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– No me explico cómo alguien puede cometer una agresión tan atroz contra un niño -aseguró al fin Valentina.

– Precisamente porque no lo comprendemos tenemos que esforzarnos por aclarar todo este asunto, para entender qué ocurrió de verdad.

La forense no dijo nada. Al mismo tiempo, una idea aún imprecisa comenzó a forjarse en la conciencia de Vivi Sundberg. En un primer momento, ella misma no supo decir en qué consistía. «Una pauta», se dijo. «Algo roto.» De pronto, cayó en la cuenta de lo que había captado su atención.

– ¿Puedes contar cuántas cuchilladas le dieron?

La forense se inclinó e iluminó el cadáver con la lámpara de la mesita. Le llevó varios minutos examinarlo, hasta que respondió.

– Parece que sólo le dieron una, pero fue mortal.

– ¿Algo más?

– No creo que fuese consciente de nada. El corte le seccionó la columna.

– ¿Has visto ya los demás cadáveres?

– Sí, bueno, lo que he hecho ha sido constatar que están muertos. No quisiera empezar en serio hasta que lleguen mis colegas.

– ¿Podrías decirme si alguna de las otras víctimas murió también de una sola cuchillada?

Al principio Valentina Miir reaccionó como si no hubiese comprendido la pregunta. De todos modos, revisó mentalmente lo que había visto, antes de contestar:

– Pues, a decir verdad, no -dijo al fin-. Si no me equivoco, todos los demás cadáveres presentaban numerosas cuchilladas.

– ¿Que no fueron necesariamente mortales?

– Es muy pronto para asegurarlo, pero probablemente tengas razón.

– Bien, gracias.

La forense se marchó. Cuando Vivi Sundberg se quedó sola, revisó el dormitorio y la ropa del niño para ver si encontraba algo que pudiese revelarle su nombre. No encontró nada, ni siquiera un bonobús. Bajó las escaleras y salió al jardín. Puesto que quería estar a solas, se dirigió a la parte posterior de la casa, que daba a la superficie congelada del lago. Intentaba aclararse a sí misma qué era lo que había descubierto en realidad. El niño había muerto de una sola cuchillada, los demás habían sufrido una violencia más sistemática. ¿Qué podía significar aquello? Sólo se le ocurría una explicación plausible, que, al mismo tiempo, era aterradora. Quien mató al niño no quería que el pequeño sufriera, mientras que los demás se vieron sometidos a un ensañamiento que más bien se asemejaba a una prolongada tortura.

Se quedó mirando las brumosas cimas de las montañas que se alzaban al otro lado del lago. «Quería torturarlos», constató para sí. «El que sostenía la espada o el cuchillo quería que fuesen conscientes de que iban a morir.

»¿Por qué?» Vivi Sundberg no hallaba respuesta. El atronador sonido de un motor que se acercaba la hizo volver a la parte delantera de la casa. El helicóptero descendía despacio sobre las lomas del bosque y fue a aterrizar en un cercado, entre una nube de nieve. Tobias Ludwig bajó del helicóptero, que volvió a despegar enseguida y a retomar el vuelo rumbo sur.

Vivi Sundberg salió a su encuentro. Tobias Ludwig llevaba zapatos de vestir y se le acercó caminando con dificultad, los pies hundidos en la nieve. Así, de lejos, pensó que parecía un insecto aturdido y atascado en la nieve, aleteando para liberarse.

Se encontraron en la carretera. Ludwig se sacudió la nieve de la ropa.

– Llevo un rato intentando comprender lo que me contabas -confesó.

– En esas casas hay un montón de muertos. Quería que los vieras con tus propios ojos. Sten Robertsson está aquí. He solicitado todos los recursos que he podido, pero ahora te toca a ti asumir la responsabilidad de que nos proporcionen la ayuda que necesitamos.

– Sigo sin entender nada. ¿Dices que hay muchos muertos? ¿Y sólo viejos?

– Bueno, también hay un niño que se sale de la pauta. Es joven. Pero también está muerto.

Vivi recorrió las casas una a una por cuarta vez aquella misma mañana. Tobias Ludwig iba a su lado, lanzando gemidos de horror. Terminaron el periplo en la tienda donde estaban los restos de la pierna. La forense había desaparecido. Tobias Ludwig meneaba la cabeza, se sentía impotente.

