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Un intenso escalofrío le atenazó el cuerpo, mientras las piezas de un siniestro rompecabezas empezaban a insinuarse en su mente. Pero había más, y el fascinante poder de aquellas imágenes era hipnótico. Los recortes avanzaban en el tiempo. Muchos de ellos hablaban de personas desaparecidas, de gentes que Simone nunca había oído mencionar. Entre ellos, destacaba una muchacha de belleza resplandeciente, Alexandra Alma Maltisse, heredera de un imperio de forjadores de Lyon, a la que una revista de Marsella se refería como la prometida de un joven pero prestigioso ingeniero e inventor de juguetes, Lazarus Jann. Junto a aquel recorte, una serie de fotografías mostraba a la deslumbrante pareja entregando juguetes en un orfanato de Montparnasse. Los dos rebosaban felicidad y luminosidad. «Es mi firme propósito que todos los niños de este país, sea cual sea su situación, puedan tener un juguete», declaraba el inventor en el pie de foto.

Más adelante, otro periódico anunciaba la boda de Lazarus Jann y Alexandra Maltisse. La fotografía oficial del compromiso estaba tomada al pie de la escalinata de Cravenmoore.

Un Lazarus repleto de juventud abrazaba a su prometida. Ni una sola nube enturbiaba aquella imagen de ensueño. El joven y emprendedor Lazarus Jann había adquirido la suntuosa mansión con la intención de que constituyese su hogar nupcial. Diversas imágenes de Cravenmoore ilustraban la noticia.

La sucesión de imágenes y recortes se prolongaba más y más, agrandando aquella galería de personajes y acontecimientos del pasado. Simone se detuvo y volvió atrás. El rostro de aquel niño, perdido y aterrado, no la abandonaba. Dejó que sus ojos penetraran en aquella mirada desolada y, lentamente, reconoció en ella la mirada en la que había puesto esperanzas y amistad. Aquella mirada no era la de aquel Jean Neville del que Lazarus le había hablado. Aquélla era una mirada conocida para ella, dolorosamente conocida. Era la mirada de Lazarus Jann.

Una nube de negrura corrió un velo sobre su corazón. Inspiró profundamente y cerró los ojos. Por alguna razón, antes de que la voz sonase a su espalda, Simone supo que había alguien más en la habitación.

Ismael e Irene alcanzaron la cima de los acantilados poco antes de las cuatro de la tarde. Testigos de la dificultad del ascenso eran las magulladuras y los cortes que la piedra había labrado cruelmente en sus brazos y sus piernas. Aquél era el precio por permitirles cruzar la senda prohibida. Por dificultoso que Ismael hubiese esperado que fuese el ascenso, la rea1idad demostró ser peor y más peligrosa de lo que podía imaginar. Irene, sin rechistar un segundo, ni despegar los labios para quejarse de los arañazos que hacían mella en su piel, le había demostrado un valor que no había visto antes en persona alguna.

La muchacha había trepado y se había aventurado por riscos donde nadie, en su sano juicio, hubiese puesto los pies. Cuando finalmente llegaron al umbral del bosque, Ismael se limitó a abrazarla en silencio. La fuerza que ardía dentro de aquella chica no la apagaría ni toda el agua del océano.

– ¿Cansada?

Sin aliento, Irene negó con la cabeza.

– ¿Nunca te han dicho que eres la persona más tozuda que hay en este planeta?

Media sonrisa asomó a los labios de la muchacha. -Espera a conocer a mi madre.

Antes de que Ismael pudiese replicar, ella lo tomó de la mano y tiró de él hacia el bosque. A sus espaldas, un abismo más abajo, se distinguía la laguna.

Si alguien le hubiese dicho que un día treparía por aquellos acantilados infernales, no lo habría creído. Respecto a Irene, sin embargo, estaba dispuesto a creer cualquier cosa.

Simone se volvió lentamente hacia las sombras. Podía sentir la presencia del intruso; podía incluso oír el susurro de su respiración pausada. Pero no podía verlo. El aura de las velas se desvanecía en un halo impenetrable, más allá del cual la habitación se transformaba en un vasto escenario sin fondo. Simone escrutó la penumbra que enmascaraba al visitante. Una rara serenidad la dominaba y le otorgaba una lucidez de pensamiento que la sorprendía. Sus sentidos parecían recoger cada minúsculo detalle de lo que la rodeaba con una precisión escalofriante. Su mente registraba cada vibración del aire, cada sonido, cada reflejo. De este modo, atrincherada en aquel extraño estado de calma, permaneció en silencio enfrentada a la tiniebla, esperando que el visitante se diese a conocer.

