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No. Según me contaron, a la americana la encontró allí, y no inmediatamente. Se fue solo. He pensado mucho sobre ello, como puedes suponer. Creo que el ánimo se le vino abajo, sin más. Y que le dio vergüenza mostrarlo ante mí. Por eso optó por irse y por el silencio. No quiso contarme lo que había. Cómo decirle a un creyente que has perdido la fe.

No fue muy considerado, de todos modos.

No, desde luego que no. Y entonces le odié, aunque luego tendría ocasión de comprenderle mejor. A veces parece que Dios o quien sea toma nota cuando le recriminamos demasiado algo a alguien. Y andando el tiempo nos coloca en situación de tener que revisar la dureza de nuestros juicios. Por otra parte, es cierto que el Profesor me rompió el corazón, pero también me hizo un regalo que le tengo que agradecer. Con sólo veintiséis años, me obligó a aprender algo mucho más importante que todo lo que me había enseñado hasta entonces: que aun después de perderlo todo, no está todo perdido, porque siempre, no importa cuánto ni cómo caigas, se puede resucitar. Cuando vi que podía seguir viviendo sin él, y con todo el destrozo que me dejó largándose de aquella manera, fue como una revelación. He vuelto a sufrir, y el sufrimiento ha vuelto a resultarme insoportable, y hasta atroz alguna vez; pero ya nunca he vuelto a caer en la desesperación que aquella ruptura me produjo.

Fin del primer acto…

Efectivamente. Veo que tienes sentido del drama. Y así es como empiezo el acto segundo: he gastado mi llanto, he comprobado que no voy a morirme aún, pero mi estado dista mucho de ser envidiable. Por un lado, me siento utilizada y despreciada. No puedo evitar pensar que él nunca me ha querido, que estuve bien como aventura para escapar a la rutina de su matrimonio, pero que le resulté insuficiente para convertirme en el eje de su vida, cuando llegó el momento y la ocasión…

Con lo que mezclas dos cosas. Cabe la posibilidad de que fueras insuficiente para convertirte en el eje de su vida y a la vez que él te quisiera. Incluso que te quisiera tanto que no pudiera soportar decepcionarte.

No voy a negártelo. Pero esa posibilidad entonces se escapaba a mi imaginación. Entonces, para mí, lo uno implicaba necesariamente lo otro. Y había otra cosa que no dejaba de atormentarme: la culpa. En los peores momentos, tenía la sensación de estar sufriendo el justo castigo por mi delito: haber seducido a un hombre casado, haber roto su familia, haber alterado el curso natural de las cosas para satisfacer mi antojo…

El curso natural de las cosas… Se ve que eras joven, Theresa. ¿Qué fue, sino la naturaleza, lo que os hizo caer al uno en los brazos del otro? Lo que pasa es que nos han acostumbrado a confundir lo natural con lo bueno, y lo bueno con lo que convenga al que lo juzga. Y la naturaleza tiene su propio programa, en el que pintamos muy poco.

Ya lo sé… El caso es que, entre el despecho y el remordimiento, tuve que buscar por dónde salir. Y no se me ocurrió nada mejor que optar por la evasión. Durante el día me enfrascaba en el estudio, y durante la noche me entregaba a todo aquello que pudiera hacerme olvidar mis penas. Me acosté con todos los que podía, que eran demasiados. A lo sumo me encariñé momentáneamente con alguno, pero a la mayoría los olvidé apenas los despachaba o me despachaban, que de las dos formas podía mirarse. No digo que no disfrutara, y a veces mucho, es lo que tiene la variedad, la aventura, etcétera; pero cada día tenía el alma más gris y la sonrisa más desvencijada. Por lo menos me sirvió para pasar el tiempo, en esos meses en los que mi tiempo no tenía mayor objeto. Hasta que encontré a quien conseguiría que volviera a tenerlo. Lo llamaré el Redentor…

Suena casi místico.

Lo fue, en cierto modo. Él me sacó del agujero donde estaba metida y me devolvió a la luz. Por él dejé la universidad y la Historia, que se habían vuelto para mí un pasatiempo tan vacío como mis correrías nocturnas. Fue él quien me convenció de que, si quería romper de una vez con el pasado, debía empezar por abandonar aquel lugar y aquella ocupación que me mantenían unida al recuerdo de todo lo perdido. Fue él quien me ofreció una nueva vida, un nuevo trabajo, una nueva casa. Me lié la manta a la cabeza y me fui con él a Londres. Y no me arrepentí de hacerlo. Me sentí revivir, y con su ayuda pude restañar las dos heridas que no habían dejado de sangrar desde que el Profesor me abandonara: la de mi orgullo y la de mi conciencia. Volví a sentirme digna. Volví a sentirme buena. Y me empeñé, con todas mis fuerzas, en corresponderle y en hacerle feliz.

