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Ya Ru pasó la noche en uno de sus clubes de Sanlitun, la zona de ocio de Pekín. En uno de los reservados se sentó a descansar, mientras que Li Wu, una de las dueñas del club, le daba un masaje en la nuca. Li era más o menos de su edad. Y hubo un tiempo en que fue su amante. Aún pertenecía al reducido grupo de personas en las que Ya Ru confiaba y, aunque se pensaba muy bien qué decirle y qué ocultarle, sabía que le era leal.

Li se desnudaba para darle los masajes. La música del club se oía lejana, la habitación estaba sumida en una semipenumbra que apenas iluminaba el rojo papel pintado de las paredes.

Ya Ru revisó mentalmente la conversación con Ma Li. «Todo es cosa de Hong», concluyó para sí. «Cometí un grave error al confiar durante tanto tiempo en su lealtad a la familia.»

Li continuó masajeando su espalda. De repente, Ya Ru le agarró la mano y se sentó de un salto.

– ¿Te he hecho daño?

– Necesito estar solo, Li. Volveré a llamarte más tarde.

La mujer se marchó, mientras Ya Ru se cubría con una sábana. Se preguntaba si no habría errado el razonamiento. Si la cuestión no era qué decía la carta que Hong le había entregado a Ma Li.

«Supongamos que Hong habló con alguien», se dijo. «Alguien que pensaba que a mí no me preocuparía demasiado.»

De repente recordó las palabras de Chan Bing acerca de la jueza sueca que tanto interés había despertado en Hong. ¿Qué le habría impedido hablar con ella y hacerle confidencias indebidas?

Ya Ru se tumbó en la cama. Después del masaje que Li le había dado con sus delicados dedos, el cuello le dolía menos.

A la mañana siguiente llamó a Chan Bing y fue derecho al grano.

– Mencionaste algo de una jueza sueca con la que mi hermana estuvo en contacto. ¿A propósito de qué?

– Se llamaba Birgitta Roslin. Fue un robo normal y corriente. La hicimos venir a identificar a los agresores, pero no reconoció a ninguno. En cambio, sí que habló con Hong sobre una serie de asesinatos cometidos en Suecia, según ella sospechaba, a manos de un chino.

Ya Ru se quedó helado. Era mucho peor de lo que él creía. Existía una amenaza capaz de causarle mucho más daño que las sospechas de corrupción. Se apresuró a concluir la conversación con Chan Bing rematándola con las consabidas frases de despedida.

Y, mentalmente, fue preparándose para una misión que tendría que ejecutar en persona, puesto que Liu ya no estaba.

Aún le quedaba algo por llevar a cabo. Su victoria sobre Hong no era aún completa.

Chinatown, Londres

34

Llovía de forma copiosa la mañana de mediados de mayo en que Birgitta Roslin acompañó a su familia a Copenhague, desde donde partirían para emprender sus vacaciones en Madeira. Tras no poca angustia y numerosas conversaciones con Staffan, decidió no ir con ellos. La prolongada baja por enfermedad de hacía unos meses le impidió solicitarle a su jefe unas vacaciones. El juzgado seguía sobrecargado de casos que aguardaban a ser juzgados. Simplemente, no podía marcharse.

Llegaron a Copenhague bajo una abundante lluvia. Staffan, que tenía billetes de tren gratis, insistió en que tomasen el tren hasta el aeropuerto de Kastrup, donde aguardaban sus hijos, pero ella se empeñó en llevarlo en coche. Se despidió de ellos en la terminal de salidas y se sentó en una cafetería a observar el flujo de personas cargadas de maletas y de sueños en que viajaban a tierras lejanas.

Llamó a Karin unos días antes para avisarla de que iría a Copenhague. Pese a que habían transcurrido varios meses desde que regresaron de Pekín, aún no habían tenido la posibilidad de volver a verse. Birgitta Roslin se entregó de lleno al trabajo en cuanto le dieron el alta. Hans Mattsson la recibió con los brazos abiertos, le colocó un jarrón de flores sobre la mesa y, un segundo después, le plantó un montón de demandas pendientes que debían ir a juicio lo antes posible. Precisamente entonces, a finales de marzo, se discutió en la prensa local del sur de Suecia el tema de la lentitud de los tribunales suecos. Hans Mattsson, cuyo carácter no podía considerarse combativo, no respondió, según Birgitta y sus colegas, con la contundencia necesaria, pues nada dijo sobre lo desesperado de la situación de los juzgados y, sobre todo, de las consecuencias de los recortes del Gobierno. En tanto que sus colegas gruñían y se enfurecían ante la gran cantidad de trabajo que pesaba sobre ellos, Birgitta Roslin sintió una serena alegría al verse de nuevo en su puesto. Volvió a quedarse en el despacho tan a menudo y hasta tan tarde, que Hans Mattsson le advirtió que, de continuar así, no tardaría en sobrepasar sus límites y caer enferma de nuevo.

