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– Usted me disculpará que haya hecho que le despertaran -comenzó a decir-. Pero la verdad es que el asunto que me ha traído aquí no podía esperar más.

– No, en realidad debo darle las gracias. Había dormido ya demasiado, lo que no es mi costumbre. ¿Puedo ofrecerle una taza de té?

– Muy amable, pero preferiría un poco de coñac, si es posible. Gracias, ya está bien así. Y dígame, ¿sabe usted por qué he venido?

– Me imagino que es Félix quien lo envía. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde ayer noche?

– Todavía no. No hasta ahora -murmuró el ingeniero, y al instante volvió a adoptar aquella mirada ausente.

– Entonces la verdad es que no entiendo…

– Me temo que he venido en vano -dijo. Estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia adelante y me miraba con sus ojos faltos de expresión-. Me había figurado que quizá podría decirme si había identificado la voz de la señorita con la que habló ayer por teléfono. Supongo que se acuerda usted, ¿no es verdad? ¿Ha pensado en ello?

– Pues sí, he pensado en ello -dije con rapidez, y mientras hablaba tuve una suerte de inspiración que me permitió llegar de pronto a una hipótesis que en aquel momento me pareció de lo más convincente-. Sí, he reflexionado sobre ello y he llegado a un resultado. La señorita con la que hablé sólo puede tratarse de una actriz, y me imagino que es por haberla visto en escena que su voz me resultó familiar, pues Eugen Bischoff y yo apenas teníamos amigos comunes. Pero cuándo y en qué obra la vi, esto ya no puedo decirlo.

– Gracias -dijo el ingeniero casi en un tono brusco, y fijó su mirada ausente en el arambel de seda verde que colgaba de la pared de mi des pacho.

– Supongo que tarde o temprano podré recordarlo. Debe dejarme un poco de tiempo. Además, las posibilidades tampoco son muchas, pues la verdad es que últimamente he ido poco al teatro.

El ingeniero permanecía sentado ante mí, con aire indiferente y con la cabeza, apoyada en la mano. No decía nada, y su silencio me fue resultando cada vez más y más insoportable.

– Si lo desea podemos volver a vernos esta tarde -propuse-, digamos que a eso de las cinco… Déjeme usted un poco más de tiempo, estoy seguro de que para entonces…

Me interrumpió con un gesto de la mano.

– No, no hace falta que le dé más vueltas -dijo. Y atrajo hacia si la botella de coñac para comenzar a beber un vaso tras otro, como un loco o un desesperado. Después del séptimo vaso dijo: -Esta tarde a las cinco ya sabré con quien habló ayer sin necesidad de que usted me lo diga. Sí, tal como están las cosas no hay duda de que será así.

– ¿Habla usted en serio? -le pregunté entre sorprendido e incrédulo-. ¿Tiene ya una pista? Porque, con franqueza, no puedo imaginarme si no de qué modo…

– Créame, ya sé lo que me digo -murmuró el ingeniero, y seguidamente engulló un vaso de coñac, y luego otro, y otro. Parecía acostumbrado a beberlo como si fuera agua.

– Naturalmente no dudo que es de la máxima importancia que lleguemos a saber quién es esa muchacha -dije-. Pienso que tendremos algunas preguntas que hacerle, ¿no lo ve usted así? Sobre todo…

El ingeniero comenzó a sacudir la cabeza.

– No creo que obtengamos ninguna información de ella -me interrumpió, y dicho esto volvió a sumirse en sus cavilaciones.

Estuvimos así unos minutos, sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. Al lado, en mi dormitorio, se oía a Vinzenz hablar en voz baja, como acostumbra a hacer mientras trabaja. A ratos interrumpía su monólogo para silbar el estribillo de alguna canción militar. A través de la ventana abierta llegaba el murmullo sordo de la calle, y un camión que pasaba en aquel momento hizo tintinear las tazas, los vasos y el jarro de plata para la leche. Entonces vi que sobre el escritorio había olvidado la lista de los encargos que quería hacer hoy. La cogí y me la guardé en el bolsillo.

De pronto, el ingeniero se levantó. Dio unas vueltas por la habitación con pasos enérgicos y se detuvo ante mis maletas.

– Bien, creo que ya estamos -dijo en un tono de voz completamente distinto-. Lamento haberle despertado. La verdad es que siento haberle importunado inútilmente. Se marcha usted de viaje, según veo.