Lo que lograste, imagino. Pero no indefinidamente.

Eres sagaz, Inquisidor.

Bueno, me has dado pistas. Sé que ya no estás con él. Y por alguno de tus comentarios anteriores, adivino que esta vez fuiste tú la mala.

La mala. La débil. La desertora. La que perdió la fe. Y lo más grande del asunto es que no me di cuenta. No hasta que, después de haberle sido escrupulosamente fiel durante cinco años, me encontré dando gritos como una loca encima de otro tipo, y pensando que era una cerda y una idiota por hacerle aquello a un buen hombre que me quería y al que quería, pero a la vez que no lo podía impedir, que no tenía razones suficientes para impedirlo, o lo que era lo mismo, que el maravilloso cuento de la redención por el amor se había acabado.

En fin, así es la vida.

Naturalmente, me resistí durante un tiempo a aceptarlo. Quise enmendarme, creer que todo podía volver a ser como antes, que no había sido más que un accidente, etcétera. Pero a los veinte accidentes, siempre con el mismo partenaire, la conclusión se impuso: mi salvador se había quedado sin poderes, y yo volvía a ser una niña perdida en el bosque. Porque el tipo al que me estaba cepillando, y no me engañaba al respecto, no era ni sería nunca nada. Tan sólo el certificado de defunción de mi bonita historia de regeneración tras el desastre. El billete de regreso hacia la intemperie de la que el Redentor me había rescatado.

¿Cómo acabó? ¿Te pilló? ¿Confesaste?

Me dejé pillar. No es tan penoso como confesar, ni tan vergonzante como que te pillen. Surte el efecto catártico de la confesión y tiene la ventaja de que no has de esforzarte en buscar las palabras para nombrar lo que sólo puede dolerte y doler al otro. Además en mi caso la papeleta era más difícil. No sólo rompía mi pareja. También perdía mi trabajo y mi casa, que tenía gracias a él. Sabía que no podía evitar el desenlace, pero no tenía valor para sentarme fríamente delante de él y desencadenarlo. Así que lo dejé suceder. Fue cruel. Pero más simple. Fui expulsada y eso me ayudó luego, para poder superarlo.

A primera vista, sería él quien tuviera que superarlo, ¿no? Fuiste tú la que se cansó y se buscó otro plan.

Me tiraba a otro, solamente. Pero no tenía nada, había perdido lo que me había mantenido en pie durante los últimos cinco años y no podía responsabilizar de la pérdida a nadie más que a mí. En cierto sentido, lo pasé mucho peor que cuando me abandonaron. Esta vez la culpa fue inmensa, insufrible. Porque yo quería seguir queriéndole como antes, sin que hubiera en mi corazón espacio para nada más, pero primero había dejado de hacerlo, luego le había engañado, y al final no había encontrado otra forma de separarme de él que herirlo hasta el punto de obligarlo a echarme. Me sentía malvada, estúpida, incluso llegué a dudar seriamente de mi salud mental. Porque lo más terrible era que seguía sintiendo mucho cariño por él.

Entiendo. Y deduzco que pasaste, encima, apuros materiales…

Severos. De golpe en paro, sin casa… Imagina.

¿No pediste ayuda?

A papá y a mamá, descartado. No me había librado de ellos con dieciocho años para ir a meterme bajo el ala de ninguno de los dos con treinta y tres. Me busqué la vida, sin muchos escrúpulos, tengo que reconocerlo. Viví un tiempo en el apartamento del tipo con el que me había liado, hasta que me conseguí una habitación en otra parte y un trabajo de recepcionista en un hotel con el que poder pagarla. Por suerte me di prisa, porque la convivencia empezó a naufragar en seguida. No sé quién le había dicho que era válido el silogismo según el cual ser capaz de arrancarme orgasmos le daba derecho a esperar que supeditara mi vida a la suya en todos los órdenes, desde hacerle de criada hasta compartir sus deplorables gustos y su tediosa afición al fútbol. Por eso me preocupé de que no supiera adónde me iba a vivir ni dónde trabajaba. Un día me largué del apartamento, sin avisar, y eché la llave en el buzón. Cambié de móvil y de e-mail. Y listo. Lo había conocido a través de Internet. Ésa es la ventaja de las comunicaciones en nuestro tiempo: con la misma facilidad con que las estableces, puedes cortarlas. Cuando menos si aceptas ser nómada, y yo lo acepto.