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– No puedo volver a tener hijos -continuó-. Tuvimos… -hizo una pausa.

El conocimiento de su esterilidad seguía siendo muy doloroso, quizás en aquellos momentos más que nunca; se pasó la lengua por el labio inferior mientras contemplaba la animación de la calle.

Philip detuvo el coche en doble fila en la puerta de su casa y dejó el motor en marcha.

– Gracias por la cena -dijo Alex-. ¿Quieres pasar?

Advirtió que una extraña expresión cruzaba el rostro de su acompañante durante un instante, una expresión que le pareció casi de miedo.

– Será mejor que vuelva a mi trabajo.

– ¿Esta noche?

– Un genio no puede tener al mundo esperando eternamente.

– Ni a su agente.

– No, claro que no.

– Oye, ¿te importaría entrar un segundo? Te enseñaré la postal y me dices tu opinión.

De nuevo vio la misma expresión cruzar su rostro y en esa ocasión no tuvo duda de que en ella se reflejaba el miedo. Lo miró y ella misma se sintió incómoda, preguntándose qué podría ser lo que le asustaba, qué había sido capaz de penetrar las defensas aparentemente infranqueables que lo rodeaban como la concha de un molusco.

Durante un momento Philip fijó la mirada en el parabrisas, sin decir nada. Después puso la marcha atrás, con un extraño ademán de resignación, como si se diera por vencido, y se volvió para mirar hacia atrás, por encima del hombro.

Al parecer tuvo que hacer un esfuerzo para subir los escalones que llevaban a la puerta, como si luchara contra una fuerza extraña e invisible que lo empujaba hacia atrás. Alex lo vio vacilar, como si estuviera vadeando en aguas profundas.

Philip se detuvo cuando llegaron frente a la puerta principal y, vacilante, tuvo que apoyar las manos en el quicio de la puerta. Su rostro estaba pálido como el papel y comenzó a sudar. Cerró los ojos con fuerza y Alex le preguntó, asustada:

– ¡Philip! ¿Qué te pasa?

Él alzó los ojos; ríos de sudor corrían por su rostro.

– No es nada. Estoy bien, ya pasó. Todo irá bien.

– ¿Qué pasa, Philip?

– Todo va bien -repitió. La miró nervioso-. No es nada -sonrió.

El olor los golpeó en el mismo momento en que cruzaban la puerta. Un olor detestable, repulsivo. Alex retrocedió asqueada y aspiró una profunda bocanada de aire de la calle. Main se llevó la mano a la nariz y miró a su alrededor en silencio.

– ¿Qué es esto? -Encendió la luz del recibidor; todo parecía normal-. Es como si un perro…

Él negó con la cabeza.

– No, no es un perro.

Alex entró en la cocina tapándose con un pañuelo la nariz.

– Aquí no hay nada -dijo quitándose el pañuelo-. Aquí casi no huele nada.

Main bajó las escaleras.

– Tampoco arriba.

Alex regresó al recibidor, donde el olor era mucho peor que fuera y se quedó de pie en el quicio de la puerta, oliendo el aire húmedo de la noche.

– Es dentro, Philip -dijo-. Quizá sea un ratón muerto o algo parecido. -Se lo quedó mirando y lo vio con los ojos muy abiertos observando a su alrededor y el rostro blanco como el papel-. Philip, ¿por qué no te sientas? Voy a abrir las ventanas.

Se dirigió al salón y encendió las luces. Sintió como una fuerza que la obligaba a bajar los ojos al suelo: allí, como si alguien las hubiera tirado adrede, estaban la tarjeta y la carta de Carrie.

La pared se deslizó alejándose de ella. Por un instante tuvo que doblar las piernas bajo una gran presión, aunque no había nada sobre ella, y se vio corriendo por la habitación hasta tropezar con una de las paredes; adelantó los brazos para apoyarse en ella y la pared pareció rechazarla, empujando contra ella. Alex dio unos pasos hacia atrás y se desplomó.

– Alex, ¿te encuentras bien?

Presa de vértigo, Alex levantó la vista y vio a Main que la miraba desde arriba; era como si lo estuviera contemplando todo desde la distancia, podía verse caída en el suelo y mirando a Philip. Oyó una voz y tardó algún tiempo en reconocer que era la suya.

– Creo que… Debo de haber resbalado.

