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Era la una de la tarde. Vinzenz había puesto la mesa, pero aquel día ni siquiera toqué la comida que acostumbraba a subirme de un restaurante vecino los días que me quedaba a comer en casa. Los nervios no me permitían reposo, iba de un lado a otro de la habitación haciendo todo tipo de planes que enseguida rechazaba por encontrarlos absurdos, demasiado complicados o sencillamente irrealizables; consideré todas las posibilidades y una y otra vez me encontraba con dificultades que me parecían insuperables, o me enredaba entre mil combinaciones. Luego volvía a comenzar de nuevo, sin dudar ni un instante de que más tarde o más temprano daría con la solución correcta.

Y ésta llegó de pronto, en el momento más inesperado. Me encontraba frente a la ventana. En los cristales se reflejaba, reducido a una escala completamente irreal, todo el bullicio de la calle, y aquella imagen ha perdurado en mi memoria como grabada por un buril. Todavía hoy, mientras escribo esto, puedo verlo todo como si lo tuviera ante mis ojos: las cortinas azul celeste de las ventanas del edificio de enfrente, una mujer que cruzaba la calle tocada con un gran sombrero de ala ancha pasado de moda, una trabajadora que sostenía un cesto de limones entre sus manos, el arcángel San Miguel instalado sobre el mostrador de la farmacia -y reducido ahora al tamaño de una miniatura que levantaba los brazos con gesto protector hacia los clientes que esperaban ser atendidos -, un tranvía que pasaba y que por un instante lo ocultó todo tras una cortina de cristales y luces fugaces, la furgoneta de un pastelero aparcada ante el café de la esquina y de la cual bajó un muchacho pelirrojo cargado con dos cajas de madera amarilla, con las que rápidamente desapareció por la puerta giratoria del local… Y de pronto, mientras contemplaba todo este espectáculo, se me ocurrió una idea que me pareció tan obvia que no comprendía cómo no se le había ocurrido ya antes al ingeniero.

¡El accidente de circulación! ¡El accidente que había sufrido Eugen Bischoff! ¡Este tenía que ser el punto de partida! Reflexioné un momento, la Burggasse pertenecía al distrito siete, y yo conocía al comisario encargado de la zona. Se llamaba Franz o Friedrich Hufnagel. Había acudido a él hacía unos meses a causa de un anónimo que recibí con ciertas amenazas. Después habíamos coincidido a menudo en el salón de ajedrez de un café que yo frecuentaba. El sabría cómo ayudarme. A mí me faltaban la tranquilidad y la paciencia necesarias para iniciar yo mismo las pesquisas. Le escribí unas líneas en una tarjeta de visita, llamé a mi criado y le di las instrucciones pertinentes.

– Ve a la comisaría de la Kreindlgasse y pregunta por el comisario Hufnagel. Le entregas mi tarjeta. Te mostrará el informe policial de un accidente ocurrido en la Burggasse. Te apuntas el nombre del chófer implicado -un taxista, me parece- y el número de matrícula de su coche. Luego te diriges a la parada de taxis donde acostumbra a estar estacionado, lo esperas si no está en aquel momento, y después lo traes aquí. Quiero hablar con él. Eso es todo. ¿Me has comprendido bien? La policía te ayudará en lo que haga falta.

Se puso en camino y yo me quedé en casa reflexionando sobre las posibilidades de éxito de mi plan. Quería saber en qué calle había cogido Eugen Bischoff el taxi para ir a su casa. Con ello, naturalmente, no habría avanzado mucho, pero al menos ya sabría por qué parte de la ciudad debía comenzar a buscar. Que las verdaderas dificultades no comenzarían hasta haber dado con la zona por donde empezar era algo que yo ya sabía bien. Pero me sentía confiado y contaba con un golpe de suerte o de inspiración que me permitiera seguir adelante cuando fuera necesario. Por otro lado no dudaba de que le había tomado una buena ventaja al ingeniero, y esto era para mí lo más importante en aquel momento.

Hube de esperar durante más de dos horas, que se me hicieron interminables. Hacia las tres llegó Vinzenz. Traía consigo la copia de un informe policial con el parte dado por el funcionario de servicio Josef Nedved el 24 de septiembre, según el cual el automóvil de matrícula A VI 138, conducido por Johann Wiederhofer, había colisionado a la 1,45 h. de aquel mismo día con el tranvía de la compañía metropolitana n.° 5139 a causa del estado resbaladizo de la calzada, sufriendo sólo ligeros desperfectos en la carrocería.

