Luego le cayó un torrente de lecciones y naturalmente A Q nada tuvo que decir. Finalmente, pues ya era tarde, A Q tuvo que doblar el soborno y dar al alcalde cuatrocientas sapecas; pero como en aquel momento no tenía dinero contante, dio su sombrero de fieltro como garantía y suscribió los siguientes cinco puntos:
1. A la mañana siguiente debía llevar un par de velas de color rojo, de una libra, y un atado de varillas de incienso a la familia Chao, para pedir perdón por su falta.
2. A Q debía pagar a los monjes taoístas que la familia Chao había llamado para exorcizar a los espíritus infernales ahorcados.
3. A Q no debía jamás volver a poner los pies en el umbral de la casa de Chao.
4. Si cualquier desgracia le ocurría a Ama Wu en el futuro, A Q sería considerado responsable.
5. A Q no debía ir a reclamar ni su salario ni su chaqueta.
Desde luego, A Q se mostró de acuerdo en todo, sólo que desgraciadamente no tenía dinero en ese momento. Por fortuna, ya había llegado la primavera, de manera que bien podía pasárselas sin la manta guateada; de modo que la empeñó por dos mil sapecas para ajustarse a las estipulaciones del convenio. Después de arrodillarse y tocar el suelo con la frente, desnudo el busto, aún le quedaban algunas sapecas y, en lugar de ir a recuperar su sombrero de manos del alcalde, las gastó todas en vino.
Pero la familia Chao no quemó incienso ni encendió las velas, porque todo ello podía usarse cuando la señora rindiera adoración a Buda; de modo que los apartaron con ese propósito. La chaqueta fue casi enteramente convertida en pañales para el bebé que tuvo la joven nuera en agosto, en tanto los jirones restantes los empleaba Ama Wu como suela para sus zapatos.
V. El problema de la subsistencia
Una vez A Q hubo terminado aquella ceremonia, regresó como siempre al Templo de los Dioses Tutelares. El sol se había ocultado y A Q fue cayendo en pensar que algo raro ocurría en el mundo. Reflexionó meticulosamente y llegó a la conclusión de que probablemente ello fuese así porque tenía la espalda desnuda. Recordó que tenía aún la vieja chaqueta forrada, se la puso y se acostó, y cuando abrió los ojos el sol brillaba de nuevo en lo alto de la muralla occidental. Se incorporó murmurando: -Hijo de perra…
Se levantó y fue a vagar por las calles como de costumbre y de nuevo le vino el pensamiento de que algo raro ocurría en el mundo, aunque algo diferente del frío que le hería el pellejo, ya que iba con la espalda desnuda. Al parecer, desde aquel día todas las mujeres de Weichuang se avergonzaban ante él, al punto que, cuando veían a A Q, todas se refugiaban dentro de las casas. Y hasta la propia Séptima Cuñada Zou, que tenía casi cincuenta años, se retiraba precipitadamente con las demás, llamando a su hija de once años. Esto le pareció sumamente extraño a A Q y pensó: «Estas criaturas se han puesto tímidas como señoritas. ¡Putas!»
Varios días después, sin embargo, volvió a sentir, aún con mayor fuerza, que el mundo funcionaba de un modo raro. En primer lugar, le negaron el crédito en la taberna; en segundo lugar, el viejo encargado del Templo de los Dioses Tutelares hizo algunas observaciones impertinentes como para significar que A Q debía irse; en tercer lugar, aunque no podía recordar el número exacto de días, transcurrieron muchos sin que nadie viniera a contratarlo para trabajo alguno. Sin el crédito de la taberna podía pasarse; si el viejo seguía urgiéndole a que se marchara, podía hacer caso omiso de su verbosidad; pero como nadie vino a darle trabajo, tuvo que pasar hambre. Y esto sí que era una situación de «hijo de perra».
Cuando A Q no pudo aguantar más, se fue a casa de sus antiguos patrones para averiguar qué pasaba -sólo le estaba prohibido cruzar el umbral de la casa del señor Chao-, pero se encontró con algo muy extraño: sólo apareció un hombre de pésimo humor que agitaba el puño como tratando de alejar a un mendigo, diciendo:
– ¡No hay nada, nada! ¡Vete!