Vio una mano flotando en el aire; la mano sujetó las suyas; pudo contemplarse a sí misma abrazando a Main y después, de repente, de modo vivido, sintió la arrugada suavidad de su chaqueta y el calor de su pecho. Se apretó contra él con fuerza y apreció la fortaleza de los dorsales de Philip.

– En el suelo -explicó Alex-. Las dejé bajo el teléfono cuando me fui, bien sujetas. Alguien debe haberlas movido.

Sintió las manos fuertes de Philip en su espalda, temblorosas: ¿o era ella quien temblaba?, se preguntó.

– Cálmate, chiquilla, tranquilízate.

Por el tono, Alex se dio cuenta de que Philip se esforzaba en contener la ansiedad de su voz. «¿Qué es lo que te pasa?», le hubiera gustado preguntarle. Se lo quedó mirando.

– ¿Otra de esas alucinaciones de mi mente? -preguntó.

Philip bajó los ojos a sus viejos zapatos de golf y tosió.

Su voz se convirtió casi en un susurro, como si estuviera hablando consigo mismo.

– No, Dios mío, no es una alucinación. -Alzó los ojos al techo y después su mirada recorrió las paredes, pensativo, todavía conmovido por la ansiedad-. Más bien agotamiento.

– Lo siento -dijo Alex, que se agachó para recoger la tarjeta y la carta-. ¿Quieres un café?

– ¿Puedo tomar un poco de whisky?

– Sírvete tú mismo. Yo haré un poco de café.

Main se dirigió al pequeño armario y se sirvió un whisky largo. Después tomó la tarjeta y la carta y se dirigió a un sillón. Olfateó de nuevo, miró el techo con los ojos medio entornados y se sentó despacio. Sostuvo el whisky bajo la nariz y lo olió agradecido, después acabó de cerrar los ojos.

– Padre nuestro -musitó-, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

– Philip, ¿te has dormido?

Main abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que sus mejillas se ruborizaban.

– Uhmmm -respondió mientras buscaba sus cigarrillos.

– ¿Qué piensas?

– ¿Pensar?

– Sobre la carta.

Leyó la carta con detenimiento. Se encogió de hombros.

– Parece muy clara, tajante. ¿Qué quiere decir con «raro»?

– No me refiero al texto -dijo-. Es la escritura. Mira la tarjeta.

– Es un poco diferente -concedió-. Pero puede haber sido escrita sentada, sobre las rodillas, o cuando estaba ebria o drogada; básicamente la letra me parece la misma.

– ¿Podría decírnoslo tu amigo Dead Rat?

– ¿Dendret?

Alex vio de pronto que Main giraba la cabeza, como si tratara de ver algo a sus espaldas, con mirada airada.

– ¿Te encuentras bien?

– ¿Qué?

Alex se sentó en el brazo del sillón y se estremeció.

– Me parece que no puedo dejar las ventanas abiertas de modo permanente. Además no parece haber mucha diferencia.

– ¿Diferencia?

Alex puso su mano en la frente de su acompañante. Estaba húmeda y fría.

– ¿Quieres echarte un rato?

Main tenía la mirada perdida por encima de su vaso de whisky y no respondió nada. Alex fue a la cocina a buscar el café; cuando regresó Main seguía inmóvil en su sillón. El olor en la habitación era repugnante.

Ella volvió a sentarse sobre el brazo del sillón de Philip, a su lado, y vio una vez más cómo el sudor bañaba su rostro.

– Creo que debemos irnos a la cocina, se está mejor allí. -Se lo quedó mirando, sin saber si la había oído y de nuevo le puso la mano sobre la frente. Por un momento temió que fuera víctima de una embolia.

– Éste no es mi sitio -dijo Philip de repente-. No soy querido aquí.

– ¿Quieres que llame a un médico? -preguntó Alex alarmada por su incoherencia. Chasqueó los dedos delante de los ojos de su amigo, pero no se produjo la menor reacción-. Philip -repitió-, ¿quieres que llame a un médico? -Esperó un momento-. ¿Puedes oírme?

– ¡Hola, madre!

Las palabras sonaron amables, limpias como el cristal; como si Fabián estuviera allí, a su lado.

Alex se dio la vuelta y se quedó mirando el recibidor y después la ventana. Corrió hacia ella y miró fuera. La calle estaba vacía; nada excepto la oscuridad, los coches aparcados y la lluvia.