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– Sí, señor. -Cato sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Encárgate de que tus hombres coman algo y descansen. Ahora vete.

El joven saludó y estaba a punto de darse la vuelta para irse cuando Vespasiano añadió en voz baja:

– No dejes que el dolor nuble tu criterio, hijo. Tenemos unos días muy difíciles por delante y no quiero que desperdicies tu vida en una búsqueda de venganza. Ahora tus hombres cuentan contigo.

CAPÍTULO XXV

– ¿Estás seguro de eso?

Vitelio asintió con la cabeza. -¿Y le informaste con detalle sobre nuestra situación? -Sí, señor. Se lo conté todo. Vespasiano volvió a leer el mensaje de Aulo Plautio, no fuera el caso de que hubiera pasado por alto algún matiz que le permitiera tener argumentos para rescindir la orden. Pero no había nada. Por una vez, los administrativos del cuartel general de Plautio habían suprimido toda ambigüedad y habían redactado un conjunto de órdenes con esa clase de escueta elegancia que se podría comparar favorablemente con las crónicas de César. En un breve párrafo se le ordenaba a la segunda legión subir a bordo de unos transportes suministrados por la armada y desembarcar en la otra orilla del Támesis. Un barco de guerra fue todo lo que se consideró necesario para proporcionar apoyo a la operación. La segunda legión tenía que hacerse con el control de la orilla del río y establecer una cabeza de puente. Si tenían éxito, a Vespasiano se le mandarían refuerzos de la novena legión.

– ¡Es una locura! -se quejó el legado, y arrojó el informe sobre su escritorio portátil-. Una completa locura. No estamos en condiciones de llevarlo a cabo. Hay algunos hombres que todavía están ahí fuera en el pantano y los que han regresado al águila… ¿De qué diablos cree Plautio que estamos hechos?

– ¿Quiere que vuelva e intente hacerle cambiar de opinión, señor?

Vespasiano levantó la mirada de pronto. Estaba a punto de lanzar un ataque contra el tribuno por aprovechar cualquier oportunidad para quitarle autoridad cuando se dio cuenta de que Vitelio estaba encorvado a causa del cansancio. El tribuno parecía agotado y no daba la sensación de estar en condiciones de ejercitar su astucia habitual. Aquel hombre necesitaba un descanso y, en cualquier caso, no serviría de nada mandarlo de vuelta para discutir el asunto con el general. Las órdenes habían sido dictadas y Vespasiano tenía la obligación de cumplirlas con los recursos que tuviera disponibles. Cualquier intento de recurrir a evasivas o de retrasarse dañaría su reputación. Podía imaginar perfectamente las críticas de los senadores de Roma si se enteraban de que se había resistido a mandar a sus tropas al otro lado del río. Aquellos que tuvieran experiencia en campaña intercambiarían miradas de complicidad y cuchichearían misteriosamente sobre su falta de determinación; incluso podrían llegar al extremo de atribuirla calladamente a su cobardía. Vespasiano se puso rojo de ira sólo con pensarlo.

Habría un sentimiento de amargura entre los soldados cuando se les explicara el ataque propuesto. Tras la batalla en el Medway, los mortíferos juegos del gato y el ratón del día anterior en el pantano y ahora aquel ataque desesperado contra una nueva ribera defendida, seguro que se despertarían los recuerdos del reciente motín en Gesoriaco. Si no hubiera sido por la inexorable eliminación de los cabecillas del motín por parte de Narciso, no se habría acometido la invasión de Britania y lo que era aún peor, la autoridad del emperador habría disminuido de forma fatídica. Ya era bastante malo tener a gente como los Libertadores confabulando contra el emperador como para que encima los comandantes de un ejército alentaran sin saberlo el malestar de los rangos inferiores. Si la segunda legión se negaba a cumplir sus órdenes más tarde en aquella misma mañana, ¿cuánto tardaría en extenderse la noticia a las otras legiones? No más de dos días como mucho.

