¿Eran ciertos o falsos esos pensamientos? Shtrum no se daba cuenta de que no los había engendrado la razón, sus actos no estaban determinados por su corrección o su inconveniencia. No era la razón fa que gobernaba su conducta. Sufría si no veía a María Ivánovna y era feliz cuando pensaba que iba a verla. Cuando se imaginaba que en el futuro podrían estar siempre juntos, era feliz.
¿Por que no sentía remordimientos cuando pensaba en Sokolov? ¿Por qué no sentía vergüenza?
Pero ¿de qué tenía que avergonzarse? A fin de cuentas, sólo habían paseado por el parque y se habían sentado en un banco.
¡Como si el problema fuera haberse sentado en un banco! Estaba dispuesto a romper con Liudmila, a decirle a su amigo que amaba a su mujer, que quería quitársela.
Ahora evocaba todo lo malo de su vida en común con liudmila. Recordaba la mala velación entre Liudmila y su madre, que Liudmila no había permitido a su primo, de regreso del campo penitenciario, pasar la noche en casa. Recordaba de ella la dureza, la grosería, la terquedad, la crueldad.
Los malos recuerdos le endurecían. Y necesitaba endurecerse para cometer una crueldad. Por otro lado Liudmila había pasado toda su vida con él, compartiendo los momentos más duros y difíciles. Tema el cabello casi cano y cargaba con muchos sufrimientos a las espaldas. ¿Es que sólo tenía defectos? Durante muchos años se había sentido orgulloso de ella, le alegraba su rectitud, su sinceridad. Sí, sí, no había duda, se disponía a cometer una crueldad.
Por la mañana, a punto de salir para el trabajo, Víktor Pávlovich recordó la reciente visita de Yevguenia Nikoláyevna, y pensó: «Qué suerte que Zhenia haya vuelto a Kúibishev».
Se avergonzó de ese pensamiento, y precisamente en aquel instante Liudmila Nikoláyevna dijo:
– A todos nuestros parientes encarcelados se ha sumado Nikolái. Menos mal que Zhenia ya no está en Moscú.
Quiso reprocharle esas palabras, pero se dio cuenta a tiempo y decidió no decir nada: un reproche suyo hubiera sonado demasiado falso.
– Te ha llamado Chepizhin -dijo Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum miró el reloj.
– Esta noche volveré pronto y le llamaré. A propósito, es posible que vaya de nuevo a los Urales.
– ¿Por mucho tiempo?
– No, dos o tres días.
Tenía prisa, le esperaba un gran día.
Grande era su trabajo, grandes sus asuntos, ¡asuntos de Estado!, pero sus pensamientos seguían la ley de la proporcionalidad inversa: eran pequeños, míseros, banales.
Zhenia, antes de irse, le había pedido a su hermana que se acercara a Kuznetski Most para hacerle llegar a Krímov doscientos rublos.
– Liudmila -dijo-, no te olvides de entregar ese dinero, como te pidió Zhenia. Ya has tardado demasiado.
Había dicho eso no porque se preocupara por Krímov o Zhenia. Lo había dicho porque temía que el descuido de Liudmila pudiera precipitar la vuelta de Zhenia a Moscú. Zhenia, una vez en la capital, comenzaría a escribir declaraciones, cartas, a hacer llamadas telefónicas, transformando el apartamento de Shtrum en un centro de asistencia a los detenidos.
Comprendía que esos pensamientos no sólo eran pequeños y mezquinos, sino también viles. Sintió vergüenza y añadió a toda prisa:
– Escribe a Zhenia. Invítala en nombre tuyo y mío. Quizá tenga que volver a Moscú, y, sin invitación, no le será fácil. ¿Me has oído, Liuda? ¡Escríbele enseguida!
Después de estas palabras, se sintió bien, pero una vez más sabía que lo había dicho por su propia tranquilidad… En cualquier caso era extraño. Antes, cuando se pasaba días enteros en su habitación, aislado de todos, temiendo al administrador de la casa y a las empleadas de la oficina de racionamiento, tenía la cabeza llena de pensamientos sobre la vida, la verdad, la libertad; pensamientos sobre Dios… Nadie le necesitaba, su teléfono no sonaba durante semanas enteras, sus conocidos preferían no saludarle cuando se»o encontraban por la calle. En cambio ahora, cuando de cenas de personas le esperaban» le llamaban por teléfono le escribían, ahora que una ZIS-101 tocaba el claxon delicadamente bajo la ventana de su casa, no podía librarse de un cúmulo de pensamientos vacíos como las cáscaras de los granos de girasol, de un lamentable sentimiento de enojo de temores ridículos.
