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Si tenía dinero, se iba a jugar. Un grupo de individuos se acomodaba en el suelo y A Q se instalaba allí, con el rostro empapado en sudor, gritando más fuerte que nadie:

– ¡Cuatrocientos al dragón azul!

– ¡Eh, abre aquí! -decía el de la banca, también con la cara bañada en transpiración, abriendo la caja y cantando-. Puertas Celestiales… ¡Nada para el Cuerno…! La Popularidad y el Pasaje no se detienen en ellos… ¡Venga el dinero de A Q!

– Cien al Pasaje… ¡Ciento cincuenta!

Al son de esta música, el dinero de A Q iba pasando a los bolsillos de los otros, cuyos rostros estaban empapados en transpiración: Finalmente, se veía obligado a salir de allí abriéndose paso a codazos y se quedaba en la retaguardia, mirando el juego con preocupación por la suerte ajena, hasta que terminaba; entonces regresaba de mala gana al Templo Tutelar. Y al día siguiente iba a su trabajo con los ojos hinchados.

Sin embargo, la verdad del proverbio «La desgracia puede ser una bendición disfrazada» quedó en evidencia cuando A Q tuvo la desgracia de ganar una vez en el juego, para sufrir al final una cruel derrota.

Fue en la tarde del Festival de los Dioses en Weichuang. De acuerdo con la costumbre, se representaba una obra teatral; y cerca del escenario, también de acuerdo con la costumbre, había numerosas mesas de juego. Los tambores y batintines del teatro resonaban a tres millas del que llevaba la banca. Jugó una y otra vez con éxito: sus sapecas de cobre se transformaron en monedas de diez, sus monedas de diez en yinyuanes, y sus yinyuanes formaron montones. En su excitación gritaba:

– ¡Dos yinyuanes a las Puertas Celestiales!

Nunca supo quién había comenzado la pelea, ni por qué razón. El ruido de las maldiciones, los golpes y las pisadas se mezclaban confusamente en su cabeza y, cuando se puso de pie, las mesas de juego habían desaparecido, igual que los jugadores. Varias zonas del cuerpo le dolían como si hubiera sido golpeado y pateado, y algunas personas le observaban con asombro. Sintiendo que algo iba mal, se marchó al Templo Tutelar y, cuando recuperó la calma, se dio cuenta de que su montón de yinyuanes había desaparecido. Y, como la mayoría de los tahúres del Festival no eran de Weichuang, ¿dónde iba a buscar a los culpables?

¡Un montón tan blanco y refulgente de dinero! Todo había sido suyo… Pero ahora había desaparecido. Considerar esto como equivalente a ser robado por su propio hijo, no era consuelo para él; tomarse por un animal, tampoco le consolaba; de modo que esta vez sí que sintió alguna amargura de derrota.

Pero pronto transformó su derrota en triunfo. Alzando su mano derecha, se golpeó el rostro dos veces, hasta que enrojeció de dolor. Su corazón se sintió más liviano, porque creía que quien había dado los golpes era él mismo, en tanto que el castigado era el otro yo, y no tardó en tener la sensación de haberle pegado a otra persona, pese a que el rostro todavía le dolía. Se acostó satisfecho de haber obtenido la victoria.

Se durmió enseguida.

III. Noticias más amplias sobre las victorias de A Q

Si bien A Q siempre obtenía victorias de esa clase, sólo se hizo famoso cuando el señor Chao le favoreció con una bofetada en plena cara.

Una vez hubo pagado al alcalde un soborno de doscientas sapecas, se tendió en el suelo, enfadado. Después pensó: «Qué mundo el de hoy, en que el hijo golpea a su padre…»

De pronto recordó el prestigio del señor Chao y cómo ahora era nada menos que su hijo, lo cual le sentirse satisfecho; se levantó y se fue a la tasa, cantando La joven viuda en la tumba de su esposo. En ese momento reconoció que verdaderamente el señor Chao pertenecía a una clase superior a mucha gente.

