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En nuestro regimiento había servido en calidad de voluntario un joven español de noble estirpe, uno de los pocos hombres de su nación que, inflamados por las ideas de la libertad y la justicia, habían hecho suya la causa de Francia y el Emperador. Había roto con su familia, y sólo había confiado su nombre auténtico y su origen a dos o tres de sus camaradas. Pero los campesinos españoles le llamaban «el Marquesito» -pues era de pequeña estatura y de figura delicada-, y nosotros también le nombrábamos así. La noche anterior había caído en combate contra los guerrilleros, y le habíamos dado sepultura en el cementerio de la aldea de Bascara.

– No hay duda -dijo Donop-. Su marqués de Bolibar, Jochberg, es un pariente de nuestro Marquesito. Es nuestro deber participar al anciano, con toda consideración y prudencia, de la muerte de nuestro valiente camarada. Usted, Jochberg, que ya conoce al señor marqués, ¿querría hacerse cargo de ello?

Saludé y, en compañía de uno de mis hombres, me dirigí a la quinta del aristócrata, mientras preparaba las palabras con las que habría de llevar a cabo decorosamente mi difícil e ingrato cometido.

Entre la casa y la calle había un muro, pero estaba de tal modo deteriorado, que por cualquier parte se podía pasar al otro lado sin dificultad. Cuando me acerqué al edificio, me recibió un tumulto de voces que gritaban, se lamentaban y reñían. Llamé a la puerta.

De inmediato cesó el alboroto, y una voz preguntó:

– ¿Quién va?

– Gente de paz -respondí.

– ¿Qué gente?

– Un oficial alemán.

– ¡Ave María Purísima! No es él -exclamó una voz lastimera. La puerta se abrió y entré.

Me encontré en un vestíbulo y vi a los lacayos, los cocheros, los jardineros y el resto de la servidumbre corriendo de un lado para otro en el mayor desconcierto y turbación. El individuo bajo y desgreñado que hacía un rato se había dirigido al marqués en el jardín con las palabras «¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar!», estaba allí también, y se me acercó con sus breves pasos de maestro de baile. Su rostro estaba rojo como un tomate por el acaloramiento y se me presentó como el mayordomo y administrador de su excelencia el señor marqués.

– Deseo hablar personalmente con el señor marqués -dije.

El mayordomo boqueó para tomar aire y se llevó las manos a las sienes.

– ¿Con el señor marqués? -gimió-. ¡Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso!

Me miró fijamente por espacio de unos instantes y me dijo:

– Señor teniente, o señor capitán, o lo que seáis: su excelencia el señor marqués no está en casa.

– ¡Cómo! ¿No está en casa? -exclamé en tono severo-. Hace media hora lo vi con mis propios ojos en el jardín.

– Hace media hora, sí. Pero ahora ha desaparecido -y, dirigiéndose a un hombre que pasaba en aquel momento por el vestíbulo, le gritó-: ¡Pascual! ¿Vienes del establo? ¿Falta algún caballo?

– No, señor Fabricio. Están todos.

– ¿Los caballos de montar también? ¿El blanco Capitán y el bayo San Miguel? Y la yegua Hermosa, ¿está en el establo?

– Están todos -replicó el mozo de establo-. No falta ninguno.

– Entonces, que Dios, la Virgen y todos los santos nos ayuden. A nuestro señor le ha ocurrido un accidente, ha desaparecido.

– ¿Cuándo ha visto usted al señor marqués por última vez? -pregunté.

– Hace media hora, en su dormitorio; estaba de pie, mirándose en un espejo. Y me ha ordenado que entrase a cada momento en la habitación y le preguntase a su excelencia por su salud. Me ha hecho preguntarle: «¿Cómo ha pasado la noche su excelencia el señor marqués?», o, como si yo fuera uno de sus amigos de Madrid: «¡Dios te guarde, Bolibar! ¿Qué haces tú por aquí?». Me lo ha hecho repetir varias veces, y mientras tanto él estaba de pie delante del espejo, contemplando su imagen.

– ¿Y esta mañana en el jardín?

– El señor marqués ha estado muy extraño toda la mañana. Nos ha hecho escondernos entre los matorrales y gritarle su propio nombre al oído. Sólo Dios sabe qué es lo que se proponía nuestro señor con esto, pues nunca hace nada sin intención ni objeto.

