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El 1 de abril de 1943, Stepán Fiódorovich Spiridónov recibió una copia de la resolución adoptada por el colegio del Comisariado del Pueblo de las centrales eléctricas soviéticas: debía dimitir de la central de Stalingrado, trasladarse a los Urales y asumir la dirección de una pequeña central eléctrica que se alimentaba con turba. El castigo no era demasiado duro, ya que podrían haberle sometido a juicio. Spiridónov no comentó la noticia en casa y decidió esperar la resolución de la oficina del obkom. El 4 de abril recibió una severa reprimenda por abandonar su puesto en la centralsin autorización en los días más difíciles. Ésta también era una decisión indulgente: podrían haberle expulsado del Partido. Pero a Stepán Fiódorovich la decisión de la oficina del obkom no le pareció justa porque sus camaradas del obkom sabían que él había dirigido la central hasta el último día de la defensa de Stalingrado, que había partido hacia la orilla izquierda sólo cuando hubo comenzado la contraofensiva soviética y que se había ido para ver a su hija, que acababa de dar a luz en la bodega de una barcaza. En la reunión trató de protestar, pero Priajin se mostró inflexible.

– Puede interponer un recurso en la oficina de la Comisión Central de Control, pero creo que el camarada Shkiriatov juzgará que nuestra resolución es demasiado suave, demente incluso.

Stepán Fiódorovich insistió:

– Estoy convencido de que la Comisión de Control revocará la decisión.

Sin embargo, como había oído decir muchas cosas sobre Shkiriatov, tuvo miedo de interponer el recurso de apelación.

Temía y sospechaba que la severidad de Priajin no obedeciera únicamente al asunto de la central eléctrica. Priajin, por supuesto, se acordaba muy bien de las relaciones de parentesco que había entre Stepán Fiódorovich, Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova y Krímov, y no veía con buenos ojos la proximidad de un hombre que sabía que él, Priajin, y el detenido Krímov eran viejos conocidos.

Y, aun queriéndolo, Priajin no hubiera podido apoyar a Spiridónov. Si lo hubiera hecho, los enemigos, que siempre gravitan en torno al poder, se habrían apresurado a informar a las autoridades competentes de que Priajin, por simpatía hacia el enemigo del pueblo Krímov, ayudaba a un pariente suyo, al cobarde desertor Spiridónov.

Pero estaba claro que si Priajin no tomaba parte en la defensa de Spiridónov no era sólo porque no pudiera, sino sobre todo porque no quería. Priajin, evidentemente, estaba al corriente de que en la central eléctrica se hospedaba la suegra de Krímov, que vivía en el piso de Spiridónov. Lo más seguro es que Priajin supiera que Yevguenia Nikoláyevna mantenía correspondencia con su madre, y que recientemente le había enviado una copia de su solicitud a Stalin.

Después de la reunión de la oficina del obkom, Voronin, el jefe de la sección del obkom del MGB, se tropezó con Spiridónov en la cantina donde éste había ido a comprar requesón y embutido, le miró de arriba abajo y le dijo con sorna:

– Así que haciendo sus compras después de recibir un buen rapapolvo. ¡Es usted un buen amo de casa!

– Es la familia, no hay nada que hacer; ahora soy abuelo -dijo Stepán Fiódorovich con una lastimosa sonrisa culpable.

Voronin también sonrió.

– Y yo que pensaba que estaba preparando un paquete. Después de estas palabras, Spiridónov pensó: «Menos mal que me envían a los Urales. Aquí las hubiera pasado canutas. ¿Qué será de Vera y el pequeño?».

Desde la cabina del camión que le llevaba a la central eléctrica, miraba a través del cristal empañado la ciudad destruida de la cual pronto se separaría. Stepán Fiódorovich pensaba que por aquella acera, ahora cubierta de ladrillos, iba a trabajar su mujer antes de la guerra; pensaba en la red eléctrica; pensaba que los nuevos cables de Sverd-lovsk pronto llegarían a la central y que él ya no estaría allí; que a su nieto, a causa de la escasa alimentación, le habían salido granos en los brazos y el pecho. «Bueno, me han echado una reprimenda, no es el fin del mundo.» No le darían la medalla «Por la defensa de Stalingrado», y por alguna razón, este pensamiento le afligía más que la inminente separación de la ciudad a la cual estaba ligada toda su vida, su trabajo, las lágrimas por Marusia. Incluso soltó una imprecación en voz alta ante la idea de la medalla que no recibiría y el conductor le preguntó:

– ¿En quién está pensando, Stepán Fiódorovich? ¿O se ha olvidado algo en el obkom?

