Oró porque su padre se pusiera bien. Y también que él volviera sano y salvo a casa. Estaba seguro.

Jimmy Siddons echó una ojeada a su pequeño invitado. Empezaba a relajarse por primera vez desde que había huido de la cárcel. Seguía nevando, pero el tiempo no empeoraba, no había de qué preocuparse. Cally no avisaría a la poli. Estaba seguro. Lo conocía lo bastante bien para saber que hablaba en serio cuando aseguraba que mataría al niño si lo detenían.

"No pienso pudrirme en la cárcel el resto de mi vida -pensó-, ni tampoco darles la oportunidad de que me jodan vivo. O me escapo, o la palmo. Pero escaparé."

Sonrió. Sabía que habría una orden de busca y captura, y que todos los puentes y túneles de salida de Nueva York estarían vigilados. Pero no tenían ni idea de adónde se dirigía, y no buscarían a un padre con su hijo viajando en un coche, cuyo robo aún ignoraban.

Había sacado los regalos que el matrimonio llevaba en el maletero. Los paquetes navideños estaban apilados en el asiento trasero. Esos regalos, junto con el niño que viajaba a su lado, significaban que ni siquiera los empleados de las cabinas de peaje se molestarían en mirarlo dos veces, aunque les hubieran avisado que se mantuvieran alertas.

Y ocho o nueve horas más tarde cruzaría la frontera y entraría en Canadá, donde Paige lo esperaba. Y después buscaría un bonito lago profundo, que sería el destino final de aquel coche y de todos los preciosos regalos que había en el asiento trasero.

Y del niño con su medalla de San Cristóbal.

La impresionante maquinaria del Departamento de Policía de Nueva York estaba en marcha, y se trazaban planes metódicos para garantizar que Jimmy Siddons no se les escapara, por si, en el último momento, se asustaba y decidía no entregarse después de la Misa del Gallo.

En cuanto los aparatos que intervenían el teléfono de Cally grabaron las llamadas efectuadas por Jimmy y por Cally al abogado, Jack Shore hizo una de consulta. Informó a sus jefes de qué opinaba exactamente de aquella repentina "decisión" de entregarse.

– Es un cabrón consumado -gruñó-. Pondremos un par de cientos de hombres hasta la una y media o dos de la madrugada, y él estará a mitad de camino de Canadá o México antes de que nos demos cuenta de que nos ha hecho quedar como una panda de idiotas.

– Muy bien, Jack, ya sabemos tu opinión. Ahora sigamos. ¿Hay rastros de Jimmy por los alrededores de la casa de su hermana? -le soltó el suplente del comisario, a cargo de la pesquisa.

– No, señor.

Jack Shore colgó, y después fue con su compañero a visitar a Cally. De regreso en la furgoneta, informó de nuevo a la jefatura.

– Acabamos de ir al apartamento de Hunter, señor. La mujer está enterada de las consecuencias de ayudar a su hermano. La canguro dejó a la niña cuando nos marchábamos. Supongo que Cally no saldrá esta noche.

Mort Levy frunció el entrecejo mientras escuchaba la conversación de su compañero con el ayudante del comisario. Había visto algo extraño en aquel apartamento, pero no conseguía descubrir qué. Dibujó mentalmente el plano: el pequeño recibidor; el lavabo al lado; la estrecha combinación de sala de estar y cocina; el dormitorio tipo celda, con apenas espacio para una cama individual, una cuna para la niña y una cómoda de tres cajones…

Jack había pedido permiso a Cally para echar otro vistazo, y ella accedió con un movimiento de cabeza. Sin duda no había nadie escondido en el lugar. Abrieron la puerta del lavabo, miraron debajo de la cama, y echaron una ojeada dentro del armario. Levy, muy a su pesar, sintió lástima por los intentos de Cally Hunter de alegrar el deprimente apartamento. Las paredes estaban pintadas de amarillo y había cojines floreados sobre el desvencijado sofá. El árbol de Navidad se hallaba escasamente adornado con guirnaldas brillantes y unas luces verdes y rojas. Debajo, algunos regalos envueltos en papel de celofán.

