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– No -lo seguí y salimos.

– Tessa -observó preocupado Sandy-. Es una chica terrible. No impetuosa, no me refiero a eso. Quiero decir, bueno, está al borde de la delincuencia. Supongo que no puedes advertirle a Michael Watermead, ¿verdad?

– Sería difícil.

– Inténtalo -aconsejó-. Le ahorrarás muchas lágrimas a la señora Watermead.

Me sorprendió la imagen.

– Está bien -repuse.

Conduje la camioneta del Trotador hasta la granja y la estacioné a un lado del granero. Las puertas posteriores del vehículo estaban todavía sin asegurar y no había nada adentro, con excepción del polvo gris rojizo. Pasé los dedos por el polvo y los miré, cosa que no me agradó en absoluto. Las partículas rojizas, entre lo gris, eran muy similares al óxido, para el ojo normal.

Repasé mentalmente las herramientas perdidas del Trotador: la corredera vieja, el hacha afilada, las pequeñas llaves revueltas… todo eso y la máquina para desmontar neumáticos, que era fuerte y vieja, tan larga como un brazo, de metal ferroso, el medio ideal para el óxido.

Caminé a mi oficina, preguntándome si las náuseas que sentía se debían al golpe que había recibido en la cabeza o al crujido imaginario de una máquina oxidada para desmontar neumáticos sobre la nuca del Trotador.

Aziz regresó de Heathrow, su buen humor irrefrenable dejó flotar en el aire una sonrisa límpida. Le di cortésmente las gracias por haber llevado a Lizzie.

– Una dama agradable -respondió-. Cuando se te ofrezca.

Me froté el rostro con la mano y luego le pedí a Aziz que verificara con Harvey los trabajos para el día siguiente. Les avisé a Isobel y a Rose que volvería por la mañana.

De regreso en casa, encendí el televisor de mi recámara y vi las carreras en Cheltenham. Me senté en un sillón, después me acosté en la cama y me quedé profundamente dormido.

EL JUEVES temprano por la mañana, el día de la Copa de Oro en Cheltenham, que una vez había recibido con el pulso acelerado y la esperanza agolpada en el pecho, me desperté con una rigidez que hacía crujir mis extremidades. Deseaba con desesperación hacerme un ovillo y dejar que el mundo pasara de largo.

En lugar de eso, me puse una camisa y una corbata y conduje hasta Winchester para la indagatoria sobre Kevin K. Ogden. Me detuve un momento en el camino para hablar con Isobel y Rose, y pensé que podrían aprovechar el tiempo antes de que llegara el resucitador de computadoras, así que les sugerí que hicieran una lista de todas las personas que se acordaran que habían estado en sus oficinas la semana anterior.

Me miraron con perplejidad. Docenas de personas habían cruzado su puerta, empezando por todos los conductores, a quienes por supuesto no tomaría en cuenta. Sólo quería que pusieran en la lista a todos los demás visitantes.

Pasé por Dave al restaurante y lo llevé conmigo a Winchester. La indagatoria resultó ser un asunto sencillo. El pesquisidor había leído el papeleo antes de llegar a los procedimientos, y por esa razón consideró que no tenía sentido perder el tiempo.

Le habló con amabilidad a una mujer delgada, vestida de negro, que traslucía una gran tristeza. La señora admitió que sí, que era Lynn Melissa Ogden, y también había identificado el cadáver de su esposo, Kevin Keith.

Bruce Farway informó que lo habían llamado por teléfono a la casa de Frederick Croft el jueves pasado por la noche y allí había determinado la muerte de Kevin Keith Ogden. El pesquisidor aceptó el informe del examen post mortem, que indicaba que la muerte del viajante se debía a un ataque al corazón. Hubo algunas preguntas breves dirigidas a Dave, a Sandy y a mí.

Después el oficial reunió los papeles y, ecuánime, miró a todos los presentes.

– Este tribunal considera que el señor Kevin Keith Ogden murió por causas naturales. Gracias por su asistencia.

El pesquisidor esbozó una última sonrisa de compasión por la viuda y eso fue todo. Salimos en fila hasta llegar a la acera y oímos que la señora Ogden preguntaba con gran consternación dónde podría tomar un taxi.

