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CAPÍTULO XIII

Sin disimular su angustia, Vespasiano observó a las reservas británicas avanzar como una enorme ola que amenazaba con hacer trizas la delgada línea de la novena. La decimocuarta legión no estaría en condiciones de prestar ningún tipo de apoyo hasta que la lucha en el terraplén hubiera terminado y entonces les llegaría a ellos el turno de lanzarse a aquella carnicería, sin posibilidad de retirada.

En su puesto al lado del legado, Cato se dio cuenta de que el destino del ejército entero dependía en gran medida de lo que ocurriera en los siguientes instantes. Los britanos estaban a punto de lograr una victoria decisiva sobre los invasores romanos y la mera idea de una calamidad parecida lo llenaba de sombría desesperanza, como si el mundo propiamente dicho estuviera al borde de la extinción. Ahora sólo la segunda legión podía evitar el desastre.

En medio del sordo fragor de la batalla Cato creyó oír el débil toque decadente de una trompeta y aguzó el oído para tratar de captar de nuevo su sonido. Pero, fuera cual fuera la naturaleza de aquel sonido, entonces ya había desaparecido. ¿Podría haber sido un engaño de la acústica?, se preguntó. ¿o una nota perdida de un cuerno de guerra britano? Entonces se oyó de nuevo, esta vez con más claridad. Cato se volvió rápidamente hacia su legado.

– ¡Señor! ¿Lo ha oído? Vespasiano se levantó y escuchó atentamente antes de mover la cabeza en señal de negación.

– No las oigo. ¿Estás seguro? Será mejor que estés seguro. -En un instante de locura, Cato se dio cuenta que todo estaba en sus manos. Sólo de él dependía el destino del ejército.

– ¡Son trompetas, señor! Nos ordenan que avancemos.

Vespasiano cruzó una larga mirada con el optio y luego asintió.

– Tienes razón. Las oigo. ¡Tocad a avance! -bramó Vespasiano por encima de su hombro y, antes de que se apagaran las primeras notas de la señal que siguió, la segunda legión avanzaba cuesta arriba. Vespasiano se volvió hacia sus mensajeros-. Transmitid la orden. Quiero que lleguemos en formación. Si alguien se siente inclinado a acaparar toda la gloria y rompe filas, me encargaré personalmente de que lo crucifiquen. ¡Centurión Macro!

– Sí, señor. -Macro se puso en posición de firmes ahora que ya no había necesidad de esconderse. _Forma a tu centuria y unios a vuestra cohorte.

– Sí, señor. -Buena suerte, Macro. -El legado movió la cabeza con gravedad. Necesitaremos toda la suerte que podamos obtener.

Entonces se dio la vuelta y acomodó su paso al de los abanderados que subían a la cima de la colina, donde ante ellos se reveló en toda su magnitud la tarea que tenían que acometer. Hasta los veteranos tomaron aire e intercambiaron miradas de sorpresa. Ya era demasiado tarde para retractarse de su decisión, reflexionó Vespasiano. Dentro de muy poco tiempo la segunda legión se ganaría una nota al pie de las páginas de la historia y, si aquel día los dioses eran benévolos, la referencia no iba a ser póstuma.

Los centuriones marcaban el paso en voz alta en un constante tono de desfile y la legión marchó cuesta abajo en líneas de cinco cohortes. Al frente de la sexta centuria, Cato hizo lo que pudo para seguir el paso de su centurión. Delante, vio que las reservas britanas habían llegado al terraplén y que subían en tropel por la pendiente contraria, frente a la delgada pared de escudos que formaban los hombres de la novena. Río abajo, las cohortes de la decimocuarta se apresuraban a volver a la formación a medida que iban llegando a la orilla. Pero la marea, cada vez más alta, hacía que su avance a través del vado fuera terriblemente lento, e incluso en aquellos momentos muchos de ellos llegarían demasiado tarde para poder ser de alguna utilidad.

La repentina amenaza por parte de la segunda legión por su flanco derecho dejó atemorizados a los guerreros britanos; muchos de ellos se limitaron a pararse en seco y quedarse observando el nuevo peligro. La distancia iba disminuyendo paulatinamente y Cato empezó a distinguir los rasgos individuales de los hombres con los que pronto estaría luchando cuerpo a cuerpo. Vio el pelo encalado, los tatuajes que se arremolinaban con elegancia sobre sus torsos manchados con tintura azul, los pantalones de lana teñidos de vivos colores y las malignas hojas largas de sus espadas y lanzas de guerra.