– No esperaba verla aquí -dijo finalmente la voz desde las sombras, una voz débil, distante-. ¿Tiene miedo?

Simone negó con la cabeza.

– Bien. No debe tenerlo. No debe tener miedo.

– ¿Va a seguir ahí escondido, Lazarus?

Un largo silencio siguió a su pregunta. La respiración de Lazarus se hizo más audible.

– Prefiero estar aquí -respondió finalmente.

– ¿Por qué?

Algo brilló en la penumbra. Un destello fugaz, casi imperceptible.

– ¿Por qué no se sienta, madame Sauvelle?

– Prefiero estar de pie.

– Como quiera. -El hombre hizo una nueva pausa-. Probablemente se preguntará qué ha sucedido.

– Entre otras cosas -cortó Simone, el filo de la indignación asomando en su tono de voz.

– Tal vez lo más sencillo es que me formule usted esas preguntas y que yo trate de responderlas.

Simone dejó escapar un suspiro de ira.

– Mi primera y última pregunta es dónde está la salida -espetó.

– Me temo que eso no es posible. No todavía.

– ¿Por qué no?

– ¿Es ésa otra de sus preguntas?

– ¿Dónde estoy?

– En Cravenmoore.

– ¿Cómo he llegado hasta aquí y por qué?

– Alguien la trajo…

– ¿Usted?

– No.

– ¿Quién?

– Alguien a quien usted no conoce… aún.

– ¿Dónde están mis hijos?

– No lo sé.

Simone avanzó hacia las sombras, su rostro rojo de ira.

– ¡Maldito bastardo!'…

Encaminó sus pasos hacia el lugar de donde provenía la voz. Paulatinamente, sus ojos percibieron una silueta sobre una butaca. Lazarus. Pero había algo extraño en su rostro. Simone se detuvo.

– Es una máscara -dijo Lazarus.

– ¿Por qué razón? -preguntó ella, sintiendo que la serenidad que había experimentado se evaporaba vertiginosamente.

– Las máscaras revelan el verdadero rostro de las personas…

Simone luchó por no perder la calma. Rendirse a la ira no la conduciría a nada. -¿Dónde están mis hijos? Por favor…

– Ya se lo he dicho, madame Sauvelle. No lo sé.

– ¿Qué va a hacer conmigo?

Lazarus desplegó una de sus manos, enfundada en un guante satinado. La superficie de la máscara brilló de nuevo. Aquél era el reflejo que había advertido antes.

– No voy a hacerle daño, Simone. No debe tener miedo de mí. Ha de confiar en mí.

– Una petición un tanto fuera de lugar, ¿no le parece?

– Por su propio bien. Trato de protegerla.

– ¿De quién?

– Siéntese, por favor.

– ¿Qué diablos está sucediendo aquí? ¿Por qué no me dice lo que está pasando?

Simone notó cómo su voz se convertía en un hilo quebradizo e infantil. Reconociendo el umbral de la histeria, apretó los puños y respiró profundamente. Retrocedió unos pasos y tomó asiento en una de las sillas que rodeaban una mesa vacía.

– Gracias -murmuró Lazarus.

Ella dejó escapar una lágrima en silencio. -Antes que nada, quiero que sepa que siento profundamente que se haya visto envuelta en todo esto. Nunca pensé que llegaría este momento -declaró el fabricante de juguetes.

– Nunca existió un niño llamado Jean Neville, ¿no es así? -preguntó Simone-. Ese niño fue usted. La historia que me contó… era una verdad a medias de su propia historia.

– Veo que ha estado leyendo mi colección de recortes. Probablemente eso la ha llevado a formarse algunas ideas interesantes, pero equivocadas.

– La única idea que me he formado, señor Jann, es que es usted una persona enferma que necesita ayuda. No sé cómo ha conseguido traerme hasta aquí, pero le aseguro que tan pronto salga de este lugar, mi primera visita va a ser la gendarmería. El rapto es un delito…