Y las órdenes eran claras. No daban ningún margen para la interpretación. Vespasiano tendría que confiar en el criterio de su superior incluso cuando temía las consecuencias de hacerlo. Con un amargo suspiro de resignación miró a su tribuno superior, decidido a recuperar su reputación de comandante de los que no se detienen ante nada con tal de cumplir las órdenes.

– Informa primero a los oficiales del Estado Mayor. Van a estar ocupados durante las próximas horas. Yo hablaré con los centuriones cuando esté listo el plan. Quiero que los hombres coman bien; si el desembarco tiene éxito, puede que pase algún tiempo antes de que puedan volver a comer como es debido. Encárgate de que la cocina de campaña dé raciones dobles; pero no más que eso o hundirán los transportes.

Era un mal chiste pero Vitelio se las arregló para esbozar una breve sonrisa antes de saludar y abandonar la tienda del legado. Vespasiano se dejó caer en su taburete y maldijo a Plautio con toda la vehemencia que su frustración y desesperanza pudieron reunir. Era perfectamente consciente de hasta qué punto su estado de agotamiento condicionaba su estado de ánimo: ¿cuándo fue la última vez que había dormido? Hacía dos días, y sólo fue un breve descanso entre el ataque de las fortificaciones del río y cuando dio las órdenes para esa última fase del avance. Le dolía todo el cuerpo, le escocían los Ojos y le costaba mucho esfuerzo concentrarse. De algún insidioso recoveco de su mente surgió el deseo de cerrar los ojos sólo un momento, no más. Sólo un momento para que desapareciera la sensación de escozor. En cuanto se hizo la sugerencia sus párpados se cerraron y su cuerpo se abandonó a la cálida oleada de relajación que él le permitió. Nada más que un momento, se recordó a sí mismo vagamente.

– ¡Señor! -Alguien le zarandeaba el hombro con suavidad. En sólo un instante Vespasiano se despertó por completo y se dio cuenta de lo que había ocurrido. Desató en silencio su furia contra sí mismo. El ordenanza que lo había despertado retrocedió respetuosamente ante su airada expresión. ¿Cuánto tiempo había dormido? No osó preguntárselo al ordenanza, que sospecharía de una debilidad muy humana en su legado. Al dirigir la mirada más allá de aquel hombre, Vespasiano vio que un pálido resplandor bordeaba la parte inferior de la tienda y se filtraba por las rendijas de los faldones cerrados. Por lo tanto, no hacía mucho que había amanecido. Con eso su vergüenza se mitigó.

– ¿Están reunidos mis oficiales? -Sí, señor. Le están esperando en la tienda de oficiales, Algunos todavía no han regresado del pantano, pero en cuanto lleguen les diré que acudan ante usted, señor.

– Muy bien. Ahora déjame solo. El ordenanza saludó y desapareció en silencio por entre los faldones de la tienda. Al instante, Vespasiano se pegó un puñetazo en la pierna y se maldijo con amargo reproche. ¡Mira que quedarse dormido en un momento como aquél! Haber cedido ante tal debilidad cuando su reputación y la de su legión iban a ponerse a prueba de forma extraordinaria. Era algo imperdonable y decidió fervientemente no dejar que volviera a ocurrir.

Se puso en pie, se alisó la túnica y se dirigió hacia el pequeño jarro y el cuenco de bronce que había en una esquina. Se vació el contenido del jarro en la cabeza. Lo habían llenado de agua sacada directamente del río durante la noche y todavía estaba lo bastante fresca para que sus sentidos pudieran volver a un estado más consciente. Se enderezó se secó y se peinó el mojado cabello negro con las manos para ponerlo en su sitio. Una rápida ojeada al espejo de bronce pulido reveló una barba de tres días que le raspó la palma de la mano cuando se la pasó por la mejilla. La barba, los Ojos hundidos y su demacrado semblante se combinaban para darle el aspecto de uno de esos pobres desgraciados de los bajos fondos que mendigaban en el exterior del Circo Máximo de Roma. Pero no había tiempo para un arreglo cosmético y se consoló pensando que sus oficiales del Estado Mayor tendrían un aspecto igual de descuidado.