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Ella se deslizó hacia el suelo como un saco de arena.

– Vas a decirme dónde está Katie -dijo Dominick.

Y volvió a golpearla.

Myron estaba en el coche, hablando por teléfono con Wheat Manson, su antiguo compañero de equipo en Duke, quien ahora trabajaba en la oficina de admisiones como ayudante del decano, cuando se dio cuenta de que le seguían otra vez.

Wheat Manson había sido un veloz jugador ofensivo de las calles de Atlanta. Lo había pasado bien en Durham, Carolina del Norte, y nunca había vuelto a casa. Los dos viejos amigos intercambiaron algunas impresiones rápidas hasta que Myron fue al grano.

– Tengo que hacerte una pregunta un poco rara -dijo.

– Venga.

– No te me ofendas.

– Pues no me preguntes nada ofensivo -dijo Wheat.

– ¿Aimee Biel ha sido admitida gracias a mí?

Wheat gimió.

– Oh no, no me has preguntado eso.

– Necesito saberlo.

– Oh no, no me lo has preguntado.

– Mira, olvídalo un momento. Necesito que me mandes por fax dos expedientes. El de Aimee Biel. Y el de Roger Chang.

– ¿Quién?

– Es otro estudiante del Livingston High.

– Déjame adivinar. A Roger no lo han admitido.

– Tenía mejores notas, una puntuación más alta…

– Myron…

– ¿Qué?

– No vamos a entrar en eso. ¿Me entiendes? Es confidencial. No te mandaré ningún expediente. No hablaré de los candidatos. Te recordaré que la admisión no es sólo una cuestión de notas o exámenes, que hay intangibles. Como dos chicos que entraron más gracias a su habilidad para meter una esfera por un aro metálico que por sus calificaciones y notas. Nosotros deberíamos saberlo mejor que nadie. Y ahora, sólo ligeramente ofendido, me despido de ti.

– Espera, sólo un segundo.

– No te mandaré ningún expediente.

– No tienes que hacerlo. Te diré algo de ambos candidatos. Sólo quiero que mires el ordenador y me confirmes que lo que digo es cierto.

– ¿De qué demonios hablas?

– Confía en mí en esto. Wheat, no te pido información. Sólo que me confirmes algo.

Wheat suspiró.

– Ahora no estoy en el despacho.

– Hazlo cuando puedas.

– Dime qué quieres que te confirme.

Myron se lo dijo. Mientras lo decía, se dio cuenta de que llevaba el mismo coche detrás desde que había salido de Riker Hill.

– ¿Lo harás?

– Eres un pelmazo, ¿lo sabías?

– Como siempre -dijo Myron.

– Sí, pero solías dar unos saltos fantásticos. ¿Qué tienes ahora?

– ¿Magnetismo animal en estado puro y un carisma sobrenatural?

– Tengo que colgar.

Colgó y Myron se arrancó el auricular del manos libres. El coche seguía detrás de él, tal vez a unos setenta metros.

¿Qué pasaba actualmente con los seguimientos? En los viejos tiempos, un pretendiente te mandaba flores o dulces. Myron se entretuvo un momento pensándolo, pero no era un buen momento. El coche le seguía desde Riker Hill. Eso significaba que probablemente era uno de los gorilas de Dominick Rochester otra vez. Lo pensó un momento. Si Rochester había puesto a un hombre a seguirle, probablemente viera que había estado con su esposa. Myron pensó en llamar a Joan Rochester para decírselo pero decidió no hacerlo. Como había dicho Joan, llevaba mucho tiempo con él. Sabría cómo solucionarlo.

Estaba en Northfield Avenue en dirección a Nueva York. No tenía tiempo para esto, pero necesitaba deshacerse de su seguidor lo más rápido posible. En el cine, se impondría una persecución o alguna especie de giro veloz de noventa grados. En la vida real eso no sirve, sobre todo cuando necesitas llegar a un sitio rápidamente y no deseas llamar la atención de la policía.

Pero había formas.

El profesor de la tienda de música, Drew Van Dyne, vivía en West Orange, no muy lejos de allí. Zorra ya estaría en su puesto. Myron cogió el móvil y llamó. Zorra contestó al primer timbre.