– No estaba enferma -objetó Birgitta-. Sólo tenía la tensión alta y los valores sanguíneos por los suelos.

– He ahí la respuesta de un buen demagogo -observó Hans Mattsson-. No la de una jueza sueca que sabe que tergiversar las cosas puede conducir a lo peor.

De ahí que sólo hubiese hablado por teléfono con Karin Wiman. Habían intentado quedar en dos ocasiones, pero en ambos casos se les presentaron problemas de última hora. Sin embargo, aquel lluvioso día, en Copenhague, Birgitta estaba libre. Tenía que volver al juzgado al día siguiente y decidió pasar la noche con Karin. Llevaba en el bolso las fotografías del viaje y, con la curiosidad de una niña, ansiaba ver las tomadas por Karin.

Ya sentían el viaje a Pekín como algo lejano. Se preguntaba si el que los recuerdos se esfumasen con tanta rapidez sería cosa de la edad. Miró a su alrededor en la cafetería, como si buscase a alguien capaz de darle una respuesta. En un rincón había dos mujeres árabes cuyos rostros apenas se veían. Una de las dos estaba llorando.

«Ellas no pueden responder a mi pregunta», se dijo. «¿Quién, sino yo misma, podría hacerlo?

Birgitta y Karin habían quedado en verse para comer en un restaurante situado en una de las calles perpendiculares a Ströget. Birgitta había pensado ir de tiendas en busca de un traje para los juicios, pero la lluvia le quitó las ganas. Se quedó en Kastrup haciendo tiempo antes de tomar un taxi para ir a la ciudad, puesto que no estaba segura de dar con el lugar. Karin la saludó contenta al verla entrar en el restaurante, que estaba lleno de gente.

– ¿Ya se han ido?

– Sí, siempre se piensa demasiado tarde, pero es horrible mandar a toda la familia en el mismo avión.

Karin meneó la cabeza.

– No pasará nada -le aseguró-. El avión es el medio más seguro de viajar.

Almorzaron, miraron las fotografías y recordaron el viaje. Mientras Karin hablaba, Birgitta se sorprendió pensando, por primera vez en mucho tiempo, en el incidente del robo del que fue víctima. En Hong, que apareció ante su mesa de aquel modo inopinado. En el bolso, que volvió a aparecer. En todo aquel suceso aterrador en que se vio envuelta.

– ¿Me estás escuchando? -inquirió Karin.

– Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?

– No lo parece.

– Pensaba en mi familia, que ahora va por los aires.

Después de comer pidieron un café. Karin propuso que se tomasen un coñac como protesta contra el frío que hacía.

– Desde luego que sí.

Luego tomaron un taxi para ir a casa de Karin. Cuando llegaron, la lluvia había cesado y la capa de nubes empezó a disiparse.

– Necesito moverme -comentó Birgitta-. Paso una cantidad infinita de horas sentada en mi despacho o en el juzgado.

Fueron a dar un paseo por la playa, que estaba desierta, a excepción de unas cuantas personas mayores que habían salido a pasear con sus perros.

– ¿En qué piensas cuando mandas a alguien a la cárcel? ¿Te lo he preguntado ya alguna vez? No sé si has juzgado a algún asesino… -quiso saber Karin.

– Muchas veces. Entre otros, a una mujer que asesinó a tres personas. A sus padres y a un hermano menor. Recuerdo que estuve observándola durante el juicio. Era pequeña y menuda, muy hermosa. Si yo hubiese sido un hombre, me habría resultado sexy. Intenté detectar arrepentimiento en su expresión. Era evidente que los asesinatos fueron premeditados. No mató a palos a sus víctimas en un acceso de ira. Además, fue literalmente así, los mató a palos. Eso es típico de los hombres. Las mujeres suelen utilizar cuchillos. Nosotras somos el sexo que acuchilla, mientras que los hombres golpean. Aquella mujer, en cambio, agarró un bate que su padre tenía en el garaje y les abrió la cabeza a los tres. Nada de arrepentimiento.