– Pero ¿qué se supone que es esto? Debe de ser obra de un loco.

– Aún no sabemos si es sólo uno. Puede tratarse de varios.

– ¿Varios desquiciados?

– Quién sabe.

Ludwig la miró inquisitivo.

– ¿Hay algo en este asunto que sepamos de verdad?

– En realidad, no.

– Esto tiene unas dimensiones demasiado grandes para nosotros. Necesitamos ayuda.

– En eso consiste tu misión. Además, les he comunicado a los periodistas que celebraremos una conferencia de prensa a las seis.

– ¿Y qué vamos a decir?

– Eso depende de a cuántos familiares hayamos logrado localizar para entonces. Eso también es responsabilidad tuya.

– ¿Localizar a los familiares?

– Erik tiene la lista. Deberás empezar por organizar el trabajo. Llamar al personal que esté librando y todo eso. Tú eres el jefe.

Robertsson se acercaba caminando hacia ellos por la carretera.

– Esto es horrendo, una atrocidad -opinó Tobias Ludwig-. Me pregunto si habrá algún precedente similar en toda Suecia.

Robertsson negó con un gesto. Vivi Sundberg observaba a los dos hombres. Sentía crecer la sensación de que debían darse prisa, de que, si no se apresuraban, sucedería algo mucho peor.

– Empieza con los nombres -le dijo a Tobias Ludwig-. Créeme, necesito contar con tu ayuda.

Después tomó a Robertsson del brazo y echó a andar con él por la carretera.

– ¿Qué piensas?

– Que tengo miedo. ¿Tú no?

– A mí no me queda tiempo para eso.

Sten Robertsson la observó con los ojos entrecerrados.

– Pero tienes alguna idea, ¿verdad? Siempre la tienes.

– No, esta vez no. Pueden haber sido diez personas, pero por ahora no puedo decir ni que sí ni que no. Trabajamos sin ninguna hipótesis concreta. Además, tú has de estar en la conferencia de prensa.

– Detesto hablar con los periodistas.

– Lo siento, es lo que hay.

Robertsson se marchó y Vivi estaba a punto de meterse en el coche cuando vio que Erik Huddén le hacía señas. Caminaba hacia donde ella se encontraba y llevaba algo en la mano. «Ha encontrado el arma homicida», se dijo Vivi. «Eso sería lo mejor, nos vendría de maravilla. A menos que atrapáramos pronto al asesino.»

No obstante, lo que Erik Huddén llevaba en la mano no era un arma sino una bolsa de plástico, que le entregó a Vivi. Una bolsa que contenía una cinta de seda roja.

– La encontró el perro. En el bosque, a unos treinta metros de la pierna.

– ¿Alguna huella?

– Están investigándolo ahora mismo. Pero el perro localizó la cinta y no dio muestras de querer seguir buscando hacia el interior del bosque.

Vivi sostuvo en alto la bolsa y entrecerró un ojo para distinguir bien el contenido.

– Es muy fina -observó-. Parece de seda. ¿Algún otro objeto?

– Sólo eso, porque se destacaba entre la nieve.

Vivi le devolvió la bolsa.

– Bien, pues algo es algo -se consoló Vivi-. En la conferencia de prensa podremos comunicarle al mundo que tenemos diecinueve víctimas de asesinato y una pista, una cinta de seda roja.

– Tal vez encontremos algo más.

– Sí, encontrad algo más. Y además atrapad al autor del crimen, haced el favor. O, más bien, al monstruo.

Cuando Erik Huddén se marchó, Vivi se sentó en el coche para poder pensar a solas. A través del parabrisas vio cómo unas asistentes sociales se llevaban a Julia. «Ella, felizmente, lo ignora todo», pensó. «Julia jamás comprenderá lo que sucedió en las casas vecinas a la suya esta noche de enero.»

Cerró los ojos e hizo desfilar los nombres de la lista por su cabeza. Aún le resultaba imposible emparejar los nombres con los rostros que había visto ya en cuatro ocasiones. ¿Dónde empezó todo?, se preguntó. Una de las casas sería la primera y otra tuvo que ser la última. El autor del crimen, actuase o no en solitario, debía saber lo que hacía. No fue de casa en casa al azar, no intentó entrar en la de los accionistas ni en la de la anciana senil. Sus casas se libraron de él.