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Guando regresó al trabajo, Shtrum no encontró a Sokolov en el laboratorio. Dos días antes de su vuelta al instituto, Piotr Lavréntievich había cogido una neumonía.

Shtrum se enteró de que, poco antes de ponerse enfermo, Sokolov había acordado con Shishakov ser transferido a un puesto diferente. Al final había sido designado director de un laboratorio que estaba siendo reorganizado. A Piotr Lavréntievich las cosas le iban bastante bien.

Ni siquiera el omnisciente Márkov estaba al corriente de los verdaderos motivos que habían inducido a Sokolov a solicitar a la dirección el traslado del laboratorio de Shtrum.

Al enterarse de su partida, Víktor Pávlovich no sintió ni dolor ni compasión: la idea de encontrárselo, de trabajar con él, le resultaba insoportable.

Quién sabe lo que Sokolov habría leído en los ojos de Víktor Pávlovich. Por supuesto, no tenía derecho a pensar en la mujer de su amigo del modo en que lo hacía. No tenía derecho a echarla de menos. No tenía derecho a encontrarse a escondidas con ella.

Si alguien alguna vez le hubiera contado una historia similar, se habría indignado. ¡Engañar a la propia mujer! ¡Engañar a un amigo!

Sin embargo la añoraba, soñaba con verla.

Liudmila había reanudado su amistad con María Ivánovna. A una larga conversación telefónica había seguido un encuentro; habían llorado, arrepintiéndose de los malos pensamientos que habían concebido la una respecto a la otra, de sus sospechas, de la falta de confianza en su amistad.

¡Dios, qué complicada y embrollada era la vida! Maria Ivánovna, la honesta y pura Maria, no había sido sincera con Liudmila, había fingido. Pero sólo había actuado así porque le amaba.

Ahora Víktov Pávlovich raras veces veía a María Ivánovna. Casi todo lo que sabía de ella le llegaba a través de Liudmila.

Supo que Sokolov había sido propuesto para el premio Stalin por unos trabajos publicados antes de la guerra, que había recibido una carta entusiasta de unos jóvenes físicos de Inglaterra y que en las próximas elecciones de la Academia sería presentada su candidatura como miembro correspondiente. Todas estas informaciones se las había dado Maria Ivánovna a Liudmila.

Durante sus breves encuentros con Maria Ivánovna, Shtrum ahora ni siquiera mencionaba a Piotr Lavréntievich.

Las preocupaciones del trabajo, las reuniones, los viajes no conseguían aplacar su continua nostalgia, y el deseo de verla era constante.

Liudmila Nikoláyevna le había dicho varias veces:

– No entiendo por qué Sokolov la tiene tomada contigo. Ni siquiera Masha se lo explica.

La explicación, por supuesto, era sencilla, pero era imposible que María Ivánovna la compartiera con Liudmila.

Bastante había hecho con confesarle a su marido lo que sentía por Shtrum.

Aquella confesión había destruido para siempre la amistad entre Shtrum y Sokolov. Le había prometido a su marido que no volvería a ver a Shtrum. Si decía una palabra a Liudmila no sabría nada más de ella; ni dónde estaba ni cómo estaba. ¡Se veían tan poco! ¡Y los encuentros eran tan breves! Cuando se encontraban apenas hablaban, paseaban por la calle cogidos de la mano o se quedaban sentados en silencio en un banco del parque.

Cuando Shtrum estaba en sus horas más bajas, Maria, con una sensibilidad fuera de lo común, había entendido por lo que estaba pasando. Había adivinado sus pensamientos, previsto sus acciones; parecía conocer de antemano todo lo que le pasaría. Cuanto más abatido estaba, más doloroso e intenso era el deseo de verla. Le parecía que en esa comprensión absoluta residía su única felicidad. Tenía la impresión de que al lado de esa mujer podía soportar cualquier sufrimiento. Con ella sería feliz.

Habían conversado por las noches en Kazan, en Moscú habían paseado juntos por el jardín Neskuchni, una vez se habían sentado unos minutos en un banco, en la plaza de la calle Kaluga; eso era todo. Eso, antes. Ahora, por el contrario, a veces se hablaban por teléfono; otras, se veían en la calle, y de estos breves encuentros no decía ni una palabra a Liudmila.

