Изменить стиль страницы

Con lo que se cierra el segundo acto, o mucho me equivoco.

No, no te equivocas. El segundo acto termina justamente aquí y así: con la protagonista salvando como puede los pocos muebles de su vida, otra vez triste y culpable, más triste y más culpable, pero a la vez más dura. Lista para el siguiente paso, que no la llevará al paraíso soñado, sino a una forma de aceptación, que es, al final, lo que nos permite estar y seguir en el mundo.

Lo admito. Te las arreglas para despertar mi curiosidad.

De eso se trata.

Pero no deja de sorprenderme. Voy a serte sincero. No debería interesarme lo que me cuentas. No me gusta que la gente me cuente su vida sentimental porque, dejando de lado el hecho de que todos los amores y desamores se parecen demasiado, casi todo el mundo tiende a una solemnidad empalagosa, por el afán de justificarse y consolarse, cuando entra en esa materia. Tú no. Sabes distanciarte. Eres fría y meticulosa, incluso respecto de tu propio drama.

No creas. No soy tan fría. Aunque venga del frío…

Sí al evocarlo, al menos.

Trato de ser fiel a los hechos, nada más. Y te estoy hablando de dolores pasados. No te voy a decir que no quede un rescoldo, pero una aprende a estar atenta para no poner en él la mano y no dejarse quemar por él. Eso es todo.

Perdona la interrupción, otra vez. Sigo escuchando.

Gracias. El tercer acto es el más sencillo, el más corto, y quizá el más aburrido de todos. No hay grandes pasiones ni grandes traiciones ni grandes éxtasis como en los dos anteriores. De hecho la protagonista vive deliberadamente entregada a una existencia solitaria y pasiva, tanto que resulta casi insípida.

Me cuesta creerlo.

Pues créelo. Durante meses, apenas salí de casa para otra cosa que no fuera ir a trabajar. Había perdido el contacto con mis amigos de infancia, con los de la universidad, y en Londres sólo había establecido relaciones a través del Redentor. Cuando hice por perderle a él, las perdí en el mismo paquete. No conocía a más gente que la del hotel, y me las arreglé para evitar cualquier acercamiento con ninguno. Fue entonces cuando me enganché de veras a Internet. La Red abastecía todas mis necesidades de contacto con el mundo exterior. Me proporcionaba entretenimiento, una conversación sin compromisos cuando tenía ganas de hablar con alguien, y desahogo si se terciaba. Hay quienes desdeñan la relación virtual por la falta de encuentro físico y de apego real entre quienes la practican. Para mí, esto era una ventaja: no corría el riesgo de enredarme con nadie que pudiera perjudicarme, o a quien yo quien pudiera perjudicar. Por eso no dejaba que nada durase mucho y tampoco que me calara más de la cuenta. Buscaba intercambios en los que hubiera una mínima cortesía: no exigía más, ni dejaba que me lo exigieran. Y descubrí que, en esos términos, la experiencia podía ser, con un poco de suerte, más convincente y satisfactoria que en tantas ocasiones que recordaba del mundo real.

No me parece inverosímil. En el fondo no hay tanta diferencia. A fin de cuentas el mundo real también nos lo inventamos.

¿Qué quieres decir?

Bueno, lo que llamamos realidad material no es más que una representación de nuestra mente, formada a partir de los estímulos que le hacen llegar los sentidos. Y que siempre está desfasada, además.

¿Desfasada? ¿En qué sentido?

Nunca vemos lo que es, sino lo que ha sido hace un lapso de tiempo. Años, si se trata de una estrella, fracciones de segundo si se trata de nuestra uña. Pero nuestra percepción es siempre recuerdo, y el recuerdo, como sabe cualquiera que haya vivido un poco, siempre conlleva una deformación. Así que, si lo piensas bien, todo es virtual.

Bueno, yo no filosofaba tanto. Me limitaba a constatar mis sensaciones, y a considerarlas sin prejuicios. Y si me permites la confidencia, viví muchos ciberpolvos bastante mejores que una buena parte de los que en la realidad no virtual había tenido la dudosa fortuna de protagonizar.