Aquello le resultaba a A Q cada vez más raro. Pensó: «Esta gente nunca pudo arreglárselas sin ayuda y no puede ser que ahora, de repente, no haya nada que hacer. Debe de haber gato encerrado en alguna parte». Pero después de cuidadosas averiguaciones descubrió que los trabajos ocasionales se los daban a Pequeño Don. Este pequeño D era un mozo pobre, flaco y débil, aún inferior a Bigotes Wang ante los ojos de A Q. ¿Quién iba a pensar, pues, que aquel tipo miserable podía robarle sus medios de subsistencia? De modo que la indignación de A Q fue aún mayor que en ocasiones ordinarias y, mientras caminaba echando chispas, alzó de repente el brazo y comenzó a cantar un verso de ópera popular: -Te aplastaré con mi maza de acero…
Días más tarde se encontró con el propio Pequeño D ante el muro frente a la casa del señor Chian. «Cuando dos enemigos se encuentran, sus ojos arrojan fuego.» A Q se fue derecho hacia él y Pequeño D permaneció inmóvil.
– ¡Maldita bestia! -dijo A Q, fulminándolo con la mirada y echando espuma por la boca.
– Soy un animal; ¿basta con eso?… -respondió Pequeño D.
Esta modestia enfureció a A Q más que nada, pero como no tenía una maza de acero en sus manos, todo lo que hizo fue echarse encima del Pequeño D y estirar el brazo para cogerle la coleta. Pequeño D trataba de proteger su trenza con una mano y de coger con la otra la coleta de A Q, por lo cual A Q también empleaba una mano para proteger su propia trenza. En el pasado, A Q jamás había considerado a Pequeño D digno de ser tomado en serio, pero como últimamente había pasado hambre, estaba tan flaco y débil como su enemigo, de modo que parecían dos antagonistas absolutamente equilibrados. Cuatro manos agarraban dos cabezas; ambos luchadores, doblados por la cintura, arrojaron una sombra azul en forma de arco iris sobre la blanca muralla de la familia Chian durante cerca de media hora.
– ¡Basta! ¡Basta! -exclamaban los espectadores, probablemente tratando de imponer la paz.
– ¡Bien, bien! -decían otros. Pero no está claro si era para imponer la paz, para aplaudir a los combatientes o para incitarlos a nuevos ataques.
Pero los dos rivales hacían oídos sordos a todo. Si A Q avanzaba tres pasos, Pequeño D retrocedía tres pasos y allí se quedaban quietos. Si Pequeño D avanzaba tres pasos, A Q retrocedía tres pasos y allí volvían a quedarse quietos. Al cabo de casi media hora Weichuang poseía muy pocos relojes que dieran la hora, de modo que es difícil calcularlo con exactitud; tal vez fuesen veinte minutos, cuando el sudor les corría por las mejillas y la cabeza les humeaba, A Q dejó caer las manos y, en el mismo instante, cayeron también las manos de Pequeño D. Se incorporaron simultáneamente y retrocedieron simultáneamente, abriéndose paso entre la multitud.
– ¡Acuérdate, hijo de perra!… -dijo A Q volviendo la cabeza.
– ¡Tú, hijo de perra, acuérdate!… -respondió Pequeño D, volviendo también la cabeza.
Aparentemente, la «batalla del dragón y el tigre» no había terminado en victoria ni en derrota y no se sabe si los espectadores estaban satisfechos o no, porque ninguno de ellos expresó su opinión. Pero ni siquiera así vino nadie a buscar a A Q para darle trabajo.
Un día tibio en que una suave brisa parecía anunciar el verano, A Q sintió frío; eso podía soportarlo, pero su mayor molestia era el estómago vacío. Su manta guateada, su sombrero de fieltro y su chaqueta habían desaparecido hacía mucho tiempo y al final había tenido que vender su chaqueta guateada. No le quedaba nada más que los pantalones, sin los cuales no podía quedarse de ningún modo. Tenía una chaqueta forrada destrozada, es verdad, pero como no fuera para hacer suela de zapatos no valía un comino. Hacía tiempo que esperaba recoger algún dinero, pero hasta el momento no había tenido éxito; también había tenido esperanza de encontrar un poco de dinero en su destartalada habitación y había buscado, inquieto, por todos los rincones, pero la habitación estaba absoluta y enteramente vacía. Por lo tanto se decidió a salir en busca de alimento.