A decir verdad, Víktor comprendía que su pecado, el de él y el de ella, no se medía por los minutos pasados en secreto sentados en un banco. Su pecado era más grave: la amaba. ¿Por qué había ocupado ella un lugar tan importante en su vida?

Cada palabra dicha a su mujer era una verdad a medias. Cada movimiento, cada mirada, aun cuando1 fuera contra su voluntad, contenía en sí la mentira.

Con indiferencia fingida, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Te ha llamado tu amiguita? ¿Cómo está? ¿Y la salud de Piotr Lavréntievich?».

Se alegraba de los éxitos de Sokolov, pero no porque albergara buenos sentimientos hacia él. Le parecía que en cierto sentido los éxitos de Sokolov le daban derecho a María Ivánovna a no sentir remordimientos.

Era insoportable tener noticias de Sokolov y Maria Ivánovna por boca de Liudmila. Era humillante para Liudmila, para Maria Ivánovna, para él.

La mentira se mezclaba con la verdad incluso cuando hablaba con su mujer sobre Tolia, Nadia y Aleksandra Vladímirovna. La mentira estaba en todas partes. ¿Por qué motivo? Sus sentimientos hacia Maria Ivánovna eran la verdad de su alma, de sus pensamientos, de sus deseos. ¿Por qué esta verdad engendraba tantas mentiras? Sabía que, renunciando a ese amor, liberaría de la mentira a Liudmila, a Maria Ivánovna y a sí mismo. Pero cada vez que se convencía de que debía renunciar a ese amor al que no tenía derecho, un sentimiento perverso, que le nublaba el juicio y rechazaba el sufrimiento, le disuadía insinuándole: «Esta mentira, al fin y al cabo, no es tan terrible, no hace daño a nadie. El sufrimiento es peor que la mentira».

A ratos le parecía que podría encontrar la fuerza y la crueldad para romper con Liudmila y destruir la vida de Sokolov, y ese sentimiento le incitaba, le permitía formular el argumento opuesto: «La mentira es lo peor de todo. Sería mejor romper con Liudmila que mentir, que obligar a Maria Ivánovna a mentir. La mentira es peor que el sufrimiento».

No se daba cuenta de que su pensamiento se había transformado en el fiel servidor de su sentimiento, que sus sentimientos manejaban al pensamiento, y que sólo había un modo de romper ese círculo vicioso: cortar por lo sano, sacrificarse a sí mismo en lugar de a los demás.

Cuanto más pensaba en todo aquello, menos lo entendía. ¿Cómo entenderlo, cómo desembrollar la maraña? Su amor por Maria Ivánovna era al mismo tiempo la verdad y la mentira de su vida. El verano pasado había tenido una aventura con la bella Nina, y no se había tratado de una historia entre colegiales. Con Nina no se había limitado a pasear por un jardín. Pero sólo ahora había irrumpido esa sensación de traición, de desgracia familiar, de culpa ante Liudmila.

Aquellas elucubraciones consumían una incalculable cantidad de energía espiritual e intelectual, probablemente tanta como la que Planck había dedicado a elaborar la teoría cuántica.

Una vez había considerado que ese amor nacía sólo de sus penas y desgracias… Sin ellas, nunca hubiera experimentado aquel sentimiento…

Pero ahora la vida le sonreía, y su deseo de ver a Maria Ivánovna no se había atenuado.

Ella era una persona especial: no la atraían ni la riqueza ni la fama ni el poder. Por el contrario, deseaba compartir con él las desdichas, la pena, las privaciones… Shtrum se alarmó: ¿y si ahora ella le daba la espalda?

Comprendía que Maria Ivánovna adoraba a Piotr Lavréntievich, y eso le hacía enloquecer.

Lo más probable es que Zhenia tuviera razón. Ese segundo amor, llegado después de largos años de matrimonio, era en realidad la consecuencia de una avitaminosis del alma, del mismo modo que una vaca sueña con lamer la sal que durante años busca y no encuentra en la hierba, en el heno y en las hojas de los árboles. Esa hambre del alma crece poco a poco hasta convertirse en una fuerza enorme. Sí, era eso, era eso. Oh, qué bien conocía el hambre espiritual… Maria Ivánovna era completamente diferente de Liudmila…