Dejé que transcurrieran unos instantes de silencio.
– Tened cuidado con lo que decís, hermano.
– Vivimos en un mundo lleno de nuevas maravillas, en el que el rey de Inglaterra cuelga a la gente por expresar su opinión. -El hermano Guy se esforzó por serenarse-. Lo siento. Pero aunque ayer habláramos libremente sobre los nuevos tiempos, doctor Shardlake, aquí todo el mundo siente el peso de la angustia y el miedo. Yo sólo quiero vivir en paz, comisionado. Como todos los hermanos.
– No todos, hermano Guy, no todos… Alguien pudo utilizar este pasadizo para llegar a la cocina, sin necesidad de llave, y asesinar al comisionado Singleton.
– Alice y yo nos pasamos toda la noche atendiendo al hermano James. Nadie pudo acceder al pasadizo sin que nosotros lo viéramos.
Le cogí la vela de la mano y le iluminé el rostro.
– Pero vos sí pudisteis hacerlo, hermano.
– Juro por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo que no lo hice -respondió el enfermero con firmeza-. Soy médico; he jurado salvar vidas, no quitarlas.
– ¿Quién más conocía la existencia del pasadizo? Decís que el prior preguntó por él. ¿Cuándo?
El hermano Guy se pasó la mano por la frente.
– Durante una reunión de los obedienciarios. Además del prior y de mí, estaban el abad, los hermanos Edwig y Gabriel, el hermano Jude, el despensero, y el hermano Hugh. Como de costumbre, el prior Mortimus habló de la necesidad de reforzar la disciplina. Dijo que había oído hablar de una antigua celda que estaba detrás de la enfermería. Pero creo que no hablaba en serio.
– ¿Quién más podría saberlo?
– Los novicios saben que en el monasterio hay una vieja mazmorra. Se les dice para asustarlos; pero no creo que nadie sepa dónde se encuentra. Yo mismo había olvidado la existencia del pasadizo. ¿Recordáis cuando me preguntasteis si existía otro modo de acceder a la cocina? Os dije que creía que estaba condenado desde hacía años.
– Entonces, hay otras personas que conocen su existencia… ¿Qué me decís de vuestro amigo, el hermano Jerome?
El enfermero me miró con perplejidad.
– ¿Qué queréis decir? Jerome y yo no somos amigos.
– Ayer os vi ayudándole a pasar las hojas del libro del coro.
– Es mi hermano en Cristo, y un pobre tullido -respondió el enfermero moviendo la cabeza-. ¿Hemos llegado a tal punto que ayudar a un inválido a pasar las hojas de un libro es suficiente base para formular una acusación? Tenía otra opinión de vos, doctor Shardlake.
– Busco a un asesino -repliqué con viveza-. Todos los obedienciarios son sospechosos, incluido vos. Puede que las palabras del prior le refrescaran la memoria a alguno de los presentes en esa reunión y decidiera echar un vistazo al pasadizo.
– Tal vez.
– Salgamos de aquí -dije volviendo a pasear la mirada por el húmedo calabozo-. Este sitio me produce dolor de huesos.
Regresamos a la habitación en silencio. El hermano Guy salió del pasadizo en primer lugar, y yo, que lo seguía, me agaché para recoger mi pañuelo del suelo. Al hacerlo, vi algo que brillaba tenuemente a la luz de la vela y rasqué la losa de piedra con una uña.
– ¿Qué es? -preguntó Mark. Me acerqué el dedo a la cara.
– Dios Misericordioso, así que esto es lo que hacía… -murmuré-. Sí, claro, la biblioteca…
– ¿Qué queréis decir? -insistió Mark.
– Más tarde, más tarde… -respondí limpiándome con cuidado el dedo en la ropa-. Vamos, o se me helarán los huesos antes de que consiga sentarme ante un fuego. -Entramos en la habitación, y tras despedir al hermano Guy me acerqué a la chimenea para calentarme las manos-. ¡Dios santo, qué frío hace en ese pasadizo!
– Me ha sorprendido oír hablar al hermano Guy contra el vicario general.
– Ha hablado contra la política del rey; para cometer traición tendría que haber criticado al rey como cabeza de la Iglesia. En el calor de la discusión ha dicho lo que todos piensan aquí.
– Solté un suspiro-. Hemos encontrado una pista…, pero conduce a otra persona.
– ¿A quién?
Lo miré, complacido al comprobar que se le había olvidado el enfado.
– Más tarde. Vamos, debemos llegar al estanque antes de que empiecen a limpiarlo por su cuenta. Necesitamos comprobar si había algo más -dije, y eché a andar por el pasillo con la mente en ebullición.
Cruzamos la huerta y nos dirigimos hacia un grupo de criados armados con largas pértigas que esperaban junto al estanque. Los acompañaba el prior Mortimus, quien se volvió hacia nosotros.
– Hemos desviado las aguas de la cloaca y drenado el estanque, comisionado. Pero tendremos que devolverlas a su cauce lo antes posible si no queremos que el pozo rebose.
Asentí. Ahora el estanque era una amplia y profunda hondonada, con el fondo cubierto de un limo negruzco y trozos de hielo.
– ¡Un chelín para el que encuentre algo ahí abajo! -les grité a los criados.
Dos de ellos se acercaron titubeando, descendieron al fondo del estanque y empezaron a remover el limo con las pértigas. Al cabo de un rato, uno profirió un grito y se volvió hacia nosotros levantando algo en la mano. Dos cálices dorados.
– Son los que creíamos que había robado Orphan… -murmuró el prior.
Tenía la esperanza de encontrar la reliquia; sin embargo, después de diez minutos de búsqueda, lo único que encontraron fue una vieja sandalia. Los criados salieron del estanque y el que había encontrado los cálices me los tendió. Le di su chelín y, al volverme, vi al prior, que miraba los cálices atentamente.
– Son éstos, no hay duda -aseguró, y soltó un resoplido-. Recordadlo, comisionado; si encontráis al hombre que mató a esa pobre muchacha, dejadme un rato a solas con él -masculló antes de dar media vuelta y desaparecer.
Miré a Mark y arqueé una ceja.
– ¿Creéis que siente de verdad la muerte de esa pobre muchacha? -me preguntó.
– El corazón humano tiene profundidades insondables, Mark. Vamos, debemos ir a la iglesia.
25
Con las piernas cansadas y la espalda dolorida, seguí a Mark hasta el patio del monasterio envidiando su agilidad. El muchacho caminaba con tal ligereza que levantaba copos de nieve a su paso. Cuando llegamos, tuve que hacer un alto para recobrar el aliento.
– La pista del pasadizo nos conduce una vez más al hermano Gabriel. Parece que, después de todo, nos está ocultando algo. Veamos si está en la iglesia. Cuando hable con él, quiero que te quedes donde no puedas oírnos. No preguntes por qué, existe una razón.
– Como queráis, señor.
Comprendí que mi reserva lo molestaba, pero era parte del plan que había elaborado. Lo que había descubierto en el pasadizo me había sorprendido, pero no podía evitar alegrarme de que, después de todo, mis sospechas sobre Gabriel no fueran infundadas. Realmente, las profundidades del corazón humano son tan extrañas como insondables.
El día aún estaba nublado y el interior de la iglesia permanecía en penumbra. Mientras avanzábamos por la nave, ni siquiera se oían murmullos de rezos procedentes de las capillas laterales; los monjes debían de estar disfrutando de un momento de asueto. Distinguí la figura del hermano Gabriel cerca del coro. Estaba dando indicaciones a un criado que limpiaba una placa metálica que había fijada al muro.
– Se está yendo el óxido. -Su profunda voz resonó por toda la nave-. La fórmula de Guy funciona.
– Hermano Gabriel… Parece que siempre estoy echando a vuestros criados -le dije-, pero debo hablar con vos una vez más.
El sacristán soltó un suspiro e indicó al criado que se marchara. Leí la inscripción latina escrita en una placa que había sobre la imagen de un monje en un ataúd.
– Así que el primer abad está sepultado ahí, en el muro…
– Sí. Ese grabado es excepcional -dijo el sacristán lanzando una mirada a Mark, que se había quedado a cierta distancia, tal como le había ordenado-. Por desgracia, la placa es de cobre -añadió volviéndose hacia mí-; pero el hermano Guy ha dado con una fórmula para limpiarla.