No comentaré nada.

No seas mojigato. A veces pareces un Inquisidor de verdad.

No soy mojigato. Sólo me abstengo de comentar. ¿O se esperaba que hiciera alguna observación al respecto?

No, hoy no.

Me alegro. Habría lamentado defraudar tus expectativas.

No estoy del todo segura de eso, pero en fin, a lo que íbamos. Ya no me queda mucho del tercer y último acto, como ya habrás imaginado. El hotel en que trabajaba pertenecía a una cadena que también tenía un establecimiento en Glasgow. Mi jefe, un hombre singularmente amable al que además había dado razones para apreciarme como trabajadora, pensó que me gustaría regresar a Escocia y me dijo que había un puesto allí y que podía gestionarme el traslado. No había contemplado nunca esa posibilidad, tampoco me atraía especialmente, pero nada me retenía en Londres. Le dije que sí y me mudé a Glasgow, donde la fortuna quiso que sólo viviera tres meses. Allí conocí al que hoy es mi marido. Llamémosle el Apaciguador.

Entenderé que a partir de aquí no me des más detalles. No quiero saber nada que no sea de mi incumbencia, y tampoco quiero tener la sensación de que traicionas conmigo la intimidad conyugal.

Qué anticuado eres, señor Inquisidor.

Puede que sea anticuado, lo admito. Pero sobre todo se trata de que prefiero no traspasar ciertos límites.

Sólo estoy contándote una historia, no te preocupes. Y no voy a pasar de ahí. Tampoco pensaba ser demasiado exhaustiva en mi relato. Creo que te basta con saber que él se alojó en el hotel durante un par de semanas, que el trato profesional condujo a una cita que acepté porque me pareció un hombre cálido y tranquilo del que no había nada que temer y que tres meses después consentí en casarme con él, abandonar mi trabajo y acompañarle aquí porque supo confirmarme esa primera impresión. Y sobre todo, porque le dije que no estaba enamorada de él, que posiblemente nunca lo estaría y que no iba a aceptar que ningún hombre se creyese mi dueño, y no consideró que nada de eso representara una razón para retirar su propuesta. Desde entonces vivo con él, lo que creo que a él le hace razonablemente feliz y a mí me permite sentirme razonablemente libre y en paz. Al menos, tanto como nunca lo estuve. Me trata bien, no me dice lo que tengo que hacer y no me pide jamás explicaciones. No es amor, al menos no lo es por mi parte, pero me ha permitido desterrar el desasosiego de mi vida. Y no tengo que mentir, ni pedir que me mientan, lo que resulta todo un alivio.

De modo que el drama tiene final feliz.

Intuyo cierta ironía en tus palabras, señor Inquisidor. No me malinterpretes. No me he convertido en una cínica ni nada por el estilo. He encontrado un arreglo que me permite hacer las paces conmigo misma, después de todas mis equivocaciones. Sé que no es óptimo, puede que tampoco sea definitivo, pero no estoy estafando a nadie. Y si algún día se me presenta algo mejor, estoy abierta a probarlo. Por qué no. Mis fracasos no me han arrebatado la fe. Sólo me han hecho dejarla en suspenso.

No sé si entiendo bien el matiz. Y tampoco voy a hacerte la pregunta que cualquiera, llegado a este punto, te haría en mi lugar.

Hazla. Eso no te desacreditará ante mí.

Ya te dije, no me gustan los chismes.

Déjame adivinar. Te preguntas dónde está y qué hace mi buen Apaciguador, ahora mismo, a las cuatro y media de la mañana, mientras su esposa está chateando con otro hombre.

Yo no me pregunto nada, insisto.

Pues respondiendo a eso que no te preguntas, mi marido duerme. Y no sabe lo que estoy haciendo, pero es muy consciente de que no me siento obligada a contarle todo lo que haga, dentro de los márgenes que dejamos establecidos en su día.

Tampoco te preguntaré por esos márgenes.

Entonces tampoco te responderé que son bastante amplios. Me gusta ser leal, así que me preocupo de definir los términos de mis lealtades de modo que no tenga que incumplirlos.