tienen que retirar inmediatamente a sus hombres. Que los lleven a los puestos señalizados del principio y que aguarden órdenes. ¡Vamos!

Mientras los oficiales del Estado Mayor se abrían paso de nuevo pendiente abajo, Claudio salió de su estado de paralización y respondió a las órdenes que su general acababa de dictar.

– Muy bien, Plautio, una retirada táctica. Muy se-sensato. Pero primero, aprovechemos esta di-distracción. La segunda puede avanzar ro-rodeando la colina y atraparlos por el flanco. ¡Da la orden a--a-ahora mismo!

Plautio miró fijamente a su emperador, atónito ante la absoluta idiotez de aquella orden.

– César, la segunda es el último cuerpo de legionarios formados que nos queda.

– ¡Exactamente! Ahora da la orden. Al ver que Plautio no se movía, el emperador repitió la orden a Narciso. El primer secretario enseguida miró a su alrededor en busca de alguien que fuera a decírselo a Vespasiano.

– ¡Sabino! ¡Venga aquí! Mientras Narciso daba la orden, se oyó un creciente quejido proveniente del enemigo cuando corrió la voz entre sus líneas de que el emperador romano en persona se encontraba muy cerca. Desde las líneas enemigas empezaron a caer flechas y proyectiles de honda alrededor de Claudio y su Estado Mayor y la escolta imperial se apresuró a rodear a su señor y levantar los escudos para protegerlo. El resto de sus compañeros tuvieron que desmontar y tomar los escudos de los muertos al tiempo que la intensidad de las descargas aumentaba. Al mirar por debajo de un escudo britano, Narciso vio que, entre la muchedumbre de britanos que se apiñaba ante ellos, se agitaban unas capas de color carmesí, y el rugido en las gargantas del enemigo alcanzó un tono fanático cuando los guerreros de élite de Carataco se lanzaron contra el emperador romano.

– ¡Ahora sí que estamos listos! -dijo Narciso entre dientes antes de volverse hacia Sabino-. Entiéndelo. Si tu hermano no hace avanzar a sus hombres a tiempo, el emperador estará perdido y el ejército será masacrado. ¡Vete!

Sabino clavó los talones en su montura y la bestia retrocedió antes de salir a toda prisa y atravesar de nuevo las apiñadas filas de legionarios. Por detrás de Sabino, el clamor de los britanos, que convergía allí donde estaba apostado el emperador, ahogaba los demás sonidos de la batalla.

Unos rostros desesperados y confundidos aparecían fugazmente ante él mientras espoleaba a su montura y se abría paso de forma brutal entre la densa muchedumbre sin hacer caso de los gritos de los soldados que derribaba y pisoteaba con su caballo.

Por fin la aglomeración de legionarios se hizo menos densa y puso el caballo al galope cuesta arriba hacia el campamento romano. A través de la niebla sus ojos buscaban con ansia cualquier señal de la presencia de la legión de su hermano. Entonces, las formas espectrales de los estandartes aparecieron justo delante de él. De pronto la niebla se aclaró y, con un grito, Sabino hizo girar a su caballo en dirección a su hermano, se detuvo a su lado y, jadeando, le pasó la orden del emperador.

– ¿Lo dices en serio? -Completamente en serio, hermano. Por la derecha de la colina y caer sobre su flanco rápidamente.

– Pero allí hay un pantano. A donde fueron los elefantes. ¿Dónde diablos han ido a parar?

– No importa -dijo Sabino sin aliento-. Tú limítate a cumplir la orden. Aún podríamos ganar la batalla.

– ¿Ganar la batalla? -Vespasiano dirigió la mirada por encima de la niebla que se disipaba hacia allí donde las otras legiones se reagrupaban al pie de la loma--. Tendremos suerte si no nos masacran.

– ¡Tú cumple la orden, legado! -exclamó Sabino con aspereza.

Vespasiano miró a su hermano y luego volvió los ojos de nuevo hacia el campo de batalla antes de tomar la decisión que tanto su criterio militar como su intuición le decían que tomara.

– No.

– ¿No? -repitió Sabino con unos ojos como platos-. ¿Qué quiere decir «no»?

– La segunda se queda aquí. Somos la reserva -explicó Vespasiano-. Si Claudio nos desperdicia en un ataque disparatado no quedará nada con lo que hacer frente a cualquier sorpresa que nos lancen los britanos. No mientras las demás legiones se encuentran en esa caótica situación. -Con un gesto de la cabeza señaló hacia el otro lado del valle-. Nos quedamos aquí.