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CAPÍTULO XXXIX

El general estaba a punto de salir de su tienda de mando cuando llegó Vespasiano. Aulo Plautio llevaba su armadura ceremonial completa y el sol de la tarde se reflejaba intensamente en la magnífica coraza y el yelmo dorado. En torno a él se hallaban agrupados sus oficiales superiores con un atuendo igual de llamativo. Una reata de caballos muy bien almohazados era conducida cuesta arriba, donde aguardaría fuera de la tienda de mando del general.

– ¡Ah! Estás aquí, Vespasiano. Confío en que te haya ido bien el día.

– Señor, tengo algo que decirle. En privado. -¿En privado? -Plautio parecía irritado-. Entonces tendrá que esperar.

– Pero, señor, es vital que le diga lo que sé ahora mismo. -Mira, no podemos retrasarnos más. El emperador y los refuerzos están justo al otro lado de las colinas que hay cruzando el río. Tenemos que ir a recibirlo con todas las formalidades cuando entre en el campamento sur. Ahora ve y ponte la ropa de ceremonia. Luego únete a mí al otro lado del río lo antes que puedas.

– Señor..

– Vespasiano, has recibido tus órdenes. Ten la amabilidad de cumplirlas.

Los caballos habían llegado a la tienda de mando y, sin dirigirle otra palabra o mirada a Vespasiano, Aulo Plautio montó en una lustrosa yegua negra y tiró de las riendas para dar la vuelta y dirigirse hacia el puente recién terminado. Tras un repentino golpe de sus talones enfundados en botas, la bestia dio una sacudida y avanzó a medio galope y el resto de miembros del Estado Mayor subieron apresuradamente a sus monturas y salieron a toda prisa para alcanzarlo. Vespasiano se los quedó mirando mientras se alejaban con el brazo levantado para protegerse la boca del polvo que se arremolinaba en el aire. Entonces, se dio un manotazo en el muslo con enojo y se dirigió de vuelta a su legión.

Claudio y sus refuerzos habrían llegado al campamento de la orilla sur poco antes de anochecer de no haber sido por Narciso. El caso fue que la columna se detuvo al otro lado de las colinas mientras el liberto seguía adelante en su litera para realizar los arreglos necesarios para una entrada espectacular. La litera se detuvo frente a las filas de oficiales allí reunidos, los cuales aguardaron con silenciosa expectación a que saliera su ocupante. Con una concienzuda precisión los porteadores bajaron la litera hasta el suelo y un par de lacayos se precipitaron hacia las cortinas de seda y las echaron atrás. los penachos de los yelmos de los oficiales se inclinaron cuando éstos estiraron el cuello para ver bien la litera, esperando como poco que el emperador emergiera de ella por uno de esos giros inesperados del protocolo. Hubo un audible suspiro de decepción cuando quien apareció fue Narciso, que se puso en pie y saludó al general.

– ¡Aulo Plautio! ¡Qué campamento tan estupendo tienes aquí! -Narciso hizo una pausa para examinar las capas de color escarlata y los petos bruñidos agrupados ante él-. Hola, caballeros, estoy de lo más emocionado con esta bienvenida. No -tendríais que haberlo hecho, de verdad.

Aulo Plautio apretó los dientes en un esfuerzo por controlar su genio. Se quedó callado mientras el liberto se acercaba a él con una amplia sonrisa y le daba un fuerte apretón de manos.

– Y ahora no nos entretengamos más. Tenemos que pasar a hacer los preparativos para la llegada del emperador. Que tus oficiales de Estado Mayor se queden para ayudar en la organización. El resto de estos chicos pueden ir y esperar dondequiera que vayan tus soldados entre los combates.

Mientras los oficiales pululaban con impaciencia por la abarrotada tienda de su comedor, Narciso dio rápidas instrucciones a fin de que se reunieran los materiales necesarios para conseguir el efecto teatral que el primer secretario del emperador deseaba. Vespasiano, bañado, perfumado y vestido con las galas ceremoniales, logró reunirse con los oficiales, que habían vuelto a congregarse en el exterior del cuartel general, justo cuando empezaba el acto.

