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– Yo… eh… preferiría llevarte a cenar fuera. No tiene nada que ver con tu comida, entiéndelo. Creo que te hará bien salir un rato.

– ¿Quieres que nos encontremos en alguna parte?

– No, claro que no. Te iré a buscar. Me pararé en la puerta y tocaré el claxon.

– Tienes permiso para entrar -dijo Alex sonriente.

– Es que… a veces resulta difícil aparcar fuera.

Sus palabras sonaron evasivas y eso la intrigó. Se estremeció.

– Está bien. ¿Cuándo vendrás?

– ¿Dentro de una hora?

– Estaré lista. -Dejó el receptor en su sitio, después colocó la carta y la tarjeta bajo el teléfono para aplanarlas con su peso.

El restaurante era pequeño y sencillo, con el aire característico y vacío de un lunes por la noche. Las velas ardían con injustificado optimismo sobre las mesas de madera desnuda y el personal se acercó a ellos con toda seriedad como si quisieran asegurarles de que no habían cometido una equivocación al entrar allí y que, normalmente, no solían estar tan vacíos como aquella noche.

– Si estás en el fondo del pozo de una mina, a mediodía, y miras al cielo, puedes ver Venus. Está allá arriba siempre. En el siglo XV los marinos utilizaban el planeta para ayudarse en la navegación.

– ¿Tenían un pozo de mina en sus buques?

Main sonrió tristemente.

– No lo necesitaban, chica. -Se señaló los ojos-. Podían verlo a simple vista.

– Entonces, ¿por qué no podemos verlo nosotros?

– Evolución. Hemos avanzado y nuestros sentidos están cada vez más embotados; tenemos ordenadores que navegan por nosotros.

– Entonces, ¿no es la contaminación lo que nos impide ver Venus?

– No, claro que no; no lo vemos porque ya no sabemos cómo verlo; es muy posible que los hombres primitivos que viven en la jungla todavía puedan verlo; pero si nosotros tuviéramos la agudeza visual necesaria para ver Venus al mediodía, nos quedaríamos ciegos a causa del brillo de la luz eléctrica, que nos deslumbraría.

– Es decir que la evolución no es siempre tan inteligente.

Giró su copa de vino y fijó la mirada en la mesa.

– Pero realiza su cometido.

– ¿Se embotan nuestros sentidos con el paso de cada generación?

– Los viejos sentidos se embotan, pero se desarrollan los nuevos. -Hizo una pausa-. Es como una línea irracional.

– ¿Qué consideras irracional?

– La inútil habilidad del hombre para correr cada vez con mayor rapidez. Su carrera gana velocidad con cada generación. Nadie corrió la milla en cuatro minutos hasta mil novecientos cincuenta y cuatro: ahora se hace en tres minutos y cincuenta segundos. Y eso que no necesitamos correr a diario. -Se encogió de hombros.

– Yo creía que ocurre así porque los atletas se dopan.

– En parte sí. Pero sólo en parte. La evolución tiene mucho que ver en ello.

– ¿Tú crees que nuestras piernas deberían hacerse cada vez más cortas?

– Y los brazos. Ya casi no los usamos. Pronto lo único que necesitaremos serán las puntas de los dedos para pulsar botones.

– Dentro de treinta y dos millones de años seremos solamente un cuerpo con pies y dedos y todos nos pareceremos a esos monigotes que se hacen con una patata y unos palillos. ¿No es eso?

Philip Main buscó en sus bolsillos y sacó el paquete de cigarrillos.

– Así que fuiste a ver a un médium.

Afirmó con la cabeza y aceptó el cigarrillo que él le ofrecía.

– El señor Ford me ha dado mucho en que pensar. Afirmó haber entrado en contacto con Fabián y me describió el accidente. -Encendió el cigarrillo en la vela, miró a su alrededor para ver si los podía oír alguno de los camareros y se adelantó sobre la mesa-. Me dijo que uno de los ocupantes del coche gritó que un camión se les venía encima.

– Pudo haberlo leído en el periódico o lo captó en ti por medios telepáticos.

Alex movió la cabeza.

– Mi hijo chocó contra un turismo, no con un camión; no hubo ningún camión.

Philip la miró intrigado.

