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Sentí curiosidad por saber cuánto podía decirse de una persona por el auto que conducía. La Nina del domingo coincidía con su mercedes; la Nina del lunes, con su auto pequeño y viejo. Aziz parecía tener un temperamento demasiado fuerte para el que conducía. Yo, por otra parte, poseía un Jaguar XJS, al que amaba por ser un recuerdo de mis antiguos tiempos como jockey. Todavía lo llevaba a las competencias, pero me movía en los alrededores de Pixhill en un Fourtrak con Tracción en las cuatro ruedas. Tal vez todos poseíamos una doble personalidad automovilística y sentí curiosidad por saber qué auto conduciría Aziz por elección.

Por cautela, verifiqué sus referencias y averigüé que Aziz Nader había sido un buen empleado. Mientras me encontraba al teléfono, llegó un auto que inundó el área con sabuesos vestidos de civil, hombres diferentes de los que se habían presentado el día anterior. Salí a saludarlos. No hubo sonrisas ni apretones de manos, sólo preguntas hostiles con un escepticismo notorio ante mis respuestas, que aseguraba que yo no estaba cooperando como esperaban.

Los dos policías vestidos de civil empezaron por preguntarme si sabía qué estaba haciendo el Trotador en la granja el domingo por la mañana. Respondí tranquilamente que todos mis empleados podían entrar y salir de la granja por la razón que fuera, incluyendo los domingos, ya que era un día hábil para nosotros.

Inquirieron acerca de los hábitos del Trotador en relación con la bebida. Repuse que jamás se había presentado borracho a trabajar. Fuera de ahí, no era de mi incumbencia.

El más viejo de los dos policías me preguntó a continuación si alguien había estado presente en el instante en que el Trotador había caído. No que yo estuviera enterado, contesté. ¿Había estado en el lugar personalmente? No. ¿Había ido a la granja la noche del sábado, después de las diez, o el domingo por la mañana en algún momento? No.

La entrevista se prolongó todavía varios minutos, infructuosamente para ambas partes, por lo que pude darme cuenta. Ambos observaron con perspicacia mientras me informaban que harían un interrogatorio entre mis empleados. Asentí serenamente y, después de un tiempo, se marcharon.

Una mirada rápida a mi reloj me indicó que había perdido gran parte de la hora de la comida sin organizar la ronda de bebidas en memoria del Trotador en la taberna, así que me dirigí a ese lugar para hablar con el propietario. El, muy feliz con su gordura y con una gran panza, gracias a la cerveza, dirigía un negocio austero equipado para complacer a aquellas personas que se sentían a disgusto en medio de muchos lujos.

– El viejo Trotador era inofensivo -sentenció-. Solía emborracharse todos los sábados. No era la primera vez que Sandy lo llevaba a casa. Sandy Smith es un buen tipo, tengo que reconocerlo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Haga una lista -respondí- de todas las personas que estuvieron en la taberna con el Trotador en su última noche y sírvales a cada uno de ellos una cerveza en su memoria.

– Es muy amable de su parte, Freddie -repuso y empezó su lista en ese mismo instante, la que inició con el nombre de Sandy Smith, agregó los de Dave y Nigel, así como los de otros dos de mis empleados. Prosiguió con los mozos de cuadra de casi todas las caballerizas de Pixhill, incluyendo el nuevo grupo del establo de Marigold, la señora English, cuyos nombres desconocía-. Preguntaron por la mejor taberna -comentó con complacencia- y ya ve, los enviaron hasta aquí.

– Quien lo hizo tuvo mucha razón -respondí-. Averigüe sus nombres y haremos una especie de pergamino conmemorativo, lo mandaremos enmarcar y lo colgaremos de la pared aquí mismo.

El propietario se mostró entusiasta.

– ¿Qué le parecería que también lo firmaran? -preguntó-. El pobre Trotador se sentiría orgulloso.

– Es una idea magnífica, pero anote también sus nombres completos. Supongo que no nos dejó unas últimas palabras célebres -mencioné pensativo.