– Sí, a Bohemia. Tengo una finca cerca de Chrudim. ¿Otro coñac? Mi tren sale hoy a las siete.

– ¿Se puede saber qué es lo que le hace partir de un modo tan inesperado?

– Corzos que piden a gritos que alguien vaya a cazarlos. Nada más que eso.

– ¿Y cree usted que esos corzos se enojarán mucho si los hace esperar unos días más? Bromas aparte, barón. ¿Por qué no aplaza su viaje?

– No veo qué razón podría haber para ello. ¿La sabe usted? Yo no.

– No se excite, se lo ruego -dijo el ingeniero. Levantó la cabeza y me miró a los ojos-. Permítame hablarle con toda sinceridad. Ayer por la noche aún tuve tiempo de ir al club de equitación, y allí pude entablar conversación con algunos buenos conocidos suyos. Por así decirlo, rápidamente se convirtió usted en el objeto de un vivo debate. No, verdaderamente usted no es como yo me había imaginado al principio: ningún esteta, ningún hombre de espíritu sensible y refinado. Su nombre era pronunciado las más de las veces en un tono muy particular, en el que el respeto se mezclaba con el odio diría que a partes iguales. Según parece, en algunos de sus asuntos se ha comportado usted con una cierta llamémosle magnificencia a la hora de escoger los medios con que resolverlos. Incluso hubo alguien que llegó a referirse a usted llamándole «canalla suntuoso»… ¡Por favor, se lo ruego, no se excite y vuelva a sentarse en su sitio! Relata refero. Comprenderá que, por lo que a mí respecta, no tengo la menor intención de ofenderle. Y ahora resulta que usted quiere irse a su finca para cazar corzos. Muy bien, le comprendo muy bien. ¿Pero con qué fin? Usted no es culpable de la muerte de Eugen Bischoff, usted no puede ser el culpable. Diablos, si por lo menos la mitad de lo que ayer me contaron de usted fuera cierto, entonces no entiendo por qué en este caso no quiere usted defender su vida, por qué se limita a obedecer a Félix…

– Y yo, señor ingeniero, no entiendo qué es lo que tiene que ver Félix con mi cacería.

– ¿Acaso me toma por imbécil? -dijo el ingeniero mirándome con ojos graves y atentos-. ¿Para qué? Vamos, no se haga ilusiones. Ninguno de sus conocidos dudaría ni por un segundo de que usted posee una gran intuición para los arreglos elegantes y de estilo, aunque en la noticia que saldría luego en los periódicos no se haría referencia, claro está, a su sentido del honor tan especialmente dotado.

Tuve que reflexionar unos segundos para poder comprender qué me estaba diciendo. Me levanté, sin el menor deseo ya de proseguir aquella conversación. El ingeniero también se levantó. Por el brillo de sus ojos y el color encendido de sus mejillas, por los gestos algo bruscos de sus manos, me di cuenta de que el alcohol comenzaba a surtir su efecto.

– Ya sé que uno no debe entrometerse en los asuntos de los demás -dijo en un tono de voz que denotaba un alto grado de excitación-. Sin embargo, querría pedirle que aplazara su viaje hasta pasados dos días. No dudo que se encuentra en una situación difícil. Pero si yo le prometo que dentro de cuarenta horas Félix y yo le diremos quién asesinó a Eugen Bischoff, ¿me hará caso entonces?

Sus palabras no me impresionaron. No podía tomármelas en serio, estaba convencido de que no eran más que una bravata provocada por el alcohol. Sentí como si con aquel tono de impertinente seguridad en sí mismo me estuviera desafiando, y tuve que contenerme para no rechazar su ruego con alguna inconveniencia. Se me acababa de ocurrir que, al fin y al cabo, podía haberse enterado de algo que yo no sabía, de cualquier detalle que la noche anterior me había pasado por alto. No sé muy bien cómo sucedió mi cambio de actitud con respecto a él, pero ahora estaba casi convencido de que sabía más que yo sobre todo aquel asunto. De pronto me parecía de lo más lógico que hubiera dado con alguna pista en el mismo pabellón y que de ahí hubiera extraído alguna conclusión sobre la identidad de aquel misterioso visitante que él consideraba el asesino de Eugen Bischoff.