Tras este incidente, aunque resulte sorprendente, todo el mundo pareció rendirle desusado respeto. Probablemente A Q lo atribuyera al hecho de ser el padre del señor Chao, pero en realidad no era ese el caso. Por lo general, en Weichuang, el que Fulano séptimo golpeara a Fulano octavo, o el que el cuarto Li golpeara al tercer Chang, no era cosa que se tomara en cuenta. Para que los aldeanos consideraran una paliza digna de sus comentarios, tenía que estar relacionada con algún personaje importante como el señor Chao; pero si la clasificación era de primer orden, si el que pegaba era famoso, el que recibía los golpes gozaba también de los ecos de su fama. En cuanto a que la culpa fuese de A Q, se daba por descontado. Ello era debido a que el señor Chao no podía dejar de tener razón. Pero si A Q no tenía ni un adarme de razón, ¿por qué todo el mundo parecía tratarlo con tan inusitado respeto? Esto es difícil de explicar. Podemos adelantar la hipótesis de que tal vez se debiera al hecho de que A Q había dicho pertenecer a la misma familia que el señor Chao, de modo que, aunque hubiese sido castigado, la gente todavía presumiese que debía de haber alguna verdad en lo que había dicho y entonces era más seguro tratarlo con cierto respeto. O bien, el caso podía ser como el del buey del sacrificio en el templo de Confucio: es decir que, aunque el buey estaba en la misma categoría que el cerdo y la oveja del sacrificio -puesto que todos eran animales-, ya que el sabio lo había probado, los confucianos no se atrevían, naturalmente, a tocarlo.

Después de aquello A Q vivió varios años de triunfal satisfacción.

Una vez, en primavera, caminando, ebrio, vio

Bigotes Wang sentado, desnudo hasta la cintura, despiojándose al pie de una muralla, a pleno sol, y ante el espectáculo comenzó a sentir comezón en el cuerpo. El tal Bigotes Wang tenía costras de sarna en el cuerpo y patillas en la cara y todo el mundo le llamaba «Sarnoso Bigotes Wang». A Q omitía la palabra «sarnoso», pero sentía el más profundo desprecio por él. A Q pensaba que, si bien las costras no eran nada excepcional, las patillas eran realmente extraordinarias y la gente no podía sino despreciar a un tipo así. De modo que A Q se sentó a su lado. Si hubiera sido cualquier otro holgazán, A Q jamás se hubiera atrevido a sentarse con tal despreocupación; pero, ¿qué podía temer de Bigotes Wang? A decir verdad, el que él deseara sentarse allí era un honor para Wang.

A Q se quitó la ruinosa chaqueta forrada y la volvió del revés, pero, fuese porque acababa de lavarla, o porque fue demasiado torpe en su búsqueda, hurgó largo rato y sólo encontró tres o cuatro piojos. Por otra parte, vio a Bigotes Wang pescar uno tras otro, en rápida sucesión, y echárselos a la boca produciendo un estallido.

Al principio, A Q se sintió desesperado; luego, resentido: el despreciable Bigotes Wang pescaba tantos, y él había encontrado tan pocos; ¡qué pérdida de prestigio! Estaba ansioso por pillar uno o dos grandes, pero no había ninguno y sólo tras considerables dificultades pudo coger uno mediano, que se echó con energía a su gruesa boca y que mordisqueo con toda su fuerza, sin producir más que un pequeño estallido, inferior en mucho a los ruidos que Bigotes Wang hacía en aquel momento.

Todas sus cicatrices de sarna se pusieron escarlata. Arrojó la chaqueta al suelo, escupió y dijo:

– ¡Gusano!

– Perro sarnoso, ¿a quién insultas? -preguntó Bigotes Wang, mirándolo con desprecio.

Aunque en los últimos tiempos A Q gozaba de relativamente mayor respeto y se había vuelto, por tanto, mucho más engreído, cuando se enfrentaba con gente acostumbrada a pelear, se sentía tímido; pero en aquella ocasión se mostró excepcionalmente combativo. ¿Cómo se atrevía a decir impertinencias un tipo con las mejillas peludas?

Al que le caiga el sayo, que se lo ponga -dijo A Q, poniéndose de pie, con las manos en las caderas.

– ¿Te pican los huesos? -preguntó Bigotes Wang, levantándose a su vez y poniéndose la chaqueta.

A Q creyó que intentaba huir, de modo que dio un paso adelante y trató de golpearlo con el puño.