– "Lo mismo otra vez" -contestó el tabernero y esbozó una amplia sonrisa-. Estuvo delirando acerca de unos extraños debajo de sus camiones, le digo, pero ya cuando se fue, “lo mismo otra vez" fue lo único que pudo pronunciar.

Le di un anticipo en efectivo por las cervezas conmemorativas y le prometí que le entregaría el resto cuando la lista estuviera completa y le hubiera servido las bebidas a todo el mundo. Lo dejé mientras buscaba una hoja de papel digna del cuadro de honor.

Durante la tarde revisé las cuentas y con la nueva información que me dio Isobel planeé el programa semanal. Mientras ella se encontraba todavía en mi oficina, le di un puntapié involuntariamente a la bolsa que los mozos de cuadra de Marigold English habían dejado y le pedí a Isobel que la tirara a la basura.

Isobel se la llevó de la oficina, pero regresó unos minutos después. Parecía indecisa.

– Encontré un termo en esa bolsa. Pensé que está en buen estado como para tirarlo, así que decidí llevarlo al restaurante en caso de que alguno de los conductores lo reclamara. Y, bueno, ¿quieres venir a ver?

La confusión de la chica me bastó para seguirla de inmediato al restaurante y comprobar a qué se refería. Había sacado el paquete de sandwiches y lo había colocado en el escurridera para platos. También le había quitado la tapa al termo y vertido la mayor parte de su contenido en el fregadero.

Su preocupación era inequívoca. En el fondo del fregadero se podían observar cuatro tubos de vidrio, cada uno de nueve centímetros de largo y más de un centímetro y medio de diámetro color ambarino y un tapón negro sujeto con cinta impermeable.

– Se cayeron cuando vertí el contenido -explicó Isobel-. ¿Qué es esto?

– No tengo idea.

Los tubos estaban cubiertos con el líquido opaco y lechoso que se encontraba en el termo. Lo tomé y me di cuenta de que toda vía contenía un poco del líquido. Lo traspasé en un tarro del restaurante.

Dos tubos más cayeron dentro del tarro.

El líquido estaba frío y ya tenía un aroma ligeramente parecido al del café con leche.

– ¡No lo bebas! -exclamó Isobel muy alarmada cuando levanté el tarro y me lo acerqué la nariz.

– Sólo quería olerlo -repuse.

– Es café, ¿no es verdad?

– Creo que sí.

Tomé entonces un plato desechable y coloqué sobre él los cuatro tubos que se encontraban en el fregadero. Luego puse el plato el tarro, el termo y el paquete de sandwiches en una bandeja del restaurante, me puse la bolsa bajo el brazo y me llevé todo a mi oficina. Isobel me siguió.

Con una toalla de papel limpié los residuos lechosos de uno de los tubos. Había unos cuantos números grabados en el vidrio, pero todo lo que anunciaban era la capacidad del recipiente: diez centímetros cúbicos. Lo coloqué a contraluz y le di algunos golpecitos. Su contenido era un líquido transparente, pero se agitaba con mayor lentitud que el agua.

– ¿No vas a abrirlo? -preguntó Isobel con vivo interés.

Negué con la cabeza.

– No en este momento -coloqué nuevamente el tubo sobre el plato y alejé la bandeja como si no tuviera importancia-. Vamos a trabajar y decidiré acerca de este material más tarde.

Terminamos el cuadro preliminar de la programación semana, e Isobel se fue a su oficina para actualizar la información de la computadora. Regresó a mi puerta unos minutos más tarde. Se veía frustrada, lista para irse a casa.

– ¿Qué sucede?

– La computadora ha estado funcionando mal todo el día. No puedo hacer nada. Tampoco Rose. ¿Puedes llamar al técnico para que la arregle?

– Está bien -respondí-. Hasta mañana.

Antes de que pudiera encontrar el número, mi mirada se posó en los pequeños frascos que estaban sobre la bandeja y, en vez de llamar al técnico de las computadoras, telefoneé a mi hermana.