Mientras tanto, el jardinero, con su aprendiz, se plantó delante de la puerta. De inmediato, el mayordomo me abandonó y se fue hacia ellos.

– ¿Qué estáis esperando? ¡A vaciar el estanque, inmediatamente!

Y, dirigiéndose a mí, dijo con un suspiro:

– Quiera Dios que podamos sepultarlo cristianamente y con honor si lo encontramos en el fondo del estanque.

Salí de la casa e informé a mis camaradas de lo que había oído. Mientras comentábamos el asunto pasó por nuestro lado una camilla en la que yacía un oficial herido…

– ¿Bolibar? -gritó de pronto-. ¿Quién ha hablado del marqués de Bolibar?

El oficial llevaba el uniforme de otro regimiento, pero yo le conocía. Era el teniente Rohn, de los cazadores de Hannover, con quien yo había compartido durante dos semanas el alojamiento el verano anterior. Tenía un tiro en el pecho.

– He sido yo -dije-. ¿Qué pasa con el marqués de Bolibar? ¿Lo conoce usted?

Se me quedó mirando angustiado y con gesto de horror. La fiebre causada por la herida ardía en sus ojos.

– ¡Apresadlo sin demora! -gritó con voz ronca-. De lo contrario, os aniquilará a todos.

El Tonel

Dos días después, el teniente von Rohn de los cazadores de Hannover falleció a causa de sus heridas en el convento de Santa Engracia, que habíamos convertido en lazareto a nuestra llegada a La Bisbal. Durante esos dos días, nuestro coronel y el capitán Eglofstein le tomaron reiteradamente declaración acerca de los pormenores de su encuentro con el Tonel y el marqués de Bolibar. Aunque no siempre tenía la cabeza clara, sus revelaciones nos proporcionaron un cuadro satisfactorio de lo que aquella noche -que fue la siguiente a nuestro enfrentamiento con los guerrilleros- habían convenido el Tonel, el marqués de Bolibar y el capitán inglés William O'Callaghan junto a la ermita de San Roque, en los bosques cercanos a Bascara. Su relato nos permitió hacernos una idea exacta del carácter y las facultades del marqués de Bolibar, y de hasta qué punto nos convenía tomar las debidas precauciones contra tan peligroso enemigo de Francia y del Emperador.

El teniente von Rohn, con importantes documentos contables, en concreto las llamadas feuilles d'appel, las listas de efectivos y de registro de los cazadores de Hannover, había sido enviado por el comandante de su regimiento a Forgosa, donde se hallaba el cuartel general del mariscal Soult. La razón era que el subinspector se negaba a pagar. Debido a que la zona que separaba el cuarto cuerpo de ejército del mariscal Soult de la brigada del general d'Hilliers, a la que pertenecían los cazadores de Hannover, se encontraba en poder de los insurgentes, que también tenían ocupada la ciudad de La Bisbal y sus alrededores, el teniente von Rohn se había visto obligado a evitar el cómodo camino real y hacer uso de los senderos forestales que conducían a Forgosa dando un rodeo por la sierra.

A esta altura de su relato, el teniente von Rohn dio rienda suelta a sus amargas quejas contra los contadores del ejército, afirmando que desearía arrancar de sus mullidas poltronas a todos los comisarios de guerra y a los elucubradores, y en general a todos los chupatintas del cuartel general, para hacerlos sentarse sobre las duras piedras del suelo español; de ese modo aprenderían pronto a tratar a las tropas como es debido. En su regimiento escaseaba un día el calzado y al siguiente los cartuchos, y una vez los zapadores habían tenido que emplear cubetas de jardinero en lugar de sus gaviones. A partir de allí perdió por completo el hilo del relato y dio en hablar de la soldada, protestando enérgicamente contra el hecho de que un teniente cobrase en casa veintidós táleros al mes mientras que él, en campaña, sólo recibía dieciocho. «Junot está loco!», gritó a continuación, en el acaloramiento de la fiebre. «¡Cómo es posible que un loco de atar siga mandando un cuerpo de ejército! No digo que no sea valiente; en la batalla le coge el fusil a cualquier soldado raso y pelea como uno más».