¿Regalos? Mort no supo por qué esa palabra activaba algo en su subconsciente. Pensó por un instante, y sacudió la cabeza. "Olvídalo", se dijo.

Ojalá Jack no hubiera intimidado a Cally Hunter. Se veía que ella le tenía pánico. Aunque Mort no había llevado aquel caso, que había tenido lugar dos años antes, creía que Cally honestamente pensaba que su problemático hermano había tomado parte en una pelea callejera y que los miembros de la otra pandilla lo perseguían.

"¿Qué trato de recordar sobre el apartamento? -se preguntó-. ¿Qué hay de diferente en él?"

Se suponía que terminaban el servicio a las ocho; pero ese día, Jack y él tenían que volver a la jefatura. Como muchos otros, debían hacer horas extras, al menos hasta después de la Misa del Gallo. Quizá, aunque era bastante improbable, Siddons apareciese como había prometido.

Levy sabía que Shore se moría por detenerlo personalmente. "Reconocería a ese tipo aunque fuera vestido de monja", repetía su compañero una y otra vez.

Oyeron un golpe en el portón trasero de la furgoneta, y eso significaba que el relevo había llegado. Mort se desperezó y saltó a la calle. Se alegraba de haber dado su tarjeta a Cally Hunter antes de abandonar el apartamento.

– Si quiere hablar con alguien, señora Hunter, aquí tiene el número donde puede encontrarme.

El gentío de la Quinta Avenida había disminuido, aunque todavía quedaban algunos curiosos cerca del árbol de Navidad del Rockefeller Center. Algunas personas seguían haciendo cola para ver los escaparates de Saks, y una afluencia de visitantes constante entraba y salía de la catedral de San Patricio.

Pero mientras el coche en que iba se detenía detrás del patrullero en que el agente Ortiz y Michael esperaban, Catherine vio que los compradores de última hora se habían retirado.

"Han ido a casa, a envolver los últimos regalos, diciéndose que éste será el último año que van a comprar con prisas el día de Nochebuena", pensó Catherine.

Dejar todo para último momento. Ese había sido su lema hasta doce años antes, cuando un médico que hacía el último año de residencia, el doctor Thomas Dornan, entró en la oficina de administración del hospital y le preguntó: "Eres nueva aquí, ¿verdad?".

Tom, con tan buen carácter, y tan organizado. Si hubiese sido ella la enferma, Tom no habría metido todo el dinero y el carné de identidad en un monedero ya repleto. No se lo habría guardado en el bolsillo del abrigo con tanto descuido como para que cualquiera se lo quitara o se le cayera al suelo.

Se torturaba con esa idea mientras abría la puerta y corría unos pasos hasta el coche patrulla debajo de la nieve que se arremolinaba. Tenía la seguridad de que

Brian era incapaz de alejarse por las buenas. Estaban tan ansiosos por ver a Tom que ni siquiera quería perder unos minutos en echar un vistazo al árbol del Rockefeller Center. Seguramente se había alejado por algo. Si no lo habían secuestrado, algo muy improbable, era posible que hubiese visto a la persona que le había robado el monedero -o que lo había recogido del suelo- y la hubiera seguido.

Michael estaba sentado en el asiento delantero, junto al agente Ortiz, bebiendo un refresco. Delante de él, en el suelo, había una bolsa de papel con restos de ketchup. Catherine se apretujó en el mismo asiento que él y le acarició el cabello.

– ¿Cómo está papá? -preguntó ansioso-. No le habrás contado lo de Brian, ¿verdad?

– Por supuesto que no. Como estoy segura de que lo encontraremos pronto, no necesitamos preocuparlo. Y se encuentra muy bien. He visto al doctor Crowley. Está muy contento con papá.

– Miró al agente Ortiz por encima de Michael-. Ya han pasado casi dos horas -dijo en voz baja.

Este asintió.

– Estamos pasando la descripción de Brian cada hora a todos los policías y coches patrulla de la zona. Señora Dornan, Michael y yo hemos estado charlando y él opina que Brian no se fue a propósito.

– Tiene razón. Puedo asegurárselo.