El taxista a quien Vinzenz había logrado encontrar en su parada, esperaba con el coche estacionado ante la puerta de la calle.

Johann Wiederhofer era un tipo parlanchín y algo entrado en años. Por lo que pude constatar, todavía seguía bajo los efectos de la impresión que le había causado el accidente, e incluso se despachó a su gusto con palabras algo subidas de tono contra todo tipo de intervención policial en los asuntos de la ciudadanía así como contra las tendencias camorristas que, en su opinión, se podían observar en el gremio de conductores de tranvía.

– Ya verá uztez como a mí nadie me va a pagar nada -se explicaba-. Rezulta que eze día había llovido, y el anterior también. Azi que pazo lo que tenía que pazar, y zantaz pazcuaz. Lo que sucede ez que yo zoy el que ha zalido máz perjudicado. Pero claro, zi eza gentuza de loz tranvíaz zon tantoz y encima ze juntan, puez ya me dirá qué ez lo que puedo hacer yo solo. Y en ezaz que llega el guardia. «Vamoz a ver, zeñorez», lez digo, «zobre todo nada de ezcándaloz, no vayamoz a hacer una ezena delante de todo el mundo».

Encendió un pitillo y aprovechó para informarme del alcance de los desperfectos.

– Puez ahí ez nada: todo el alerón nuevo, el parabrizaz nuevo. Me pazé una tarde entera con la reparación de laz naricez. El zábado volvía a eztar de zervicio, y ahí ez nada la maldita zuerte que me acompaña que va y veo zalir del portal del ocho al mizmo zeñor que llevaba de viajero el día del accidente. Y va un colega que me dice, «a éze zí que no lo cogería en mi vida», pero un zervidor no ze anda con ezaz, yo no zoy nada zuperzticiozo, yo no zé qué ez ezo de la zuperztición, azi que voy y le digo, venga, zeñor, al coche otra vez, que ezo no ha zido nada.

– ¿Dice que le vio salir del número ocho? -le interrumpí, incapaz ya de ocultar mi excitación-. ¿Dónde tiene usted su parada?

– Zobre los Dominicoz, juzto enfrente del café Popular.

– ¡Lléveme a su parada! -le ordené, y subí al coche.

Nos detuvimos ante un edificio de color gris y aire melancólico. Busqué en vano en la lúgubre entrada la casilla del portero. Luego llegué al patio interior, que presentaba un aspecto de deplorable dejadez y sobre cuyas losas la lluvia había ido formando un verdadero laberinto de charcos malolientes. Un perro de raza indeterminada cómodamente instalado sobre un carrito de mano comenzó a ladrarme. Dos criaturas de aspecto desnutrido jugaban sobre un montón de escombros con trozos rotos de ladrillos, cajas, de madera y restos de botellas. Le pregunté a uno de los niños por la persona encargada de la portería, pero se me quedó mirando como si rio entendiera lo que le decía, y no obtuve ninguna respuesta.

Estuve durante un rato dando vueltas por allí sin saber qué hacer ni a quién dirigirme. De algún lugar cercano llegaba un murmullo de agua constante y monótono; quizás había una fuente chorreando allí cerca, o quizás eran sólo los canalones del tejado. El perro no había dejado de ladrar ni un momento. Subí por la escalera de caracol con la intención de llamar a cualquier puerta donde pudieran informarme.

De pronto sentí un insoportable hedor a madera podrida, humedad y verdura fermentada. Pero no quería irme de allí con las manos vacías, de modo que hice un esfuerzo y seguí adelante.

En el primer piso ya pude orientarme un poco más. A mano derecha se encontraba la sede de la asociación estudiantil Hilaritas. En la ranura de la puerta había dos cartas y un trozo de papel arrugado en el que se leía: «Estoy en el café Kronstein». No pude descifrar la firma. De todos modos, me pareció totalmente absurdo pedir información allí. También pasé de largo ante la puerta del gremio de comerciantes de sombreros y géneros de hilo. La tercera puerta que inspeccioné era la de un domicilio privado. Sobre la placa de la puerta leí: «Wilhelm Kubicek, mayor e. r.». Llamé y entregué mi tarjeta a la muchacha que me abrió la puerta.