– Pero eso fue lo que dijo el periódico…

– ¡Ahí está el quid de la cuestión! -lo interrumpió-. Los periódicos dijeron que había sido un camión, así que quedé convencida de que lo había leído y supo atar cabos de modo conveniente. Esta tarde estuve en Cambridge y mantuve una conversación con Otto, el chico que sobrevivió. Le pedí que me dijera qué había ocurrido inmediatamente antes de producirse el accidente. Me explicó que habían visto cómo se echaba encima de ellos algo que en un principio pensaron que era un camión y que así lo gritó Fabián. -Bebió un poco de vino, dio una profunda chupada a su cigarrillo y después se quedó mirando a su acompañante.

Philip volvió a encogerse de hombros.

– Puede ser telepatía; tú recibiste en tu inconsciente, sin saberlo, el mensaje que te envió Fabián en el instante mismo del accidente que allí quedó registrado; después Ford lo supo por ti gracias a sus poderes telepáticos. -Una vez más se encogió de hombros-. Ésa es una forma muy compleja de ver las cosas. O…

– ¿Es Ford un verdadero médium?

– No sé nada de eso. Pero lo ocurrido es notable.

Apareció un camarero.

– ¿Es para usted el pichón, señora?

– No, para mí.

Alex guardó silencio hasta que les hubieron servido la comida y después se adelantó de nuevo sobre la mesa.

– ¿Sabes dónde puedo encontrar a un experto en escritura manual?

– ¿Escritura manual?

– Sí, no sé cómo se los llama… esas personas a las que llama la policía para demostrar si un documento ha sido falsificado o no.

– Hay un tipo al que utilizo de vez en cuando en mis investigaciones; como cuando tuve que demostrar la falsedad de los pergaminos del mar Muerto -bromeó con una sonrisa irónica.

– ¿Para fastidiar a tu padre?

La miró con aire pensativo.

– No, mucho tiempo después… -Se detuvo y se quedó mirando con severidad a su pichón como si hubiera cometido algún delito.

– Tiene muy buen aspecto -comentó Alex.

– Dead rat( [2]) -dijo.

– ¿Qué?

– Rata muerta -repitió.

– ¿Rata muerta?

– Sí, se llamaba algo así, Dead Rat, Derat, Durat, Dendret… Eso es: su nombre era Dendret.

– ¿Hay algo que tú no sepas? -sonrió Alex.

– No sé por qué pedí pichón; acabo de recordar que no me gusta ese plato.

– Te lo cambio por el mío.

– No, por Dios. Un hombre debe aceptar las consecuencias de sus actos. -Le dirigió una extraña mirada que la inquietó durante un instante.

– En estos días ya no tienes que ser un mártir, ya hemos evolucionado y dejado atrás esos tiempos.

– Touché -dijo mientras su tenedor pinchaba el pichón con un cómico aire de desconfianza.

Se sentía cómoda en el Volvo rodeada de todos aquellos trastos inútiles, casi anidada sobre un fondo de periódicos, viejos boletos de aparcamiento, papeles y casetes. El coche resultaba acogedor, con el calor de un hogar, como un viejo yate.

– ¿Nunca limpias tu coche? -le preguntó.

– No, claro que no. A veces lo cambio, cuando los ceniceros están demasiado llenos.

Alex sonrió y miró el cenicero abierto y lleno a rebosar de colillas viejas y secas.

– ¿A qué le llamas tú estar llenos?

Los limpiaparabrisas secaban la lluvia en la que se reflejaban las luces de Londres, delante de ellos, como un calidoscopio.

– ¿No te molesta volver a casa y quedarte sola?

Ella respondió con un gesto de indiferencia.

– No. Ya estoy acostumbrada. Fabián sólo se quedaba en casa los días festivos.

– ¿Te gustaría volver a tener otros hijos?

Alex negó con la cabeza.

– Ya soy demasiado vieja para esas aventuras.

– ¿Qué edad tienes?

– Soy una antigualla -dijo y sonrió-. A veces me siento muy vieja.

Observó las luces blancas, color naranja y rojas que parecían estallar y deslizarse ante sus ojos, oía el rugir del motor del coche, apreciaba la potencia de los frenos y de repente cesó el chirriar de los neumáticos. Los limpiaparabrisas sonaban delante de ellos, clac, clac, clac, casi al acorde con el sonido del motor de un taxi y el ritmo de la música de un disco-bar próximo; dos pequeños instrumentos en la gigantesca orquesta del Londres nocturno.

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[2]. Hay un juego de palabras intraducible, pues al mismo tiempo que bromea con su plato comparándolo con una rata muerta, intenta recordar el apellido del grafólogo. (N. del t.)