– Hola, guapo -dijo.

– Doy por supuesto que no ha habido actividad en casa de los Van Dyne.

– Exacto, guapo. Zorra está aquí sentada, muerta de aburrimiento.

Zorra siempre se refería a sí misma en tercera persona. Tenía una voz grave, un acento marcado y mucha saliva en la boca. No era un sonido agradable.

– Un coche me sigue -dijo Myron.

– ¿Y Zorra puede ayudar?

– Oh sí -dijo Myron-. Zorra puede ayudar mucho.

Myron le explicó el plan, un plan escalofriantemente simple. Zorra rió y empezó a toser.

– ¿Le gusta a Zorra? -dijo Myron, imitando sin darse cuenta, como siempre le pasaba con ella, su forma de hablar.

– A Zorra le gusta. A Zorra le gusta mucho.

Como le llevaría unos minutos organizarlo, Myron dio unas vueltas innecesarias. Dos minutos después, dobló a la derecha en Pleasant Valley Way. Enfrente, vio a Zorra de pie junto a la pizzería. Llevaba su peluca rubia de los treinta, fumaba un cigarrillo con boquilla y parecía Veronica Lake tras una noche de borrachera, si Veronica Lake hubiera medido metro ochenta, tuviera una sombra igualita a la de Homer Simpson y fuera muy fea.

Al pasar a su lado, Zorra guiñó el ojo y levantó un pie un poquito. Myron reconoció el gesto. La primera vez que se vieron, ella le rajó el pecho con la hoja de la «aguja». Pero, en fin, Win le perdonó la vida. Ahora eran colegas. Esperanza lo comparaba con sus días de ring, cuando un luchador con fama de malo se convertía de repente en una buena persona.

Myron puso el intermitente izquierdo y paró a un lado de la calle, a dos manzanas de distancia. Bajó la ventana para poder oír. Zorra estaba de pie junto a una plaza de aparcamiento. Fue todo muy natural. El coche que le seguía paró en aquella misma plaza.

El resto fue, como habían comentado, escalofriantemente simple. Zorra se acercó a la parte trasera del coche. Llevaba tacones altos desde hacía quince años, pero seguía caminando como un potro recién nacido con un mal trip.

Myron observó la escena por el retrovisor.

Zorra desenvainó la daga de su tacón de aguja. Levantó una pierna y golpeó el neumático. Myron oyó el bufido del aire. Rápidamente se acercó a la otra rueda e hizo lo mismo. Después se le ocurrió algo que no formaba parte del plan. Esperó a ver si el conductor salía y la abordaba.

– No -susurró Myron para sí mismo-. Vete.

Se lo había dicho muy claro. Pincha las ruedas y corre. No te metas en una pelea. Zorra era mortal. Si el tipo bajaba del coche -probablemente un macho acostumbrado a partir cabezas- Zorra le haría pedacitos. Olvidemos las cuestiones morales un momento. No necesitaban llamar la atención de la policía.

El gorila del coche gritó:

– ¡Eh! ¿Qué coño…? -Empezó a salir del auto.

Myron se volvió y sacó la cabeza por la ventana. Zorra lucía su sonrisa. Dobló un poco las rodillas. Myron gritó. Zorra levantó la cabeza y le miró. Myron notó su anticipación, el deseo de atacar. Meneó la cabeza con toda la firmeza de que fue capaz.

Pasó otro segundo. El gorila cerró la puerta de un portazo.

– ¡Maldita puta!

Myron siguió sacudiendo la cabeza, ahora con más apremio. El gorila dio un paso. Myron captó la mirada de Zorra, que asintió de mala gana y echó a correr.

– ¡Eh! -El gorila fue tras ella-. ¡Alto!

Myron puso el coche en marcha.

El gorila miró hacia atrás, inseguro, sin saber qué hacer, y después tomó la decisión que probablemente le salvó la vida. Volvió corriendo al coche.

Pero con las ruedas traseras pinchadas, no iría lejos.

Myron se dirigió a su encuentro con la desaparecida Katie Rochester.