– ¡Cuidado ahí! bramó Macro cuando la irregular pendiente obligó a su centuria a romper la alineación con el resto de la cohorte-. ¡Mantened el paso!

Las filas se alinearon a toda prisa y la sexta centuria siguió avanzando, en ese momento a menos de ochocientos metros de las fortificaciones. Un pequeño grupo de honderos salieron corriendo de la puerta más cercana y se colocaron a distancia de tiro. Entonces, una ligera pero mortífera descarga de proyectiles cayó estrepitosamente sobre los grandes escudos rectangulares de los legionarios. Algo pasó zumbando por encima de la cabeza de Cato y un soldado de la retaguardia de la centuria soltó un grito cuando el proyectil le destrozó la clavícula. Cayó y se desplomó sobre la alta hierba, soltando su jabalina. Pero no había tiempo para dedicarle a aquel hombre tiempo, cuando una nueva descarga les golpeaba ruidosamente.

Quedaban unos cuatrocientos metros y la pendiente se nivelaba. La segunda legión ya no podía ver la desesperada lucha que tenía lugar a lo largo de la empalizada. Frente a la cohorte de Cato había una enorme puerta y el centurión la señaló con su bastón de vid al tiempo que daba la orden para que la cohorte se dirigiera hacia ella. Con una falta de cuidado típica del temperamento celta, las puertas estaban abiertas de par en par; la decimocuarta cohorte había apartado a los honderos y se encontraba a escasos pasos de las fortificaciones antes de que apareciera el primer contingente de la infantería pesada britana. Con un rugido desafiante, los britanos, con cascos ornamentados, escudos con forma de cometa y espadas largas, cargaron contra la línea romana.

– Jabalinas! ¡Lanzad a discreción! -Macro apenas tuvo tiempo de gritar la orden cuando las centurias de vanguardia de la cohorte ya habían arrojado una descarga irregular que describió una baja trayectoria en forma de arco y que iba directa a las espadas britanas. Como siempre, hubo un instante de silencio mientras las jabalinas descendían rápidamente y sus objetivos se preparaban para el impacto. Entonces se oyó un brusco chasquido y traqueteo seguido de unos gritos. Muchas de las jabalinas se habían alojado firmemente en los escudos britanos. Sus dúctiles astiles de hierro se doblaron al hacer impacto, por lo que a los receptores les fue imposible volver a lanzarlas o extraerlas de sus escudos, que entonces tenían que desecharse. Tras la descarga de jabalinas, los legionarios desenvainaron rápidamente las espadas y se enfrentaron a los britanos, que todavía no se habían recuperado del impacto de aquéllas. No había coraje que pudiera resistir la implacable eficiencia de Un entrenamiento enérgico y de un equipo diseñado específicamente para semejantes condiciones de batalla cerrada, y las cohortes romanas se abrieron camino con firmeza hacia el interior de las fortificaciones. La superioridad numérica del enemigo, que podía ser decisiva en un campo de batalla abierto, allí era una desventaja. Arrearon a los britanos para que se agolparan todos en un montón y los atravesaron con las espadas cortas cuyas acometidas surgían de entre una pared de grandes escudos rectangulares. La sexta centuria se retiró hacia una posición de flanqueo en cuanto la cohorte se hubo abierto paso a la fuerza a través de la puerta para entrar en una vasta zona llena de rudimentarias tiendas y otros refugios levantados por el ejército de Carataco. Entre la segunda legión y las otras dos que en esos momentos luchaban a todo lo largo de los terraplenes, quedaron atrapados miles de britanos. Hubo una tregua momentánea cuando de pronto el enemigo se dio cuenta de la cruda realidad del aprieto en el que se encontraban, casi rodeados por dos fuerzas romanas sin una sencilla ruta de escape. Sus jefes comprendieron lo peligroso de su situación y se esforzaron por imponer cierta apariencia de orden en sus hombres antes de que el combate se convirtiera en una masacre.