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– ¡Esos bandidos van a asesinarlo! -masculló el cabo.

– ¡Cuando salte la verja, te vienes detrás de mí y caemos los dos en medio de ellos! -ordené, pero inmediatamente uno de los hombres salió de detrás de un montón de grava y se lanzó a toda prisa hacia la espalda del anciano.

Levanté la pistola y apunté, pero un instante después la dejé caer, pues íbamos a ser testigos de uno de los espectáculos más singulares que he visto en mi vida. Mi madre tiene un hermano que es médico en un manicomio de Kissingen; y de niño yo iba de vez en cuando a visitarlo. Y, a fuer de sincero, en aquel momento me sentí trasladado al jardín de aquel manicomio. Pues el hombre se quedó parado tras el anciano, a un paso de distancia, se quitó el sombrero y exclamó a voz en grito:

– ¡Señor marqués de Bolibar! ¡Os deseo muy buenos días, excelencia!

Y en el mismo instante salió de detrás de una estatua de piedra arenisca un individuo alto y calvo vestido de arriero que también se dirigió, con torpes pasos de baile, hacia el anciano, e, inclinándose, graznó:

– Mis respetos, señor marqués. Viva vuestra excelencia mil años.

Pero lo más extravagante de todo era que el anciano seguía su camino, conduciéndose como si no hubiese visto ni oído a ninguno de los dos. Entretanto, se había acercado a donde yo estaba y pude ver su rostro, que me pareció sobremanera rígido e inalterable. Su cabello era totalmente blanco, y la frente y las mejillas, pálidas. Tenía los ojos fijos en el suelo; nunca olvidaré sus rasgos intrépidos y terribles.

A medida que seguía caminando, los hombres, uno tras otro, iban saliendo de sus escondrijos; como en una farsa de marionetas, se asomaban por todas partes, de entre los arbustos, de detrás de los árboles, de debajo de los bancos del jardín, se descolgaban de los árboles, se cruzaban en su camino y le gritaban:

– ¡Vuestro humilde servidor, señor marqués de Bolibar!

– Muy buenos días, señor marqués, ¿cómo está la salud de vuecencia?

– Ilustrísimo señor, mis respetos y homenajes.

Pero el marqués continuaba en silencio su marcha, sin hacer nada para alejar a los incómodos lacayos que le saludaban, arremolinándose a su alrededor como las moscas en torno a una escudilla de miel; su rostro permanecía inalterable, como si todo aquel griterío y todos aquellos saludos no fueran dirigidos a él, sino a otra persona a quien no veía.

El cabo y yo nos quedamos pasmados, observando con la boca abierta aquella extraña comedia. Mientras tanto, de una glorieta salió precipitadamente un hombre bajo y desgreñado, que con breves pasos de maestro de baile se apresuró también hacia el anciano, se quedó parado, escarbó vehementemente con los pies, como una gallina en un montón de estiércol, y exclamó en mal francés:

– ¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar! ¡Me alegro de veros!

Pero tampoco a éste, que se conducía como si fuese su mejor amigo, se dignó mirarlo el marqués. Ensimismado y como sumido en profundos pensamientos, el anciano se encaminó hacia su casa de campo, ascendió por la escalera y desapareció en la oscuridad de la puerta, en silencio, como había salido.

Nos levantamos del suelo y observamos a los lacayos, que cogidos del brazo, fumando y charlando en pequeños grupos, entraron en la casa en pos de su amo.

– ¡Vaya! -le dije al cabo-, ¿qué demonios significará todo eso?

Se quedó pensativo un instante.

– Estos aristócratas españoles -dijo por fin- son todos gente solemne y taciturna. Es su manera de ser.

– Ese marqués de Bolibar debe de estar loco de remate, y su gente lo trata como a tal, divirtiéndose a su costa. Ven, vamos otra vez a la posada. El posadero nos sabrá explicar por qué el jardinero, el cochero, los mozos de establo y los lacayos se han dedicado a saludar solemnemente al marqués de Bolibar, sin que él lo agradezca en lo más mínimo.