– Señora Ogden -me ofrecí-. ¿Puedo llevarla?

Dirigió los ojos grises de mirada cansada hacia mí, y con ademanes balbuceantes contestó:

– Sólo voy a la estación del ferrocarril.

– La llevo.

Persuadí a Sandy de que llevara a Dave de regreso a Pixhill y partí a la estación con la señora Ogden, quien estaba en franco estado de conmoción y tristeza.

– ¿A qué hora sale su tren?

– Falta mucho tiempo.

– ¿Le gustaría tomar un café?

Respondió con desgano que le agradaría y se sentó sin entusiasmo en un sillón en el recibidor vacío de un hotel de falso estilo Tudor. El café tardó mucho tiempo en llegar, pero estaba recién hecho. Lo llevaron en una cafetera con capullos de rosa de porcelana y crema, sobre una bandeja plateada.

– Fue un golpe terrible para usted -le dije-. Su hija debe ser un consuelo.

– Nunca tuvimos ninguna hija. Mi marido inventaba esa historia para viajar de manera gratuita -me lanzó una repentina mirada de temor, la primera grieta en el hielo-. Había perdido su trabajo, ¿sabe? Se dedicaba a las ventas. Era subgerente. La empresa se fusionó. La mayor parte de los funcionarios administrativos se volvió prescindible.

– Lo lamento mucho.

– Kevin estuvo desempleado durante cuatro años. Gastamos el dinero que teníamos y nuestros ahorros… La sociedad constructora quiere recuperar la casa… y… y… esto es demasiado para mí.

Lynn Melissa Ogden parecía tan sumida en el piso como una tachuela. Tenía cabello castaño canoso y lo llevaba peinado hacia atrás atado con una cinta negra angosta. No usaba ningún cosmético. Tenía algunas arrugas alrededor de la boca.

Le pregunté compasivamente.

– ¿Tiene usted empleo?

– Ya no. Trabajaba en una verdulería, pero Kev tomó un poco de dinero de la caja y me despidieron.

– Comprendo -volví a llenar su taza de café. Bebió distraídamente, la taza resonaba contra el plato cuando la ponía encima.

– ¿Por qué querría su esposo ir a la gasolinera de Chieveley?

– Tenía que ir -se detuvo, luego añadió-. ¿Sabe? La gente le llamaba por teléfono a la casa y le solicitaba que llevara cosas de un lugar a otro. Le dije que se metería en problemas si hacía eso. Quiero decir, podría estar transportando fragmentos para construir bombas, o tal vez drogas, o todo tipo de cosas. A menudo llevaba perros o gatos, le gustaba hacerlo. La gente le pagaba el boleto del tren por llevar a los animales, pero él solía cambiar los boletos por dinero en efectivo y se iba pidiendo que lo llevaran gratis.

– Sin embargo, no llevaba ningún animal en mi camión transportador de caballos -repliqué.

– No -sonaba vacilante-. Pero era algo que tenía que ver con animales. Fue una respuesta al anuncio de Horse and House. Una mujer llamó. Quería que Kev recogiera una bolsa en la gasolinera de Pontefract, de ahí tenía que dirigirse a la de South Mimms y en seguida ir en su camión a Chieveley.

– ¿Con quién iba a reunirse en Chieveley?

– La mujer no lo mencionó. Simplemente dijo que alguien lo encontraría ahí, le pagaría y se llevaría la bolsa. Eso sería todo.

– ¿No dijo lo que contenía?

– Sí. Dijo que un termo, pero que no debía abrirlo.

– Mmm. ¿Lo habrá abierto?

– ¡Oh, no! -estaba segura-. Tenía miedo de que no le pagaran. Y siempre decía que ojos que no ven, corazón que no siente.

¡Pobre señora Ogden! La llevé a la estación y esperé con ella hasta que llegó el tren. Me hubiera gustado darle dinero para ayudarla con sus problemas presentes, pero no creí que lo aceptara. Pensé que Sandy Smith podría darme su dirección y le enviaría algo en memoria de Kevin Keith, quien parecía haberme precipitado en un torbellino.

AL SALIR de Winchester sonó el teléfono que traía en el automóvil. Era la voz de Isobel.