Mucho después de que la noche tapara los últimos rayos de sol, un estridente atronar de trompetas en la puerta principal anunció la llegada de Claudio. La avenida que iba de la puerta a la casa de madera del general estaba flanqueada por legionarios que sostenían en alto unas antorchas encendidas. Bajo la luz de las llamas doradas y anaranjadas, la cohorte superior de la guardia pretoriana desfiló hacia el interior del campamento. El blanco inmaculado de sus uniformes y escudos engendraba cierto resentimiento contenido en los hombres que habían tenido que combatir para abrirse paso hasta el Támesis. Siguieron entrando más cohortes que formaron en la plaza de armas frente a la casa del general. Luego aparecieron un montón de jovencitos vestidos con túnicas de color púrpura que llevaban unos cestos de mimbre dorados y que tiraron pétalos de flores por todo el recorrido. Finalmente, otro toque de trompetas rompió el aire de la noche, acompañado en esa ocasión de otro trompeteo distinto que pocos hombres del ejército invasor habían oído antes.

Por la avenida de titilantes antorchas aparecieron los elefantes con su pesado andar y con el mismísimo emperador montado en el primero de la fila. En el momento justo, los legionarios situados a lo largo del recorrido empezaron a gritar ¡Imperator! imperator! ¡Imperator!», la aclamación tradicional para un amado y respetado comandante. Claudio estaba sentado detrás de un conductor de elefantes en un elaborado trono hecho especialmente para ser colocado sobre una de esas bestias. Sin inclinar ni volver la cabeza, el emperador movió una mano como respuesta al saludo. Llevaba una magnífica coraza de plata con incrustaciones de piedras preciosas que refulgían como ojos de color rojo y verde a la luz de las antorchas. Sobre él caía una capa con el tono púrpura imperial. En la frente llevaba una corona de oro cuyo lustre reflejaba el parpadeante resplandor.

Para un espectáculo tan espléndido como aquél, el miembro principal del elenco se habría beneficiado de un ensayo general. El insólito bamboleo de un elefante causa molestias en el estómago a alguien que no tenga experiencia en montar esos animales y el movimiento exigió unos frecuentes ajustes de la corona para mantenerla en un ángulo estéticamente agradable. Por lo demás, Vespasiano consideró que Claudio lo estaba haciendo bastante bien.

El conductor del elefante detuvo a la bestia que llevaba al emperador y la hizo descender con una serie de golpes y órdenes ya establecidos. Las rodillas de las patas anteriores se doblaron con garbo y el emperador, que seguía saludando con la mano de forma despreocupada a las tropas que lo aclamaban, casi salió despedido de su trono y sólo evitó esa indignidad echándose hacia atrás y agarrándose a los brazos del asiento. Con todo, la corona imperial se cayó. Rebotó en el costado del elefante y hubiera aterrizado en el suelo si Narciso no hubiera dado un salto adelante y la hubiese interceptado hábilmente con una mano. La bestia bajó su parte trasera y el emperador tiró de una palanca oculta para soltar el lateral del trono, que se desplegó, proporcionando así una serie de escalones de ángulos precisos que descendían hasta el suelo.

– ¡Anda! ¡Muy ingenioso! -se maravilló Vitelio, que se hallaba en su puesto junto a Vespasiano.

El emperador descendió, se volvió a colocar la corona que Narciso le había devuelto discretamente y avanzó renqueando para saludar al general de su ejército.

– Mi querido Aulo Plautio. ¡Ve-ve-verte de nuevo m-me alegra el corazón!

– El placer y el honor son ambos míos, César -dijo Plautio, e inclinó la cabeza.

– Sí, mu-muy amable por tu parte, t-t-tengo que reconocerlo.

_Espero que César haya tenido un cómodo viaje.

– No. N-no mucho. Hubo un poco de to-tormenta tras zarpar de Ostia y a las carreteras de la Galia les hace fa-falta una mejora. Pero los muchachos de la a-a-armada britana fueron muy complacientes. ¿Y sabes, P-Plautio? ¡todos los fuertes por los que he p-p-pasado desde que tomé tierra en Rutupiae me han aclamado como imperator ¿Qué te parece? -Le brillaban los ojos de orgullo y el tic nervioso que nunca había logrado dominar del todo destacó su satisfacción con un brusco movimiento lateral de la cabeza que casi volvió a tirarle la corona. En aquel momento colgaba, ligeramente torcida, por encima de su ojo izquierdo y, tras él, Narciso tuvo que detener su mano cuando la alargó de forma instintiva para enderezar el símbolo del cargo de su amo. Claudio giró repentinamente sobre sus talones para dirigirse a su primer secretario.