Sus reflexiones microscópicas y triviales le acompañaban a todas partes: pronunciaba palabras fuera de lugar esbozaba una sonrisita imprudente.
Durante un tiempo después de la llamada telefónica de Stalin le pareció que el miedo había desaparecido de su vida. Pero persistía, sólo que era diferente: ya no era un miedo plebeyo, sino señorial. Era un miedo que viajaba en coche, que tenía línea directa con el Kremlin; pero seguía presente.
Lo que parecía imposible, una actitud de rivalidad envidiosa hacia los logros y las teorías de otros científicos, se había convertido en algo normal. Le inquietaba que le adelantaran, que le doblaran.
No tenía muchas ganas de hablar con Chepizhin; le parecía que no tenía fuerzas para mantener una conversación que preveía larga y difícil. Habían simplificado demasiado cuando habían tocado el tema de la dependencia de la ciencia respecto al Estado. Él se sentía verdaderamente libre. Nadie consideraba sus modelos teóricos como hipótesis absurdas sacadas del Talmud. Nadie le atacaba. El Estado necesitaba la física teórica. Ahora Shishakov y Badin lo comprendían. Para que Márkov demostrara su talento en la experimentación y Kochkúrov en su aplicación práctica, se necesitaba a un teórico. Todos lo habían comprendido de repente después de la llamada telefónica de Stalin. ¿Cómo podía explicar a Dmitri Petróvich que esa llamada le había proporcionado la libertad en el trabajo? Pero ¿por qué se había vuelto tan intolerante con los defectos de Liudmila Nikoláyevna? ¿Por qué era tan indulgente con Shishakov?
Ahora Márkov le parecía especialmente agradable. Se interesaba por los asuntos personales de los jefes, por las circunstancias secretas o medio secretas, las inocentes argucias y las meditadas perfidias, las pequeñas ofensas y las graves humillaciones por no haber sido invitado al presídium, la inclusión en las listas especiales, y las palabras fatales: «Usted no está en la lista».
Incluso hubiera preferido pasar una tarde libre charlando con Márkov que discutiendo como lo hacía con Madiárov en las reuniones de Kazan. Márkov captaba con sorprendente precisión los aspectos ridículos de las personas, sabía burlarse de las debilidades humanas, sin malicia y al mismo tiempo con sarcasmo. Poseía una inteligencia refinada y, sobre todo, era un científico de primer orden; tal vez era el físico experimental de mayor talento del país.
Shtrum ya se había puesto el abrigo cuando Liudmila Nikoláyevna le dijo:
– María Ivánovna llamó ayer.
Se apresuró a preguntar:
– ¿Y?
Su cara había cambiado visiblemente de expresión.
– ¿Qué tienes? -preguntó Liudmila Nikoláyevna,
– Nada, nada -respondió, volviendo del pasillo a la habitación.
– En realidad no lo entendí del todo, pero temo que sea una historia desagradable. Parece que Kovchenko les ha telefoneado. Como de costumbre, está preocupada por ti; tiene miedo de que te busques problemas de nuevo.
– ¿Cómo? -preguntó él, impaciente-. No lo entiendo.
– Es lo que te digo: yo tampoco lo entiendo. Evidentemente, no quería extenderse demasiado por teléfono.
– Espera, repítemelo otra vez-dijo Shtrum, desabrochándose el abrigo y sentándose en la silla al lado de la puerta.
Liudmila le miró y movió la cabeza. Le pareció que sus ojos le observaban con aire de tristeza y reproche.
Y como para confirmarle esa conjetura, le dijo:
– Ves, Vitia, esta mañana no tenías tiempo de telefonear a Chepizhin, pero siempre estás dispuesto a oír hablar de Masha… Incluso has esperado, aunque llegabas tarde.
Mirándola de reojo, de arriba abajo, dijo: