– ¡Dios santo! ¿Qué está pasando aquí? -le pregunté a Mark.
– ¡Se ha vuelto completamente loco, señor!
– ¡Rodeadlo! ¡Atrapadlo! -gritó angustiado el hermano Guy gesticulando hacia Alice, que extendió los brazos y avanzó hacia el chico por un lado de la sala.
El enfermero y Mark la imitaron y rodearon al novicio, que se quedó inmóvil, mirando a su alrededor con ojos de demente. El monje ciego se había despertado y volvía la cabeza a todas partes, asustado y boquiabierto.
– ¿Qué ocurre? -preguntó con voz trémula-. ¿Hermano Guy?
En ese momento ocurrió algo terrible. Whelplay pareció advertir mi presencia y, al instante, inclinó el tronco hacia delante y comenzó a imitar mis desmañados andares. No conforme con eso, extendió los brazos y empezó a moverlos de atrás hacia delante al tiempo que agitaba los dedos, algo que acostumbro a hacer cuando estoy alterado, según dicen quienes me han visto en los tribunales. Pero ¿cómo podía saberlo Whelplay? Una vez más, recordé mi época de estudiante, en la que mis despiadados compañeros imitaban mis movimientos, y confieso que, al ver al novicio moviéndose por la sala, gesticulando con la espalda encorvada, se me erizó el vello de la nuca.
Un grito de Mark me devolvió a la realidad.
– ¡Ayudadnos! ¡Agarradlo, señor, por lo que más queráis, o huirá de la enfermería!
Con el corazón palpitante, yo también extendí los brazos y avancé hacia el chico. Al acercarme y mirarlo a los ojos, sentí un escalofrío. Tenía las pupilas dilatadas hasta el doble de su tamaño y me miraba salvajemente, sin dar muestras de reconocerme, a pesar de que continuaba con su pantomima. Recordé que el hermano Gabriel había aludido a la intervención de fuerzas satánicas y, con un estremecimiento de terror, pensé que el novicio podía estar endemoniado.
Cuando estábamos a punto de atraparlo, saltó hacia un lado y, antes de que pudiéramos reaccionar, desapareció por una puerta entreabierta.
– Es el baño -dijo el hermano Guy-. No tiene salida. Pisad con cuidado, el suelo está resbaladizo -nos advirtió precipitándose al interior.
Alice fue tras él. Mark y yo nos miramos indecisos durante un instante y entramos tras ella.
El baño estaba en penumbra, pues no recibía más luz que la lechosa claridad que penetraba por una ventana medio tapada por la nieve. Era una sala cuadrada con suelo de baldosas y una piscina vacía de poco más de una vara de profundidad en el centro. En un rincón se veían cepillos y rascadores. El aire estaba impregnado de un penetrante olor a moho y humanidad. Oí un rumor de agua y vi que la cañería del desagüe atravesaba la piscina. Simón Whelplay estaba en la otra punta, con el cuerpo aún encorvado y tiritando bajo el camisón. Yo me quedé en la puerta mientras el hermano Guy se acercaba por un lado y Alice y Mark por el otro.
– Vamos, Simón, soy yo, Alice -dijo la chica extendiendo una mano hacia el novicio-. No queremos hacerte daño.
No pude por menos que admirar su sangre fría. Pocas mujeres se habrían acercado a semejante aparición con aquella serenidad.
El novicio se volvió con el rostro desfigurado por una expresión de angustia. La miró durante unos instantes, sin reconocerla, y a continuación posó los ojos en Mark. Le apuntó con su huesudo índice y, con una voz ronca y cascada, muy distinta de la suya, le gritó:
– ¡Aléjate de mí! A pesar de tu elegante ropa, eres un servidor del Diablo. ¡Los veo, veo a los demonios revoloteando en el aire, numerosos como motas de polvo! ¡Están en todas partes, aquí también!
El novicio se tapó los ojos con las manos, se tambaleó e inesperadamente cayó al vacío. Oí un crujido de huesos cuando el cuerpo chocó contra el fondo y, al acercarme, vi que estaba inmóvil, boca abajo, sobre la cañería. A su alrededor había pequeños charcos de agua helada.
El hermano Guy bajó a la piscina y le dio la vuelta mientras nosotros permanecíamos en el borde. El muchacho tenía los ojos en blanco, en horrible contraste con el rostro, que seguía lívido. El enfermero le buscó el pulso en el cuello, alzó la cabeza para mirarnos y soltó un suspiro.
– Está muerto -murmuró levantándose y santiguándose.
Alice ahogó un grito, hundió el rostro en el pecho de Mark y rompió a llorar entrecortadamente.
13
El hermano Guy y Mark sacaron el cuerpo de Simón del baño y lo llevaron a la enfermería. El monje lo sujetaba por las axilas, y Mark, blanco como el papel, por los pies. Yo salí después de Alice, que tras el breve ataque de llanto había recobrado su habitual serenidad.
– ¿Qué ha sucedido? -El monje ciego se había levantado del sillón y agitaba las manos en el aire con una expresión de angustia digna de lástima-. ¿Hermano Guy? ¿Alice?
– No es nada, hermano -dijo Alice con voz suave-. Ha ocurrido un accidente, pero ya ha pasado todo.
Una vez más, la entereza de la joven me dejó admirado.
El hermano Guy, con el rostro tenso, depositó el cuerpo del novicio en la camilla de su gabinete, bajo un crucifijo español, y lo cubrió con una sábana.
Respiré hondo. La cabeza me daba vueltas, y no sólo debido a la impresión que me había causado la muerte del novicio. Lo que acababa de ocurrir me había conmocionado profundamente. Los ecos del sufrimiento de la niñez tienen un poder inmenso, incluso cuando acuden a la memoria de un modo menos inexplicable y estremecedor.
– Hermano Guy -le dije al enfermero-, hasta ayer no conocía a este pobre chico; sin embargo, al verme hace un momento, ha empezado a imitarme, a remedar mis andares y… ciertos gestos que hago a veces en los tribunales. Me ha parecido algo d-demoníaco.
Me maldije para mis adentros; estaba empezando a tartamudear como el tesorero.
El hermano Guy me miró fija y prolongadamente.
– Creo que tengo una explicación para eso…, aunque espero estar equivocado.
– No os entiendo. Hablad claro -me oí decir en tono malhumorado.
– Primero quiero asegurarme… -replicó el monje-. Ahora, comisionado, debería informar al abad.
– Muy bien -respondí, apoyándome sobre el borde de la mesa, pues las piernas me temblaban descontroladamente-. Os esperaremos en la cocina.
Mark y yo seguimos a Alice a la pequeña habitación en la que habíamos desayunado.
– ¿Os encontráis bien, señor? -me preguntó Mark con preocupación-. Estáis temblando.
– Sí, sí. No es nada.
– Tengo una infusión de hierbas que ayuda a asentar el cuerpo cuando se ha sufrido una fuerte impresión -dijo Alice-. Valeriana y acónito. Si lo deseáis, puedo calentaros un poco.
– Gracias. -La joven seguía tranquila, pero tenía las mejillas tan encendidas como si la hubieran abofeteado-. Tú también estás impresionada, ¿verdad? -le pregunté con una sonrisa forzada-. Es comprensible… ¡Pobre muchacho! Parecía como si llevara dentro un demonio…
Para mi sorpresa, el rostro de Alice adoptó una expresión furiosa.
– A mí no me asustan los demonios, señor, sino los monstruos humanos que atormentaron al pobre Simón. Su vida estaba ya destrozada, y eso debería hacernos llorar durante toda la eternidad. -Alice comprendió que había ido demasiado lejos y se calló-. Traeré la infusión -murmuró, y salió precipitadamente.
– Es muy franca -dije arqueando las cejas.
– Lleva una vida dura.
– Como muchos en este valle de lágrimas -murmuré, acariciándome el anillo de luto y observando a Mark. «Se ha enamorado», me dije.
– He hablado con ella, como me pedisteis.
– Cuéntame -respondí al instante, pues necesitaba alejar de mi mente el recuerdo de lo que había ocurrido.
– Lleva dieciocho meses aquí. Es de Scarnsea. Su padre murió joven y su madre, que era curandera, tuvo que criarla sola.
– Por eso sabe tanto de hierbas…
– Iba a casarse, pero su novio se cayó de un árbol que estaba talando y se mató. Como en la ciudad hay poco trabajo, se fue a Esher, y allí encontró un puesto como ayudante del boticario, un hombre que conocía a su madre.