– Será que estaban celebrando su onomástica -dijo el cabo-. Pero bueno, mi teniente, si queréis entrar en la posada, hacedlo solo; yo me quedo fuera, no quiero volver a ese nido de ratas. El mantel que tienen parece la bandera de nuestro regimiento después del ataque a Talavera, y hay tanto estiércol en el suelo, que se podría abonar con él todos los campos de España desde Pamplona hasta Málaga.

El cabo se quedó en la puerta y yo me dirigí al propietario de la posada, a quien encontré ocupado en freír en aceite pedacitos de pan. La posadera estaba en el suelo, soplando el fuego con la ayuda de un viejo cañón de trabuco que utilizaba a falta de fuelle.

– ¿De quién es esa quinta de ahí afuera? -pregunté.

– Es de un hombre ilustre-respondió el posadero sin abandonar su tarea-. El hombre más rico de toda la provincia.

– Ya me imagino que la casa no fue construida para gansos y cabras -dije-. ¿Cómo se llama el propietario?

El posadero me miró lleno de recelo.

– Su excelencia el muy noble señor marqués de Bolibar -dijo por fin.

– Marqués de Bolibar -repetí-. Un señor muy soberbio, ¿verdad? Y muy orgulloso de su alcurnia.

– ¿Pero qué decís? Es un caballero muy campecha no y benévolo, a pesar de su ilustre abolengo. Un cristiano piadoso de verdad, y nada orgulloso; por la calle responde tan amablemente al saludo de un aguador como al del reverendo señor cura.

– Entonces -dije yo- no debe de estar muy bien de la cabeza. Según he oído decir, los pilludos le corren detrás, mofándose de él y llamándole por su nombre para burlarse.

– ¡Caballero! -dijo el posadero con una expresión de asombro y susto en la cara-. ¿Quién ha podido contaros semejante mentira? No hay en toda la provincia hombre más sensato que él, permitidme que os lo diga. Los campesinos de todos los pueblos de los alrededores peregrinan a él cuando se encuentran en apuros a causa del ganado o las mujeres o esos impuestos tan fuertes.

Las palabras del posadero no casaban bien con la escena de la que yo había sido testigo en el jardín. Y me volvió a los ojos la imagen de aquel hombre que caminaba mudo y con el semblante inalterable por entre un tropel de lacayos ruidosos y charlatanes, sin ser capaz de ponerlos en fuga. Estaba pensando si debía explicarle al posadero lo que había visto en el jardín, cuando de pronto me llegó a los oídos el son estridente de las trompetas y el chacoloteo de los cascos de los caballos. Oí luego la voz del coronel y me apresuré a salir al camino.

Mi regimiento estaba allí. Los granaderos, sucios y cubiertos por el sudor de varias horas de marcha, habían roto las filas y estaban sentados a uno y otro lado del camino. Los oficiales desmontaron y llamaron a sus asistentes. Me dirigí al coronel y le di el parte.

El coronel prestó escasa atención a mis palabras. Estaba contemplando el lugar, pensando cómo podría mejorar la fortificación, construyendo en su mente terraplenes, bastiones, polvorines y baluartes para la defensa de la ciudad.

El capitán Brockendorf se hallaba con otros oficiales junto a la carreta de bueyes que transportaba los petates de la oficialidad. Me puse a su lado y le narré el extraño paseo matutino del marqués de Bolibar. Me escuchó sacudiendo la cabeza y con cara de incredulidad. Pero el teniente Günther, que estaba junto a él, sentado en una tina vacía, dijo:

– Entre esos aristócratas españoles se encuentran a veces tipos de lo más extravagante. No se hartan de oír sus sonoros nombres, tan largos que sería menester tres santos rosarios para recitarlos enteros. Les hace ilusión pasarse el día oyendo la lista completa de sus títulos de boca de sus lacayos. Cuando estuve en Salamanca, alojado en casa de un tal conde de Veyra…

Y empezó a contar una historia de la que había sido testigo en casa de un aristócrata español orgulloso de su alcurnia. Pero el teniente Donop le interrumpió:

– ¿Bolibar? ¿Has dicho Bolibar? Pero si nuestro pobre Marquesito se llamaba también Bolibar…

– Es cierto, así es -exclamó Brockendorf-. Y una vez me contó que su familia tenía posesiones en las cercanías de La Bisbal.