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– Ya veo. Pero ¿qué significa? ¡Ah, ya sé! Fidelidad, por el jabalí -dije devolviéndole la prenda-. Esta moda de llevar dibujos simbólicos para que la gente se rompa la cabeza me agota, la verdad. Como si en el mundo no hubiera bastantes misterios reales.

– Pero vos pintáis, señor.

– En mis pocos ratos libres, sí. Pero, con mis pobres medios, trato de representar ala gente directa y claramente, como el señor Holbein. El arte debería resolver los misterios de nuestro ser, no complicarlos.

– ¿No llevabais símbolos así en vuestra juventud?

– No, entonces no se llevaban. Alguna vez, quizá. -Me acudió a la mente una frase de la Biblia, que cité con cierta tristeza-: «Cuando era niño, pensaba como un niño; pero, al hacerme hombre, dejé a un lado las niñerías», como dijo san Pablo. Bueno, ahora debo subir a mi habitación, tengo muchas cosas que leer. -Al ver que me costaba levantarme, Mark corrió en mi ayuda-. Puedo yo solo -refunfuñé gesticulando al sentir una punzada de dolor en la espalda-. Despiértame en cuanto amanezca. Y dile a Joan que tenga preparado un buen desayuno.

Cogí una vela y subí las escaleras. Los próximos días me depararían incógnitas más complejas que un dibujo en un botón, y necesitaba cualquier ayuda que el estudio de la palabra impresa en liso y llano inglés pudiera proporcionarme.

3

Partimos al alba del día siguiente, 2 de noviembre, festividad de los Fieles Difuntos. Tras la noche de estudio, había dormido bien y me había levantado de mejor ánimo; incluso empezaba a sentir cierta expectación. En su día, yo había sido alumno de los monjes, convirtiéndome luego en enemigo de todo lo que representaban. Ahora estaba en situación de penetrar en el corazón mismo de sus misterios y su corrupción.

A fuerza de ruegos y apremios, conseguí que el somnoliento Mark desayunara y saliera de casa. El tiempo había cambiado durante la noche, y ahora soplaba un viento seco y cortante del este que había helado el barro de las rodadas y me hizo lagrimear en cuanto nos pusimos en marcha, arrebujados en nuestras cálidas pieles, con las manos enfundadas en gruesos guantes y las capuchas de las capas de viaje bien caladas. De mi cinturón colgaba una daga que habitualmente sólo me servía de adorno, pero que esa mañana había afilado en la piedra de la cocina. Mark llevaba su espada, un arma de acero londinense de tres palmos de largo y afilada como una navaja, que había comprado con sus ahorros para las clases de esgrima.

Mark entrelazó las manos para ayudarme a montar en Chancery, pues me resulta difícil auparme ala silla; luego subió a lomos de Redshanks, su resistente ruano, y nos pusimos en marcha, con los caballos cargados de alforjas llenas de ropa y documentos. Mark aún estaba medio dormido. Se quitó la capucha, se rascó la cabeza e hizo una mueca ante el viento que le azotaba el rostro.

– ¡Qué frío, por Dios!

– Has pasado demasiado tiempo en estancias caldeadas -le dije-. El frío espesa la sangre.

– ¿Creéis que nevará, señor?

– Espero que no. La nieve retrasaría varios días nuestro viaje.

Atravesamos la ciudad de Londres, que apenas empezaba a despertar, y llegamos al puente. Miré río abajo, más allá de la imponente silueta de la Torre, y vi un enorme galeón fondeado en la Isla de los Perros. La ancha proa y los altos mástiles proyectaban su vaga silueta contra el gris del agua, que se confundía con el del cielo.

– ¿De dónde vendrá? -murmuré señalándoselo a Mark.

– Hoy la gente viaja a tierras con las que nuestros padres ni siquiera soñaban.

– Y vuelven con maravillas -dije acordándome del pájaro parlanchín-. Nuevas maravillas y tal vez nuevos engaños.

Cruzamos el puente. Al otro lado, junto a los muelles, había un cráneo destrozado. Debía de haberse caído de la pica después de que los pájaros lo dejaran mondo; los restos seguirían allí hasta que se los llevaran los cazadores de recuerdos o alguna bruja necesitada de amuletos. Primero los dos cráneos de santa Bárbara del despacho de Cromwell, y ahora aquellos despojos de la justicia humana. Pensé que eran malos agüeros, pero enseguida me reprendí por supersticioso.

El primer trecho del camino, que discurre entre los campos de labranza que alimentan a la capital, ahora marrones y desnudos, estaba en condiciones aceptables. El cielo era de un blanco lechoso y el tiempo se mantuvo estable. A mediodía nos detuvimos para comer cerca de Eltham; luego alcanzamos la cima de las North Downs y contemplamos el viejo bosque del Weald, un mar de árboles desnudos, salpicado de otros de hoja perenne, que se extendía hasta el neblinoso horizonte.

El camino empezó a estrecharse cuando llegamos a unos empinados ribazos cubiertos de hojas y surcados por senderos que conducían a remotas aldeas. Sólo ocasionalmente nos cruzamos con algún carro. A última hora de la tarde llegamos a la pequeña ciudad de Tonbridge, y allí nos desviamos hacia el sur. íbamos prevenidos contra los ladrones, pero sólo encontramos una manada de ciervos que mordisqueaban las hierbas al lado del camino; cuando nos vieron aparecer, los asustadizos animales treparon por el talud y desaparecieron entre los árboles.

Caía la noche cuando oímos el tañido de una campana detrás de la arboleda. Al doblar un recodo del camino, desembocamos en la única calle de una aldea, un lugar misérrimo de casas de adobe con techos de paja, que sin embargo tenía una hermosa iglesia normanda y, junto a ella, una posada. Todas las ventanas de la iglesia estaban iluminadas por velas, que lanzaban una intensa claridad a través de la vidriera. La campana repicaba una y otra vez. -La misa de difuntos -comentó Mark. -Sí, todo el pueblo debe de estar en la iglesia rezando por la redención de las almas del purgatorio.

Mientras cabalgábamos al paso, pequeñas cabezas rubias asomaban por los portales entreabiertos y nos observaban con desconfianza. Apenas vimos adultos. Los cánticos llegaban a nuestros oídos desde las puertas abiertas del templo.

En aquella época, el Día de Difuntos era una de las festividades más solemnes del calendario. En todas las iglesias, los fieles se reunían para oír misa y rezar por la liberación del purgatorio de familiares y amigos. La ceremonia ya no contaba con el respaldo del rey, y pronto estaría prohibida. Había quien consideraba cruel privar al pueblo del consuelo y el recuerdo. Pero sin duda es mejor creer que nuestros seres queridos están en el cielo o en el infierno, según la voluntad de Dios, que en el purgatorio, un lugar de tormento y dolor en el que quizá deberían permanecer siglos.

Desmontamos delante de la taberna con el cuerpo entumecido y atamos los caballos a la baranda. El edificio era una versión a escala aumentada de las casas: paredes de adobe con grandes desconchones en el enlucido de yeso y un alto tejado de paja cuyos aleros descendían hasta las ventanas del primer piso.

En el interior, el hogar estaba situado en el centro de la sala, a la antigua usanza, y el humo que escapaba de la campana circular saturaba el aire. Al oírnos entrar, un puñado de ancianos se volvió hacia nosotros y nos examinó con curiosidad a través de la neblina. Un individuo grueso con delantal se nos acercó mirando apreciativamente nuestras lujosas pieles. Le pedí habitación y comida, y me dijo que eran seis peniques. Luchando por descifrar su cerrado y gutural acento, conseguí que lo dejara en cuatro. Tras confirmar el camino a Scarnsea y pedir cerveza caliente, me senté junto al fuego mientras Mark salía a asegurarse de que nuestros caballos estuvieran bien atendidos.

Me alegré de que volviera, pues las miradas de los viejos estaban empezando a irritarme. Los había saludado con la cabeza, pero ellos se habían dado la vuelta.

– Son un hatajo de pasmarotes -me susurró Mark.