– Sí, sí -dijo Stepán Fiódorovich-. Sin embargo, el obkom no se ha olvidado de mí.

El apartamento de los Spiridónov era húmedo y frío. En sustitución de los cristales rotos habían insertado láminas de contrachapado y fijado tablas, el estucado se había desprendido de las paredes, tenían que llevar el agua en cubos hasta el tercer piso, las habitaciones se calentaban con pequeñas estufas hechas de hojalata. Una de las habitaciones estaba cerrada y la cocina sólo la utilizaban como despensa, para guardar madera y patatas.

Stepán Fiódorovich, Vera y su hijo, y Aleksandra Vladímirovna, que se había reunido con ellos desde Kazan, vivían en la habitación grande, el antiguo comedor. En la habitación pequeña al lado de la cocina, que antes era la de Vera, se alojaba ahora el viejo Andreyev.

Stepán Fiódorovich también habría podido reparar los techos, enyesar las paredes, instalar estufas de ladrillos, porque en la central eléctrica tenia material y hombres a mano. Pero Stepán Fiódorovich, por lo general un hombre enérgico y práctico, no había querido, por alguna razón, embarcarse en esos trabajos.

Vera y Aleksandra Vladímirovna, aparentemente, se encontraban a gusto viviendo entre las ruinas de la guerra; en el fondo la vida de antes de la guerra se había venido abajo, así que ¿para qué rehabilitar el piso, si sólo les recordaría todo lo que habían perdido?

Algunos días después de la llegada de Aleksandra Vladímirovna la nuera de Andréyev, Natalia, llegó de Leninsk. Allí había discutido con la hermana de la difunta Várvara Aleksándrovna, le había dejado temporalmente a su hijo y se había presentado en la central eléctrica para quedarse una temporada con el suegro.

Andréyev, al ver a su nuera, se enfureció y le dijo:

– No te llevabas bien con mi mujer y ahora, por derecho de sucesión, no te llevas bien con su hermana. ¿Cómo has dejado allí a Volodka?

La vida de Natalia en Leninsk debía de ser muy dura. Al entrar en la habitación de Andréyev, miró el techo, las paredes, y dijo: «¡Qué bonito!», aunque fuera difícil apreciar algo bonito en la tabla que colgaba del techo, en el montón de yeso que se apiñaba en un rincón, en el tubo deformado de la estufa.

La única luz que entraba en la habitación procedía de un pequeño trozo de cristal colocado en la construcción de tablas que tapaba la ventana. Esa improvisada ventana daba a un paisaje poco alegre: sólo ruinas, restos de contramuro pintados según los pisos de azul y rosa, el hierro de un techo arrancado…

Poco después de llegar a Stalingrado, Aleksandra Vladímirovna cayó enferma, y a causa de ello tuvo que aplazar el viaje a la ciudad para ir a ver lo que quedaba de su casa destruida y quemada.

Los primeros días, sobreponiéndose a la enfermedad, ayudaba a Vera: encendía la estufa, lavaba y ponía a secar los pañales sobre el tubo de la estufa de hojalata, transportaba al rellano de las escaleras trozos de yeso, incluso trataba de subir agua. Pero se sentía cada vez peor, tenía escalofríos en la habitación caldeada, y en la cocina fría de pronto la frente se le cubría de sudor.

Aleksandra Vladímirovna no quería quedarse en cama y no se quejaba de su malestar. Pero una mañana, cuando entraba en la cocina a buscar leña, se desmayó, cayó y se hizo un corte profundo en la cabeza. Stepán Fiódorovich y Vera la metieron en la cama.

Cuando se hubo recuperado un poco, llamó a Vera y le dijo: