– Sabes, ha sido más duro para mí vivir en Kazán con Liudmila que aquí contigo. No he venido aquí sólo por vosotros, sino también por mí. Sólo temo ser una carga para ti mientras no me ponga en pie.
– Abuela, estoy tan contenta de que te encuentres bien con nosotros -dijo Vera.
Pero efectivamente, Vera debía enfrentarse a muchas dificultades. Todo lo conseguía con gran esfuerzo: el agua, la madera, la leche. El patio se calentaba con el sol, mientras que las habitaciones estaban frías y húmedas y tenía que alimentar continuamente la estufa.
El pequeño Mitia tenía dolor de barriga, de noche no hacía otra cosa que llorar y la leche de la madre no le bastaba. Vera se afanaba todo el día entre la habitación y la cocina, salía a buscar leche y pan, hacía la colada, lavaba los platos, subía cubos de agua. Las manos se le habían puesto rojas y tenía la cara curtida por el viento y cubierta de manchas. Extenuada por un trabajo que no tenía fin, el corazón le oprimía con un peso monótono y plúmbeo. No se peinaba, raras veces se lavaba, no se miraba al espejo; señales de que la vida la había abatido. Las ganas de dormir la torturaban. Por la noche le dolían los brazos, las piernas, los hombros; anhelaban reposo. Se acostaba para dormir y Mitia rompía a llorar. Se levantaba, le amamantaba, le cambiaba los pañales, le mecía caminando por la habitación. Una hora más tarde, el niño empezaba a llorar de nuevo y ella volvía a levantarse. Al amanecer el pequeño se despertaba para ya no volverse a dormir, y en la penumbra daba inicio un nuevo día; exhausta por la noche en vela, con la cabeza pesada y confusa, iba a la cocina a buscar leña, atizaba el fuego de la estufa, poma agua a calentar para el té de su padre y su abuela, y comenzaba a hacer la colada. Pero lo sorprendente es que ya no se enfadaba por nada, se había vuelto dócil y paciente.
La llegada de Natalia de Leninsk alivió en cierta medida la dura vida de Vera.
Poco después de la llegada de la nuera, Andréyev se había marchado a pasar unos días a su ciudad, al norte de Stalingrado. Tal vez quería ver su casa y su fábrica, tal vez estaba enfadado con su nuera, que había dejado al nieto en Leninsk, tal vez le fastidiaba que ella se comiera el pan de los Spiridónov. El hecho es que se fue dejándole su tarjeta de racionamiento.
Natalia, sin descansar ni siquiera el día de su llegada, se puso a ayudar a Vera.
Con qué energía y generosidad trabajaba, qué ligeros se volvían los pesados cubos, la tina llena de agua, el saco de carbón, apenas sus manos fuertes y jóvenes se ponían manos a la obra.
Ahora Vera podía salir media horita con Mitia; se sentaba sobre una piedra; miraba cómo brillaba el agua primaveral, el vapor que se levantaba de la estepa.
Todo a su alrededor estaba silencioso. La guerra se encontraba a cientos de kilómetros de distancia de Stalingrado, pero la tranquilidad no volvió con la calma. Con la calma había llegado la tristeza, y parecía que las cosas eran más fáciles cuando en el aire resonaba el gemido de los aviones alemanes, cuando retumbaban las explosiones de los proyectiles y la vida estaba llena de fuego, miedo y esperanza.
Vera observaba la carita de su hijo, cubierto de granos purulentos, y le embargaba la piedad, la misma terrible piedad que sentía por Víktorov: «¡Dios mío, pobre Vania, qué niño tan débil, esmirriado y llorón ha tenido!».
Luego subía las escaleras sembradas de basura y cascajos de ladrillo hasta el tercer piso, se ponía a trabajar, y la angustia se ahogaba en las tareas de la casa, en el agua jabonosa turbia, en el humo de la estufa, en la humedad que rezumaban las paredes.
La abuela la llamaba a su habitación, le acariciaba el cabello, y en los ojos de Aleksandra Vladímirovna, siempre serenos y claros, asomaba una expresión de ternura y tristeza insoportables.
Vera no había hablado ni una sola vez de Víktorov; ni con su padre, ni con su abuela, ni siquiera con el pequeño Mitia de cinco meses.
Después de la llegada de Natalia, todo en el apartamento había cambiado. Natalia había raspado el moho de las paredes, blanqueó los rincones oscuros, limpió la mugre que parecía incrustada en las tablas del entarimado. Incluso acometió la ingente tarea de limpiar la suciedad de la escalera, peldaño a peldaño, un trabajo que Vera había aplazado hasta la llegada del buen tiempo.
Se pasó medio día reparando el largo tubo de la estufa, que parecido a una boa negra se retorcía espantosamente. De la juntura goteaba un líquido alquitranoso que formaba charcos en el suelo. Natalia le pasó una capa de cal, lo enderezó, lo ajustó con alambres y colgó latas de conserva vacías donde caería el líquido.
Desde el primer día había hecho buenas migas con Aleksandra Vladímirovna, aunque se habría podido suponer que aquella chica ruidosa e impertinente, a la que le gustaba contar historias un poco subidas de tono, no sería del agrado de Sháposhnikova. En poco tiempo Natalia había hecho numerosas amistades: el electricista, el mecánico de la sala de turbinas, los chóferes de los camiones.
Un día Alexandra Vladímirovna dijo a Natalia, que volvía de hacer cola en la tienda:
– Natasha, alguien ha preguntado por usted, un militar.
– Un georgiano, ¿verdad? -dijo Natasha-. Si vuelve mándele a paseo. Se le ha metido en la cabeza pedirme matrimonio, a ese narizotas.
– ¿Así de rápido? -se sorprendió Aleksandra Vladímirovna.
– ¿Y cuánto tiempo necesita? Después de la guerra quiere llevarme a Georgia con él. Se debe de creer que le lavaré la escalera.
Por la noche dijo a Vera:
– ¿Y si fuéramos a la ciudad? Ponen una película. Mishka, el conductor, nos llevará en camión. Tú te metes en la cabina con el pequeño, y yo en la parte trasera.
Vera negó con la cabeza.
– Ve -la animó Aleksandra Vladímirovna-. Si me encontrara mejor, iría con vosotras.
– No, no, ni hablar.
– Hay que vivir-dijo Natalia-; esto parece un centro de reunión de viudos y viudas.
Luego añadió en tono de reproche:
– Tú te quedas siempre en casa, no quieres ir a ninguna parte, y ni siquiera cuidas bien de tu padre. Ayer hice la colada, y su ropa interior y sus calcetines están llenos de agujeros.
Vera tomó al bebé en brazos y se fue con él a la cocina.
– Mitenka, ¿verdad que tu madre no es una viuda?
Aquellos días Stepán Fiódorovich colmaba de atenciones a Aleksandra Vladímirovna: por dos veces le trajo al médico de la ciudad, ayudaba a Vera a ponerle las ventosas; a veces le deslizaba en la mano un bombón diciendo:
– «No se lo dé a Vera, a ella ya le he dado uno. Éste es especialmente para usted. Lo he comprado en la cantina».
Aleksandra Vladímirovna comprendía que a Stepán Fiódorovich le abrumaban las preocupaciones. Pero cuando le preguntaba si tenía noticias del obkom, él negaba con la cabeza y cambiaba de tema.
Sólo la tarde en que le anunciaron que su caso sería revisado, Stepán Fiódorovich, de regreso en casa, se había sentado en la cama al lado de Aleksandra Vladímirovna y había dicho:
– ¡En qué lío estoy metido! Marusia se habría vuelto loca si lo hubiera sabido. -Pero ¿de qué le acusan? -De todo -respondió.
Entraron en la habitación Natalia y Vera, y la conversación se interrumpió.
Aleksandra Vladímirovna, mirando a Natalia, pensaba que la vida no podría doblegar a una belleza así de fuerte y obstinada. Todo era bello en Natalia: su cuello, su busto joven, las piernas, los enérgicos brazos desnudos casi hasta los hombros. «Un filósofo sin filosofía», pensó Aleksandra Vladímirovna. Había observado a menudo que las mujeres acostumbradas a la comodidad, cuando se encontraban en condiciones difíciles se marchitaban, dejaban de cuidar su aspecto físico, como había hecho Vera. A ella le gustaban las temporeras, las que trabajaban en la industria pesada, las mujeres que vivían en las barracas, trabajando entre el polvo y el barro, pero que se hacían la permanente, se miraban al espejo, se empolvaban la nariz pelada: pájaros obstinados que durante el mal tiempo, a pesar de todo, entonaban su canto.